El próximo 3 de octubre, Taylor Swift estrenará una nueva pieza musical sobre showgirls. Tornando a ese álbum una oportunidad de pensar nuestra cultura, el Laboratorio Pop de la Facultad de Ciencias Sociales propone el ciclo “¡Por favor, somos mujeres del espectáculo!”, dedicado a revisitar la figura de la vedette y su modo de pronunciarse históricamente sobre la relación entre espectáculo, feminidades y disidencias. El ciclo incluirá la escucha colectiva y crítica de The Life of a Showgirl, una muestra de Foto Estudio Luisita junto a la proyección del documental de Sol Miraglia y Hugo Manso, y un conversatorio con Escenas Transformistas y dos divas históricas de la noche gay cordobesa: Antara Wells y María Laura García. Algunas palabras sobre ese rastro de purpurina que enlaza cultura del espectáculo, sexualidades y transgresión cultural pueden venir al rescate.

The Life of a Showgirl será el título del próximo álbum de Taylor Swift, doceava obra de la emperatriz de un mercado musical al que, en 2025, le promete traer glamour, sensualidad y espectáculo: tres ingredientes básicos para un estilo de interpretación artística que llegó a brillar en los musicales hollywoodenses y los shows de Las Vegas. “Corista” es una traducción precisa para la apropiación anglosajona de este estereotipo femenino que puebla el catálogo de obsesiones de nuestra cultura pop: Showgirl fue el nombre que Kylie Minogue dio a la gira que el cáncer le obligó a interrumpir en 2006; Christina Aguilera y Cher hacen suya esa temática en el filme Burlesque (2010) y, en este año, Pamela Anderson coqueteó con el Oscar por su interpretación en The Last Showgirl, dando vida a una veterana bailarina que se aferra a ese espectáculo que le arrebató su juventud y la maternidad. 

Taylor Swift poco inventará entonces: cuando decide una vez más explotar los lugares más comunes de la cultura occidental (el poeta maldito fue ariete de batalla para el álbum anterior), elige transitar un camino varias veces pavimentado al que, en todo caso, habrá de redecorar con algunos otros clichés (en las canciones, se prometen alusiones a Elizabeth Taylor, la tragedia de Ofelia y las habituales plumas y corsés de las divas). Sin embargo, provechosa oportunidad la que nos regala para acercar no una tradición anglosajona (que seguramente la Miss Americana se ocupará de revisitar en el filme que estrenará en breve), sino el desvío argento de esa figura capaz de revelar gestos muy subversivos. 


Taylor Swift es así una excusa para seguir un rastro de purpurina que, derramando glamour sobre la cultura del espectáculo y las sexualidades, se enlaza con nuestro blasón nacional: la vedette.


Nélida Lobato, Ámbar La Fox, Zulma Faiad, Beatriz Salomón, Carmen Barbieri: la lista prosigue inextinguible porque, si algo produjo el espectáculo en nuestro país, fueron vedettes. A estas mujeres, Argentina debe el más popular de sus géneros teatrales: la revista, durante décadas, show preferido de hombres y mujeres, en especial en los veranos de Mar del Plata y Carlos Paz. En teatros emblemáticos como el Maipo o el Nacional, que ofrecían entretenimiento y actualidad política, las vedettes cultivaron su estatuto de íconos: mujeres del espectáculo que destacaban por sus cuerpos esculturales, sus habilidades artísticas y una vuelta pública de la intimidad que iniciaba con la revelación sexual en escena y se expandía en la exposición permanente –con o contra su voluntad– de la vida privada. Fuente inagotable de rumores para los programas de chimentos (como hace treinta años, seguimos hablando de los romances presidenciales de “Yuyito” González), las vedettes dejaron rastros en la memoria popular: algunas como Susana Giménez y Moria Casán porque pudieron elevarse a la categoría de diva, y otras como Silvia Süller porque, por los caminos misteriosos del algoritmo, han vuelto a una superficie cultural de la que quizá nunca se fueron del todo.

