La Plata, ciudad de diagonales y avenidas, de proyectos ambiciosos al borde de la pampa húmeda, supo tener un teatro que era emblema no sólo de su madurez urbana, sino de su deseo de grandeza estética, de ópera, de ballet, de orquesta. Ese era el viejo Teatro Argentino: de estilo renacentista, con herradura, palcos, galerías, terciopelos, dorados, un público que se recogía con cierta pompa para escuchar Otello, Verdi, Strauss, Pavlova. Hasta que el fuego lo consumió. Y luego la política lo concluyó. Pero, como en casi todos los dramas argentinos, quedaron voces, mitos, cenizas que alumbran el presente. Esta es esa historia.
La Plata fue fundada el 19 de noviembre de 1882, por Dardo Rocha. Era una ciudad pensada, planificada, con gran ambición. Pero le faltaba algo vital: un teatro de gran porte. Esa carencia fue saldada por vecinos que en 1885 constituyeron la Sociedad Anónima Teatro Argentino. Compraron el terreno entre las avenidas 51 y 53 y las calles 9 y 10. El arquitecto encargado: Leopoldo Rocchi, italiano, formado en tradiciones académicas, con sensibilidad para la ornamentación, el equilibrio, el estilo renacentista. El proyecto era ambicioso: planta en forma de herradura, cinco niveles (palcos, galerías), capacidad para alrededor de 1.500 personas (algunas fuentes hablan de 1.500, otras señalan entre 1.500 y 2.200, dependiendo si cuentan pullman, superpullman, platea).
El foyer —o foaier, como también se le llamaba— era un espacio majestuoso, revestido en mármoles, con techos ornamentados y grandes arañas de cristal. Este hall de acceso servía no solo como antesala a la sala principal, sino también como un lugar de encuentro social. Estaba decorado con molduras doradas, espejos de gran formato y obras de arte que reflejaban el refinamiento del edificio.
La araña central era una majestuosa luminaria de cristal tallado y bronce, suspendida del centro de la cúpula de la sala principal. De gran tamaño y peso, dominaba visualmente el espacio con su imponente presencia. Contaba con múltiples brazos curvos ornamentados, cada uno portando lámparas que imitaban la forma de velas, iluminando la sala con una luz cálida y elegante. Sus cientos de prismas de cristal facetado reflejaban destellos dorados sobre los frescos del techo. Era un símbolo del lujo y el refinamiento de la arquitectura teatral de fines del siglo XIX.
Después de unos cinco años de obras (se inició entre 1885 y 1887, según diferentes fuentes), financiamiento precario, préstamos, hipotecas sobre el terreno, disputas, finalmente el teatro se inauguró el 19 de noviembre de 1890, coincidiendo con el octavo aniversario de la ciudad. La obra inaugural fue la ópera Otello de Giuseppe Verdi, con la soprano italiana Elvira Colonnese, el tenor uruguayo José Oxilia, el barítono Pietro Cesari, la mezzosoprano Margarita Preziosi. Aquella noche quedó marcada como el primer despliegue de lo que La Plata aspiraría a ser: epicentro cultural y símbolo del esplendor pampeano.
Durante décadas, bajo ese techo renacentista, desfilaron figuras de enorme calibre: orquestas internacionales como la Filarmónica de Viena, compositores y directores como Richard Strauss, divas como Ana Pavlova, virtuosos de distintos rincones del mundo, pero también hubo crisis: mantenimiento defectuoso, deudas crecientes, litigios, cambios de titularidad. En algún momento de los años veinte, la “Sociedad Anónima Teatro Argentino” que lo tenía no pudo sostenerlo y como corría peligro de demolición lo compró el Estado provincial y recién en 1937, durante la gobernación de Manuel Fresco, fue reabierto bajo administración estatal.
El martes 18 de octubre de 1977, hacia las 14:30 horas, mientras el Ballet Estable del Teatro Argentino se preparaba para un ensayo, comenzó lo que sería la tragedia definitiva. Desde una de las líneas de iluminación sobre el escenario se produjo una chispa que prendió uno de los telones o elementos del decorado (telón de voile). El fuego se propagó con rapidez: primero el decorado, luego el escenario, luego los talleres, los depósitos bajo la platea. La sala principal quedó atrapada por las llamas. Los palcos se incendiaron, el techo colapsó.
Se calcula que había unas ochenta personas presentes (bailarines, técnicos). No se reportaron víctimas fatales, aunque el impacto psicológico, patrimonial y simbólico fue gigantesco. En los días posteriores al incendio, mientras removían escombros, hallaron una figura que había estado guardada en los depósitos del teatro. Era una imagen de la Virgen María, confeccionada en papel maché para una puesta de Tosca de Puccini en los años setenta. Su autor: Dino Orlandini, jefe de utilería del teatro. La escultura mide más de un metro y medio, con brazos de yeso, estructura de madera, manto de liencillo engomado. Estaba hecha para durar unos días sobre el escenario. No era una escultura sagrada, sino un objeto escenográfico. Pero contra todo pronóstico, contra fuego, humo y derrumbe, la imagen apareció intacta. Entre vigas calcinadas, entre techos caídos, rodeada de cenizas, la Virgen estaba ilesa. Ni quemada, ni rajada, ni afectada visiblemente. Solo con una ligera pátina gris. Desde entonces, empezó a ser llamada por todos como “La Virgen de las Cenizas”.
