
La prueba de fuego fue el domingo 14 de agosto de 1881. La disertación del doctor Carlos Finlay, de 47 años, de largas patillas sin barba y de pequeños anteojos ovalados, de hablar un tanto entrecortado, secuela de una violenta fiebre tifoidea contraída en su juventud, era el motivo por el cual muchos de sus colegas colmaran el primer piso del ex convento de San Agustín, un antiquísimo edificio fundado por los españoles en el siglo XVII. Allí se celebraba la asamblea ordinaria de la Real Academia de Ciencias Físicas y Naturales.
En esa exposición, relató las conclusiones de años de investigaciones, remarcando el hecho de que la hembra del mosquito aedes aegypti era el agente transmisor de la fiebre amarilla, un verdadero flagelo que hacía estragos en la población, ya que nadie sabía tratar esta enfermedad.
Inesperadamente, cuando finalizó, no hubo ningún aplauso. Sonrisas burlonas, murmullos y mucho silencio. De a uno, los asistentes se levantaron y abandonaron el recinto. No le creyeron. Pero Finlay demostró ser un hombre con paciencia: debió esperar veinte años a que se tomasen en serio sus conclusiones.

Había nacido en Cuba el 3 de diciembre de 1833. Su papá, el médico escocés Edward Finlay, se había embarcado hacia el norte de América del Sur para pelear en el ejército de Simón Bolívar. Pero un naufragio en aguas caribeñas lo llevó a Puerto España, en Trinidad, donde se olvidaría de la guerra y comenzaría una nueva vida. En 1831 se casó con la francesa Eliza de Barrés y ambos se fueron a vivir a un poblado llamado Puerto Príncipe, actualmente Camagüey, donde el hombre se ganó la vida como oculista y con la explotación de un cafetal.
Su hijo Carlos sería el protagonista de una historia con muchos sinsabores. De muy joven, los padres lo mandaron a Europa a hacer el bachillerato. Primero fue Francia hasta que estalló la revolución en 1848, y entonces continuó sus estudios en Alemania y, cuando las cosas se calmaron, los finalizó en Rouen. Contrajo fiebre tifoidea, y le quedaría como secuela un tartamudeo.
Como en Cuba no le convalidaban sus estudios europeos, el joven decidió estudiar medicina en Estados Unidos. En 1855 se graduó en el Jefferson Medical College, donde las enseñanzas de un profesor marcarían a fuego su formación: era el doctor John Mitchell, defensor de la increíble teoría para la época que sostenía que los gérmenes eran transmisores de enfermedades. De él aprendió la importancia de la observación y la investigación. Le ofrecieron trabajar en Nueva York, pero prefirió regresar a Cuba, donde en 1857 revalidó su título luego de un año de idas y vueltas.
Entre 1859 y 1861, continuó su formación en Europa. De regreso a su país, se abocó a estudiar la propagación del cólera y la viruela. Cuando dio a conocer que el cólera se transmitía por la Zanja Real del Cerro -el primer acueducto que suministró agua potable a la capital cubana- que pasaba por el barrio donde vivía, le prohibieron publicarlo. Eran tiempos de guerra y no era conveniente alarmar a la población, y además dejaba mal paradas a las autoridades españolas que, hasta entonces, no sabían qué hacer para contrarrestarla. Recién se daría a conocer en 1873, cuando la epidemia ya había pasado.
Tampoco importaron sus investigaciones sobre la cirugía del cáncer, los efectos nocivos del gas del alumbrado, la lepra y el tétanos en los niños recién nacidos. La Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales, que se había creado en 1861, se tomó siete largos años en aceptarlo como miembro.
En octubre de 1865 se casó con Adela Shine, una chica inglesa, y tuvieron tres hijos, Charles, George y Frank.
En febrero de 1881, en la Conferencia Sanitaria celebrada en Estados Unidos, ya había adelantado la existencia de un agente independiente de la fiebre amarilla y del enfermo. Estudiaba dos tipos de mosquito, el Culex mosquito y el Culex cubensú, conocido como “zancudo”. Junto a su colaborador, el médico español Claudio Delgado y Amestoy, entre 1881 y 1900 realizaron cientos de experimentos para poder demostrar fehacientemente su teoría. El médico trabajaba solo auxiliado por su viejo microscopio que lo acompañaba desde sus épocas de estudiante. Fue el 30 de junio de 1881 cuando realizó la primera prueba experimental con un mosquito.