Esa historia de plumas y escaleras, de corsés y bastante escote, se comienza a escribir mucho antes de los mass media, incluso antes de que la cultura de masas tuviera nombre definitivo. La vedette fue la consecuencia natural de los templos que, en la Francia de finales del siglo XIX, el capitalismo creó para entretenimiento de las capas medias y proletarias. Son mutaciones históricas del café-concert que devinieron luego espacios de ocio y relajación de las normas sociales: puntos de fuga para una sexualidad cuyo control era la obsesión de la cultura burguesa. Y así, mientras Baudelaire deambulaba melancólico por las calles de París, en los márgenes de esa misma modernidad urbana, cosas más picantes acontecían: cabarets como Folies Bergère se poblaban de piezas musicales, comedias, variedades, aperitivos y, claro está, muchas mujeres de erotismo sugestivo, pero estilizado. Cuando el capitalismo acabe de insertar esa exhibición cómico-corporal en los circuitos de consumo nocturno, nacerán espacios muy emblemáticos como el Moulin Rouge. Solo en Francia podía darse este fenómeno cultural y, por eso, a su lengua pertenecen todas las denominaciones: cabaret (palabra para taberna), vodevil (cuya traducción es “voz del pueblo”), revista (la “reveu” que circula en nuestras tierras) e incluso vedette (nombre que parece aludir a la terminología miliciana, designando una avanzada, un centinela o quien “va delante”, destacándose).

Las manos francesas trajeron, de hecho, esos shows a nuestro país. Aunque burdeles hubo siempre, la showgirl (adaptación anglosajona de la vedette que el music hall perfeccionó y que después Broadway pulió solo para que hoy Taylor pueda expropiarla), debió esperar hasta avanzado el siglo XX para ser celebrada. En Argentina, en cambio, esa figura tuvo destellos muy tempranos cuando, en las primeras salas varieté creadas luego de la caída de Rosas, mujeres como Elisa Pocoví destacaron por ser “aficionadas a lucir sus exuberancias inferiores” y por “su actitud habitual de caminar levantando la pollera”, según expresaban diarios de la época. Estos datos recoge la investigación de 2011 “La revista porteña. Teatro efímero entre dos revoluciones (1980-1930)”, de Gonzalo Demaría, donde nos recuerda además que, retomando la sátira política rioplatense, la revista criolla estalla en medio de una profunda crisis nacional y moral que corona con la Revolución del Parque. Desde entonces, la revista quedó inevitablemente ligada a vaivenes epocales: cuando la inestabilidad golpeaba, eran las clases trabajadoras las que buscaban en esos escenarios de picardía un respiro cotidiano, haciendo del género un termómetro de las tensiones sociales tanto como un refugio festivo. Cuando Julio A. Roca anunció su candidatura presidencial en uno de esos espectáculos, intuía con razón que en esas tablas la opinión pública se dirimía.

Hacia 1920, el teatro de revista era ya un espectáculo consagrado, aunque todavía considerado “género chico”, en tanto ópera de los pobres (opereta era, en efecto, otro de sus nombres). Y, sin embargo, fue un verdadero territorio de exploración identitaria: en esos escenarios, por ejemplo, se escuchó por primera vez el jazz, el tango y el lunfardo. La forma revisteril fue otro frente de batalla que, en el nuevo siglo, discutía los límites de la argentinidad y el ser nacional en un momento de intensa reconfiguración social a causa de los procesos inmigratorios y de una urbanización trunca y acelerada que Beatriz Sarlo llamaba modernidad periférica.


Combinando el glamour de los franceses, los bailes pegadizos de los españoles y el humor propio de los italianos, como alguna vez explicó Claudio Pistarini, el teatro de revista se enalteció incluso como otro rostro del tan preciado crisol de razas.


Por aquellos años, Gloria Guzmán se conmemoraba como la primera vedette nacional. Los diarios de la época no destacaron su belleza, pero sí su “gracia, elegancia natural y una comunicatividad pocas veces vista en el teatro”, como recoge Demaría. Ocurre que las aptitudes de la vedette involucraban “bajar bien” las escaleras, “lucir las plumas” y, en definitiva, tener una presencia escénica o lo que Sylvia Molloy llama una pose que, cuando persigue una visibilidad acrecentada, es un acto ciertamente político. “Exhibir no solo es mostrar, es mostrar de tal manera que aquello que se muestra se vuelva más visible, se reconozca”, decía Molloy en Poses de fin de siglo. Desbordar del género en la modernidad (2012), aludiendo a una actitud transgresora que, por su parte, las vedettes también ejercían con su desafío al decoro y con una artificialidad que solo el camp sabrá reivindicar. Cuando, en los 60, Luisita y Chela Escarria las fotografiaban, producían un material promocional en el que precisamente destacaba la teatralidad de esa pose y el artificio de una feminidad exagerada, finalmente condiciones para el glamour. Esa es, después de todo, la definición de vedetismo que recoge el diccionario: la inclinación desmesurada a destacar.

