En la guantera del Torino que maneja Archie Reiton, el protagonista de la novela de Derian Passaglia titulada Chicos de la calle (Blatt & Ríos), hay fósforos, encendedores, cigarrillos, estampitas de la virgen de Guadalupe, rosarios, papelitos con direcciones, envoltorios de Biznikke nevado y Vauquita, una edición vieja de la revista Picante. He aquí la efectividad de una buena lista. El Torino acelera por Lexington Avenue, en lo profundo de El Barrio, en East Harlem. Esa enumeración y esos cruces condensan la potencia que desplegará el texto: una novela argentina que transcurre en Harlem.

Más raro es lo que ocurre en la escena inicial: Archie observa una foto de la modelo Laura Franchini con fines onanistas y, como por arte de magia, la rubia platinada aparece con los codos apoyados en la ventanilla de su auto preguntando si necesita ayuda con el asunto. Esa tensión entre imaginación y realidad, entre Rosario y Harlem es algo que Passaglia trabaja a lo largo de toda su novela. Esa hibridez funciona como hilo conductor de una trama que se presenta con ritmo parejo y narración cristalina.

“¿Qué es lo real? ¿Existirá aquello que no esté contaminado por nuestras ideas, nuestros prejuicios, nuestras experiencias?”, se pregunta el narrador. La ficción inicia con la capacidad de nombrar las cosas, es decir, con el lenguaje, y lo real se reduce para él a la brecha entre vida y muerte. En esa tensión oscila Archie Reiton, quien debe lidiar con una situación familiar vulnerable, peleas de bandas, lealtades y traiciones en El Barrio, amigos muertos que resucitan y un don sobrenatural.

Cierta atmósfera dickensiana envuelve el relato y lo ubica en esa tradición literaria de niños que curten bandas de pequeños delincuentes e intentan escapar de esos submundos. El corrimiento del espacio-tiempo reencanta la novela. En ese Harlem de fantasía desfilan referencias a Los Ágeles Azules, María Becerra, El Noba, Guido Kaczka, Julio Grondona, el mismísimo Milei. En algún punto, Archie comienza a sospechar que habita “un mundo de mentira”. Se pregunta si no será todo producto de su imaginación.

Entre las aventuras de Archie con los pibes del barrio irrumpe la fuerza de la literatura a través de las clases a las que su madre lo obliga a asistir. Un profesor pregunta qué tipo de sustancia puede tener la literatura y él responde: “Si tiene sustancia, traemela que me la tomo”. Esa irreverencia es parte de la construcción de un personaje que odia ser ignorado porque ve en ese gesto un desprecio de clase. El capítulo 14 lleva por título “Negritos de mierda” y se aparta del registro narrativo para jugar un poco con el periodístico: se aportan datos duros sobre índices de pobreza, niños sin hogar o tasa de asesinatos, y se reflexiona sobre las democracias.

El narrador asegura que “cualquier forma de organización social capitalista o comunista, democrática o dictatorial, supone una ficción”. Chicos de la calle es la ficción que Archie se armó en su cabeza, un pibe que patea las calles de Harlem para contar las vicisitudes de una Argentina al borde del colapso. Lo interesante es aceptar las reglas de ese verosímil, firmar el pacto de lectura y acompañar al protagonista en esos conflictos que marcan su destino y, también, el de un país.