Años después fue restaurada por el artista platense Zacarías Gianni con colaboración de Eugenio Zanetti. Fue bendecida por el arzobispo Monseñor Héctor Aguer y por un tiempo estuvo en la Catedral de La Plata. En el 2013, entre el 2 y el 3 de abril, la imagen estaba en los depósitos del subsuelo para su limpieza, el depósito quedo totalmente inundado, pero la escultura de papel y yeso salió nuevamente ilesa. Hoy puede verse nuevamente en el Teatro Argentino, custodiando de algún modo la memoria del fuego y la historia del agua.
Volvamos al teatro y al incendio. La estructura perimetral —las paredes exteriores, la herradura interior (más precisamente lo que abrazaba la sala)— resistió en parte. El foyer, ciertas escaleras, oficinas laterales, algunas secciones técnicas no ardieron. Pero la sala, el alma del teatro, quedó destruida. Las llamas devoraron la acústica, los palcos, todo lo que hacía vibrar a los oyentes. Inmediatamente después del incendio hubo reclamos de los trabajadores, de artistas, vecinos, especialistas locales e internacionales para restaurar lo que quedaba, reconstruir la sala, preservar lo salvable. Expertos como el arquitecto inglés Roy Worskett, convocado por organizaciones de patrimonio, afirmó que la estructura exterior, los muros perimetrales, estaban en buen estado, que se podía recuperar mucho.
La dictadura militar de turno entendió otra cosa: en lugar de restaurar, decidió demoler. Se adujeron riesgos de derrumbe, peligro eléctrico, daños irreversibles, inhabilidad del edificio. Con decreto del gobernador Ibérico Saint Jean el 13 de diciembre de 1977 se dio orden de demolición total. Para entonces el fuego, que había destruido la sala, era el cierre simbólico de un edificio que ya estaba en la línea de desgaste edilicio, de abandono estatal, de desinversión. Pero la demolición integral significó perder no solo la sala sino un monumento histórico, un referente arquitectónico de estilo académico europeo, de influjo italiano, que se alineaba con la idea de ciudad moderna pero culta que Dardo Rocha había pensado. Se vendieron ladrillos como souvenir del viejo teatro: 2.500 ladrillos numerados con certificado de autenticidad, para que los platenses conservaran algo físico.
Hubo quienes dijeron que el incendio fue oportuno para los planes del gobierno de facto, para imponer un nuevo estilo, para borrar rastros de lo tradicional, para mostrar modernidad de estilo “brutalista”, funcionalidad sobre ornamentación. Rumores, sospechas, contrademandas, todas quedaron en la memoria colectiva.
Tras la demolición vino el llamado a concurso nacional de anteproyectos. Se presentaron 71 proyectos para reemplazar al viejo teatro con una construcción moderna, un gran complejo artístico-cultural que integrase diversas disciplinas. El proyecto ganador fue el de un equipo platense formado por Enrique Bares, Tomás García, Roberto Germani, Inés Rubio, Carlos Ucar y Alberto Sbarra. Su propuesta se inclinaba hacia líneas contemporáneas, grandes volúmenes, funcionalidad, presencia del estilo brutalista: hormigón —concreto expuesto—, superficies duras, jerarquía de vacíos y llenos, espacios amplios para talleres, producción, técnica, ensayos.
La obra se inició formalmente el 1 de diciembre de 1980, con un plazo estimado de cuatro años. Pero las crisis económicas, los vaivenes políticos, los recortes presupuestarios, la falta de continuidad gubernamental hicieron que la construcción quedara paralizada en tramos, retrasada. Finalmente, tras casi dos décadas, se inauguró la Sala Principal “Alberto Ginastera” del nuevo complejo el 12 de octubre de 1999. La apertura contó con el ballet Tango en Gris y luego con un concierto lírico con fragmentos de óperas de Verdi, Gounod, Umberto Giordano, Donizetti.
A esto se sumó más tarde la “Sala Astor Piazzolla”, orientada a artes de cámara, con capacidad para unas 300 personas, y la “Sala de Exposiciones Emilio Pettoruti”, además de talleres técnicos, utilería, sastrería, escenografía, etcétera. Hoy el teatro ocupa unos 60.000 metros cuadrados cubiertos, un centro complejo de artes provinciales.
El Teatro Argentino de La Plata es más que un edificio. Es un sitio de historia encarnada. De ambición urbana, de aspiraciones culturales, de derrota, de recuperación. Tiene algo de espejo de lo que ocurre en muchas ciudades argentinas: se construyó algo bello, se deterioró, se destruyó, y luego se intentó reconstruir, pero ya no con las mismas manos, las mismas decoraciones, con otros costos, con otros discursos.
La arquitectura brutalista que ahora lo acoge puede escandalizar al amante de los ornamentos clásicos. Puede parecer frío, severo, áspero en comparación. Pero esa arquitectura es también expresión de época: de los tiempos duros que vinieron tras décadas de crisis, de dictadura, de olvido. Y hay belleza también: en lo monumental, en lo expuesto, en lo honesto de lo funcional; en las luces del escenario, en la acústica que respeta la herradura restaurada, en los espacios de trabajo para escenografía, utilería, en los coros y el ballet que vuelven a actuar, en el público que vuelve a aplaudir.