El clima está difícil en el comedor de la calle Santiago del Estero del barrio porteño de Constitución. Los que se acercan a llenar un tapper con fideos se pelean por nada: por un lugar en la fila, por si a aquel le sirvieron más, porque el otro me miró mal. “Hay bardo”, define una militante. Con bardo quiere decir que los conflictos son imprevisibles. Estallan sin aviso.

Por ejemplo: un mediodía, una mujer flaca y tensa como un alambre se niega a hacer la fila y exige que la atiendan ya. Con el agrande que da el consumo de sustancias, insulta a las cocineras para que se apuren y llenen su recipiente.

Ellas reparten la comida en la vereda, con la olla sobre una mesa. Es una olla grande, como para un batallónLa mujer, que llegó gritando, asegura que está embarazada, amenaza con romperle la cara al que se meta. Hasta que Elsa, la mayor de las cocineras, decide frenarla. Ella es el alma del grupo que sostiene este comedor y, como varias de sus compañeras, tan pobre como los que esperan la comida.

“La mujer estaba sacada y yo tampoco soy de callarme”, dirá después, al contar que a la segunda frase las dos discuten. Antes de que nadie sepa cómo, con la fuerza de un caballo, la mujer da un manotazo a la olla y la vuelca a la vereda. Los fideos quedan desparramados por el piso.

Ese día ochenta personas se quedaron sin comida.

Y marcó un hito. Porque en el comedor ya venían lidiando con problemas, con mucha pelea callejera con y sin intervención de la policía, incluso con un apuñalado en una discusión de pareja -porque hay quienes llegan con armas blancas-.

Casa popular Darío Santillán
Casa Popular Darío Santillán Comedor comunitarios en el barrio de Constitución (Jorge Larrosa)

Pero esta vez es distinto, los que cocinan dicen basta. Debaten y resuelven meter la olla adentro: a partir de ahora, se quedará en el interior del local, detrás de la puerta. Esta es una decisión difícil de tomar para quienes militan.

“Esto no pasaba”

Pero es así: desde hace tiempo las cocineras de los movimientos sociales trabajan en medio de situaciones de violenciaEl problema apareció de manera reciente -no pasaba en el 2001, ni en la pandemia-, y habla de una mayor descomposición social. “Con este gobierno hay un nivel de descarte y de ajuste que hace que la gente esté mal y eso se exprese”, observan en el comedor. Esto se suma a que hay más personas en situación de calle y con consumos problemáticos.

La violencia agrava una situación que venía al límite para las cocineras. Porque entre el 2024 y el 2025, el gobierno de Milei les pasó con un camión por encima a quienes hacen trabajos de cuidado comunitario. Dejó de mandarles alimentos, congeló su ingreso en 78 mil pesos mensuales (!!), las desacreditó con una campaña sucia sobre comedores fantasma. Cientos de comedores cerraron y en todos quedaron menos personas trabajando. A lo que se suma esto: el asistido como amenaza.

Desocupados y trabajadores

Ahora el comedor organiza el reparto no con una fila, sino entregando números. Del 1 al 40 reciben su número los discapacitados y quienes están con niños, luego siguen los que viven en los hoteles cercanos, finalmente quienes están en situación de calle.

La olla permanece dentro del local, desde donde los tappers van y vienen con un pasamanos humano. Un segundo grupo de militantes recorre la cuadra, ordenando la entrega y conversando con los que esperan. Se conocen entre todos, eso se nota. Hay vínculos, relaciones de afecto entre quienes cocinan y muchos de los que van a comer.

Casa popular Darío Santillán
Casa Popular Darío Santillán Comedor comunitario en el barrio de Constitución (Jorge Larrosa)

no solamente están yendo al comedor los más pobres: también aparecen trabajadores. Por ejemplo dos pintores que están haciendo una obra en el barrio y que llegan en camioneta. Y los operarios de una cuadrilla que arregla las conexiones de gas, a la vuelta.

