En el documental “50 segundos”, que relata el crimen de Fernando Báez Sosa con una crudeza capaz de estremecer hasta al corazón más duro, una historia inédita emerge en medio de las escenas más recordadas.
Se trata de un relato pequeño y profundo, casi al margen, cuyo protagonista resulta inesperado: un perro callejero que, sin proponérselo, se convirtió en símbolo y promesa durante aquellas últimas vacaciones compartidas por el grupo de amigos del Colegio Marianista.

El nombre que los chicos eligieron para la mascota –un apodo nacido de la ternura y el azar, confeccionado entre abrazos y fugaces tardes veraniegas– hoy encierra un significado impensado, un eco que resuena en todos los que, alguna vez, acariciaron la esperanza de no tener que despedirse nunca.
Durante el documental, se recopila un sinfín de testimonios: los padres de la víctima, los familiares de los condenados y de los propios rugbiers, entre otros. Por su parte, el grupo de amigos de la víctima fueron los que dieron detalles de lo que ocurrió dentro y fuera del boliche Le Brique, pero sin terminar de comprender la brutalidad que se llevó la vida de Fernando.

Y, entre tanto horror y tanta ausencia, queda el refugio de las pequeñas historias, las que atan a Fernando a la tierra, a las calles de Villa Gesell y a las tardes de verano. Una de ellas, contada por Juan Manuel Pereyra Rozas, desarma toda coraza en una confesión llena de añoranza y asombro.
“Había un perro de la vuelta que esa semana apareció todos los días en la puerta de casa. Nos seguía a la playa. Cuando íbamos al pool con nosotros, el dueño lo sacaba y nosotros decíamos: ‘No es nuestro’. No sé qué pasó. Le pusimos nombre. Se llama Rex. Me lo tatué acá. (y muestra el antebrazo, a la altura de la muñeca) Fue algo muy loco que me guardé mucho tiempo. Esto no lo conté nunca porque es raro, pero lo quería contar”.

Lo que Juan Manuel quería contar es cuando él gira el brazo, el nombre “Rex” -que está escrito con una caligrafía especial- se transforma en el nombre “Fer” si se lo lee al revés. En ese momento, su voz rompe en lágrimas y esa fue la última imagen de la docuserie.
Ese perro callejero, confidente silencioso, testigo insólito de los últimos días con Fernando Báez Sosa con vida, hoy simboliza esa presencia que se niega a marcharse y que sigue esperando a sus amigos en cualquier lado que ellos vayan.

Una amistad que comenzó gracias a un beca de estudios
La amistad entre Fernando y los amigos se inició en el Colegio Marianista, del barrio porteño de Caballito. El joven había ganado una beca entre 400 postulantes y su esfuerzo fue el orgullo de la familia Báez Sosa. Su incorporación al grupo, ya consolidado, no fue algo inmediato.
El primer acercamiento se produjo durante una clase de educación física y luego las charlas improvisadas se hicieron cada vez más frecuentes en los recreos. Con el correr de los meses, empezaron a compartir más tiempo y los almuerzos conjuntos, antes de gimnasia, se convirtieron en la excusa perfecta para forjar una amistad.
Sus amigos lo recordaron como “una persona graciosa, activa, bromista e incansable para organizar planes” y destacaron que solía invitarlos a su casa para jugar a la Play Station y a comer la comida que él mismo cocinaba.

Además, coincidieron en que “Fernando era un pibe con actitud, que si tenía que poner el lomo para defender a los suyos, lo defendía”. Esa evocación emerge a la sombra de lo que vendría después.
“No le gustaba que lo pasen por encima, básicamente. Por eso, después, fue parte de lo que pasó. Le gustaba que lo respetaran, como él también respetaba a los demás”, deslizó uno de ellos sobre la tragedia de lo que vendría después.
El último viaje con sus amigos
La docuserie, de tres capítulos, no solo expone la brutalidad del ataque, sino también el conmovedor relato de Graciela Sosa, la madre de Fernando, quien recordó la última conversación con su hijo antes del viaje.

“Me dijo que quería ir de vacaciones con los amigos, que sería el último [viaje] que hacía. Y yo le decía ‘¿y por qué último?’, y me decía ‘porque ya cada uno eligió una carrera, cada uno ya tiene novia y cada uno va a seguir su camino, su trayecto, a pesar de que siempre seremos amigos’. Fue ahí también la decisión de darle la oportunidad a mi hijo de que vaya de vacaciones”, reveló la mujer sobre los dichos de su único hijo, que terminó convirtiéndose en su peor premonición.
La convicción con la que les habló Fernando, fue lo que llevó sus padres a soltar un poco la cuerda ese verano y dejarlo que fuera a Villa Gesell. “A mí siempre me gustó sacarle fotos para mostrarle a mi familia de Paraguay, y a Fer a veces no le gustaba. Cuando bajamos del edificio, en un momento, me dice Fernando: ‘Qué raro, mami, que no trajiste tu celular para sacarnos unas fotos’. Y me dijo: ‘Andá, traé, mami, sacame la foto’. Y esa fue la última foto que pude sacar a mi hijo. A veces miro eso, se me parte el alma, se me parte el corazón”, recordó completamente invadida por el dolor y el llanto.

Llegó el viaje. La previa, la excitación, la novedad: el primer día, el micro se rompió en la ruta, y Fernando llegó a Gesell cansado, pero sonriendo. Eran vacaciones adolescentes, con todos sus códigos: la libertad de no tener padres al alcance, los horarios extendidos, los mates en la playa. “Nuestro ‘mood’, como se dice, era pasar la tarde tranquilo, con amigos, tranquilo. Me como unos churros, me tomo un licuado, también puedo tomar una cerveza, pero tranquilo”, relató uno de los amigos de Fernando.
El grupo tenía una costumbre: buscar playas menos tumultuosas, lejos del epicentro de las fiestas. Mientras la juventud rugía entre boliches y bares, ellos caminaban hasta la calle 108 dejando el bullicio atrás entre carcajadas y confidencias.
Pero la noche, para los jóvenes, suele ser una promesa difícil de sostener. La noche en Gesell era música, luces, cuerpos apretados, boliches repletos, calor y ganas de sentirlo todo. Y el grupo se debatía: “Deliberando, peleando a ver si íbamos al boliche o si no íbamos al boliche. Diez minutos antes de salir, no sabíamos a dónde íbamos a ir”.
Entre risas, bromas y la adrenalina de la diversión, la vida parecía urgente e invencible. Nadie, ni siquiera Fernando, ni ninguno de los Marianistas, pensó que una noche habitual podía transformarse en una tragedia.








