En una película que más de medio siglo después sigue revelando capas de sentido, ella encarna uno de los matices escondidos detrás de tanta escena icónica. Es el final de El Padrino, y Michael Corleone le asegura a su esposa Kay que no tiene nada que ver con el asesinato de su cuñado Carlo; ella respira aliviada, pero inmediatamente después entrevé a los capos que le rinden honores como el nuevo Don Corleone. La breve mirada de Diane Keaton condensa el fin de la inocencia, la devastadora revelación de que su amor ya no es “Mikey” ni un hombre de negocios, que la única manera de evitar sus mentiras será no preguntar, que su vida ha quedado para siempre enredada en un imperio criminal.
¿Todo eso en unos segundos de metraje cinematográfico? Sí. Diane Keaton, la actriz que murió este sábado en Los Angeles a los 79 años, podía lograr eso con sus ojos. Y a la vez quedar eternizada en la comedia neurótica al estilo Woody Allen con su magnética presencia en Annie Hall (conocida en la Argentina como Dos extraños amantes, un título que podía resultar adecuado a la trama pero ocultaba quién era la protagonista real del film). En el terreno que fuera, Keaton exhibió el talento que le depararía un Oscar por ese rol, dos Globos de Oro y un Bafta entre muchos otros premios, pero sobre todo el respeto y la admiración del público y sus colegas. “Antes de empezar a filmar se sabe todo el guión, no solo sus partes; no conozco a nadie en la industria que haga eso”, dijo Jack Nicholson, quien brilló junto a ella en el romance otoñal de Alguien tiene que ceder, precisamente uno de sus Globos de Oro en 2004.
Keaton nació el 5 de enero de 1946 en Los Angeles como Diane Hall, apellido que confirmaría la sospecha de que Woody escribió el guión de aquella extraña pareja reflejando en buena medida su propia relación amorosa. Tuvo claro desde muy joven que quería dedicarse al espectáculo, como cantante y como actriz; su primer trabajo en Broadway combinó ambas cosas, cuando encarnó el personaje de Sheila en la puesta de 1968 de Hair. Había un bono de 50 dólares para quienes aceptaran desnudarse pero ella prefirió cobrar menos y conservar la ropa. Esas actitudes, y los personajes que iría adoptando, tanto en la puesta teatral de Play it again, Sam -donde conoció a Allen- como en la versión cinematográfica, y esa Annie Hall con vestuarios masculinos que influyeron a la moda de la época, llevaron a que en el medio se la viera como “la rara”, la que se salía del molde, y no solo por ser más alta que el promedio.
Ciertamente, Keaton se salió del molde. Podía salir de la inocencia quebrada de Kay Adams-Corleone a la demencia de El Dormilón (una de tantas películas con Allen, que la señalaba como su “musa”), de allí al vodevil de Harry y Walter van a New York (Mark Rydell, 1976), la oscuridad de Buscando a Mr. Goodbar (Richard Brooks, 1977) o el doblete con el que un Woody Allen mucho más dramático que cómico cerró la década del setenta: en Interiores y Manhattan, Keaton entregó otras dos performances que confirmaron un talento y una versatilidad deslumbrantes.
No conforme con ello, además, la actriz llevó la profesión de Annie Hall a la vida real -o viceversa-. Lo que era un hobbie se convirtió en trabajo real cuando la revista Rolling Stone se interesó en su serie de fotografías de habitaciones y lobbies de hotel desiertos, que terminarían publicándose en forma del libro Reservations en 1980. Esa década, además, traería un rasgo de compromiso político que no la abandonaría, cuando Warren Beatty la convocó para encarnar a la periodista y activista del feminismo Louise Bryant en Reds: Keaton obtendría una de las doce nominaciones al Oscar de una película quizá demasiado incómoda para el Estados Unidos de Ronald Reagan, y aunque Beatty se dio el gusto de llevarse la estatuilla al “Mejor director” no hubo festejo a la película ni para Diane, que lo merecía largamente. A ella no le molestó demasiado, porque la ganadora fue una de sus principales inspiradoras, Katharine Hepburn (por En la laguna dorada), a quien admiraba por sus papeles de mujeres nada débiles.
Convertida en leyenda por derecho propio, Keaton fue encadenando trabajos en los que hasta un guión no del todo convincente o un aire demasiado leve (como El padre de la novia) quedaban relativizados por la potencia con la que asumía cada personaje. Incluso venció su propia reticencia para retomar el personaje de Kay, quizá porque en el guión de El Padrino III ya no era la esposa sumisa, sino una mujer al fin alejada del Don, capaz de tratarlo con la compasión por un hombre incapaz de escapar a su destino.
Por fuera de las cámaras, Keaton tuvo algo de ese aire de mujer fuerte que admiraba en Hepburn. Evitó en la medida de lo posible las habladurías por sus romances con Woody, con Al Pacino y Beatty; se negó a cumplir con los mandatos de una familia de creencias conservadoras, declarándose agnóstica en 1987 y evitando la imagen clásica con su decisión de no casarse nunca y adoptar a su hija Dexter y su hijo Duke cuando ya tenía más de 50 años. En los últimos años tuvo una intensa militancia por la conservación de edificios históricos en California, incluyendo un fallido intento de salvar de la demolición al Hotel Ambassador (retratado en Reservations), célebre por haber sido escenario del asesinato del senador Robert F. Kennedy en 1968.
En una de esas ironías que Hollywood suele prodigar, su último trabajo en pantalla, Campamento de verano, es una película olvidable, destrozada por la crítica y fracaso en taquilla a pesar de contar con actrices del valor de Keaton y Kathy Bates. Ni siquiera eso, por supuesto, puede borrar la marca de una mujer irrepetible, capaz de encender la comedia con una sonrisa llena de dientes o condensar el drama de una mujer entrampada con solo una mirada.