Comisiones científicas enviadas a Cuba en los últimos años del siglo no tomaron en cuenta sus conclusiones. Lo apodaban “el hombre del mosquito”. Solo le prestaron atención los religiosos de la Compañía de Jesús, ya que con ellos aplicaba exitosamente muchos de sus métodos. El médico usaba los estudios meteorológicos elaborados por los religiosos de esta orden, muchos españoles, a los que consideraba muy exactos. Mientras tanto, insistía en la destrucción de las larvas de mosquitos y pedía la implementación de medidas de profilaxis. Pero no había caso; no tenía amistades influyentes y la cerrazón de sus colegas le impedía ser escuchado.
Curiosamente, fue una guerra la que le dio el espaldarazo que necesitaba.
En 1898 Estados Unidos y España se enfrentaron por Cuba. Leonard Wood, el gobernador militar de la isla, que además era médico, estaba más preocupado por el alto número de soldados muertos por la fiebre amarilla -200 por día- que por los que caían en combate. Le solicitó a su gobierno que enviase una comisión para que resolviese la trágica encrucijada en la que se encontraba.
Dos médicos que integraban esa comisión, investigadores del paludismo, recomendaron que se le prestase atención a los trabajos de Finlay. Uno de ellos, Jesse Lazear, fue el más convencido de que el cubano estaba en el camino correcto, a tal punto que murió para darle la razón.
Lazear, el médico James Carroll y el soldado William Dean se dejaron picar por mosquitos obtenidos de huevos provistos por Finlay, y que habían ingerido sangre de enfermos de fiebre amarilla dos semanas antes. Se enfermaron voluntariamente.
Lezear llevó un diario en una pequeña libreta, donde describió los síntomas día por día. Su última anotación fue el día 13, cuando falleció. Era el 25 de septiembre de 1900. Sin embargo, Finlay no logró vencer las reticencias del mundo científico.
Hubo que esperar al año siguiente con la exitosa campaña del médico militar norteamericano William Gorgas, acorralado por las críticas de los cubanos, que lo acusaban de que cada vez había más enfermos por fiebre amarilla y que no hacía nada. Entonces aplicó los consejos de Finlay, y con el lanzamiento de la campaña “Guerra a muerte al mosquito”, comenzó la erradicación de la enfermedad.
El estadounidense Walter Reed, enviado a la isla, quien en un primer momento atribuyó la epidemia a la suciedad, no le quedó más remedio que recurrir a los estudios de Finlay y quiso atribuirse la autoría del descubrimiento, amparado por una poderosa comunidad científica estadounidense.
Cuando Cuba declaró su independencia en 1902, Finlay fue nombrado Jefe Superior de Sanidad. Tuvo su prueba de fuego en 1905, cuando en tres meses eliminó la epidemia de fiebre amarilla que se había desatado. Y ya nadie pudo quitarle los méritos. Al punto tal, que los norteamericanos aplicaron su método para sanear el Canal de Panamá.
Ronald Ross, premio Nobel de medicina en 1904, lo propuso, sin suerte, para ese galardón. De nuevo, en Estados Unidos sostuvieron que el hallazgo había sido un descubrimiento colectivo.

Lo cierto es que Finlay terminó con una larga historia de 250 años de este flagelo en Cuba. Se retiró de la actividad a los 76 años, cuando ya estaba mal de salud y había tenido ataques de parálisis facial. Falleció en La Habana el 20 de agosto de 1915, a los 82 años. Hoy existe la orden al mérito “Carlos J. Finlay” a los que presten servicios relevantes a la ciencia. Tomando la fecha de su nacimiento, el 3 de diciembre, se instauró el Día del Médico. Y el laboratorio en el que en 1881 brindó sus conclusiones que nadie atendió se convirtió en un museo que lleva su nombre.