Es gente que gana su jornal y que, sin embargo, necesita el comedor: otra novedad propia de estos años de gobierno libertario.

Elsa cuenta: “los de la cuadrilla empezaron a venir para buscar el desayuno… Después nos preguntaron si podíamos darles el almuerzo, porque con lo que ganan… ellos están tercerizados, la empresa no les paga la comida”. Por eso los incluyeron entre los asistidos.

Sobre la violencia

“Yo tengo un carácter fuerte y a veces respondo no tan amablemente”, dirá la cocinera sobre las situaciones difíciles que se les están presentando. En parte se echa la culpa de la violencia, como si pensara que es posible responder a lo que venga de manera impasible.

En casi todos sus compañeros aparece, como en ella, la culpa por no poder reaccionar como Teresa de Calcuta.

“Estamos en una sociedad violentada. Nosotros ya cargamos con los problemas de cada uno y si vienen y nos putean… bueno, se les va a querer devolver de alguna manera, porque también hay un desgaste mental. Los que sostenemos el comedor tenemos nuestros laburos, nuestros propios problemas y terminás explotando por algún lado”, dice Gladys, una de las militantes más jóvenes del comedor.

Claudio en cambio busca quitarle peso a la cuestión y pide no dramatizar. “La misma persona que un día viene mal, al otro llega bien y podemos hablar con ella”, argumenta. Suena razonable, pero pronto se ve que las cosas están de verdad bravas: cuenta que en una discusión por celos, hace poco, una de las mujeres que asisten al comedor apuñaló a su pareja. “le hizo un corte chiquito, no es que lo quería matar, tampoco fue para tanto”, se siente obligado a aclarar. Tal vez quiera decir que en la violencia que está viendo hay más grito que sangre, más escándalo que otra cosa. Que se trata de otros códigos.

¿Cómo responden a la violencia?

Lo que les sale es advertirle al que hace bardo que lo van a excluir, asegurarle que no podrán venir más al comedor. Pero después no lo cumplen.

-¿Quién soy yo para sacarle la comida?-, se dicen.

En todo lo que pueden, van probando estrategias: como dar números para ordenar el reparto, ir charlando con los que llegan para saber cómo están, hacer todo en forma grupal y no individual. Van incorporando estrategias como parte de su tarea.

A la violencia no la sienten como algo personal. Para probarlo cuentan que días atrás, en un cruce entre dos tipos, las cocineras volvieron a quedar en medio de una pelea. Y entonces fue la mujer que dió vuelta la olla la que salió a defenderlas. ¿Y qué hizo? Alguien contesta que corrió con un palo al agresor.

El trabajo de cuidado comunitario

El problema tiene muchos costados y uno de ellos es que los comedores han perdido servicios que antes podían dar, porque contaban con promotoras de salud, de género, con personas que acompañaban a hacer trámites, con equipos para los consumos problemáticos. Ese trabajo sociocomunitario se sostenía con el Potenciar Trabajo, que fue desarmado por la ministra de Capital Humano Sandra Pettovello. Por eso hay menos personas haciendo esas tareas, que ayudaban a contener situaciones y darles un cauce.

Las organizaciones vienen haciendo movilizaciones y campañas para que el debate sobre el trabajo sociocomunitario se mantenga en agenda. Al mismo tiempo, como el gobierno les cortó el envío de alimentos a sus comedores, salen a conseguirlos por cuenta propia. Para esto el MTE tiene abierta la campaña nacional Ningún Pibe con Hambre.

El trabajo sociocomunitario debe ser reconocido, en el sentido de recibir una paga y ser dotado de derechos. Que este reconocimiento se concrete quedará, sin dudas, para el próximo gobierno. Mientras tanto, la vida en los comedores hace lo que ya hizo otras veces: se adapta a lo que viene. Aprende a moverse en nuevas situaciones difíciles. Esta adaptación a los tiempos, vengan como vengan, es el punto fuerte de la militancia social, el lugar donde reside su poder de sostenerse y permanecer a lo largo de los años.