En esas lentejuelas, un brillo político siempre resplandeció. Enrique Pinti lo vio, con mucha lucidez, en los 90: en democracia o en dictadura, la exhibición de lo soez  –de lo que sacude el decoro– es siempre transgresora. No necesitó esperar al retorno democrático y esa exhibicionismo llamado destape: la revista nació desbordando límites y, por eso, “siempre habrá un corpiño que cague las barbas de los fachistas de mierda que censuran en cada generación”, como decía Pinti, marica precursora del stand-up que lucía su lengua filosa. Tal agudeza verbal (lo que La One solía llamar “lengua karateka”) es, por cierto, otro atributo del espectáculo nacional y ni qué decir de nuestras vedettes. Bien lo supo Mirtha Legrand cuando, en septiembre de 1995, convoca a Adriana AguirreAlejandra PadrónNanci GuerreroSilvia Süller Adriana Aguirre para que se alcen en armas en esa icónica mesaza titulada la “Guerra de las vedettes”: consigna mediática que nace en 1980 cuando, en esos mismos almuerzos, las ya legendarias Zulma Faiad y Ethel Rojo cuestionaban a una joven Aguirre la veracidad de su edad (objeción insistente junto con las cirugías, claro está).

Video: Monólogo “Pinti canta las cuarenta y el Maipo cumple 90”, en el marco del aniversario del emblemático teatro porteño.

Cuando de vedettes se trata, el problema de la autenticidad obsesiona. A ese almuerzo de 1995, también asistió otro ícono cuestionado: Cris Miró. “Mi verdadero nombre es el que siento”, respondió con encanto ante las preguntas de una anfitriona tan desconcertada como el país. Y es que Cris, quien en principio fue convocada para cuadros de varieté, acabó inquietando: travesti cuya belleza y feminidad no condecían con los estereotipos, ganó empero el título de vedette. Allanó el terreno para que después Flor de la V encabezara las revistas de Gerardo Sofovich quien, pese a todo el machismo que podamos achacarle, había contratado, décadas atrás, a Jorge Pérez. O mejor dicho, a Evelyn, nombre que le valdrá el exilio durante la dictadura. “¿La vedette de los travestis o el rey de las vedettes?”, habrían de preguntarse los medios frente al rupturismo de Evelyn, sin recordar que a esa discreta senda de trans-gresiones la abrió antes la mundialmente conocida Vanessa Show y, hacia 1960, una francesa llamada Coccinelle, vedette que fue contratada por el Maipo hasta que decidió irse del país para transicionar y finalmente casarse (de blanco y, por si poco fuera, por iglesia).

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A las pruebas puede uno remitirse: disidencias y diversidades siempre hemos hallado contención en el espectáculo y, más todavía, en esas divas que tanto admiramos. Moria Casán hoy recuerda que, cuando ya triunfaba como vedette, su misión era sacar a los amigos bailarines de la comisaría, perseguidos por los edictos policiales, cuando no asesinados. La que tampoco olvidó ese mandato fue Mimí Pons: aquella que, junto a su hermana Norma, encandiló al país (los primeros afiches nacionales fueron de Charly García y de “las Pons”) y la misma que, con mucho ovario cultivado sobre tablas y concheros, sacó a su querido amigo Manuel Puig en el baúl de su auto, llevándolo directo a Ezeiza y antes de que lo desaparecieran por crítico y, sobre todo, por afeminado.

Y, entonces, ¿cómo no fascinarse con estas divas que a las maricas nos obnubilan, quizá porque siempre nos han preservado bajo sus plumas, como si ese vuelo desviado y raído que tenemos necesitara permanentemente de estas feminidades maternales y protectoras para brillar? ¿Cómo no convocar, en este presente tan vapuleado, a estas vedettes que nos enseñaron a sobrevivir en los márgenes del decoro?

Junto con Foto Estudio Luisita y Escenas Transformistas, el Laboratorio Pop (programa de investigación del Centro de Estudios Avanzados de la UNC) invita al ciclo de laboratorios abiertos “¡Por favor, somos mujeres del espectáculo!” en el Auditorio de la Facultad de Ciencias Sociales:

  • Viernes 3 de octubre, 18 h: sesión de escucha crítica colectiva de The Life of a Showgirl de Taylor Swift, más conversatorio: “Devenir showgirl: una historia cultural de las mujeres del espectáculo”, con Ariel Gómez Ponce (UNC, CONICET).
  • Viernes 17 de octubre, 18 h: proyección del documental Foto Estudio Luisita (2018), dirigido por Sol Miraglia y Hugo Manso. Exposición de la muestra fotográfica “¡Por favor, somos mujeres del espectáculo!”.
  • Viernes 31 de octubre, 18 h: “Divas Divinas”, diálogos con Antara Wells y María Laura García, dos divas históricas de la noche gay cordobesa. Invitan: Escenas Transformistas y Laboratorio Pop.

*Por Ariel Gómez Ponce