Hoy asistimos a un espectáculo grotesco: mientras Rusia sigue desangrando a Ucrania, mientras los tiranos de Cuba y Venezuela arruinan pueblos enteros, mientras los talibanes vuelven a encadenar a las mujeres en Afganistán y mientras las milicias sirias masacran drusos y kurdos, el foco exclusivo de la indignación mundial es… ¡Israel!
Es como si el mapa geopolítico se hubiese reducido a un solo punto rojo, convenientemente útil para los discursos fáciles y las pancartas ideológicas. Y aquí la ironía: se repite la vieja narrativa de Hitler, aquella que culpaba al pueblo judío de todos los males del mundo. Hoy no lo llaman “judíos”, lo llaman “Israel”, pero el veneno es el mismo: antisemitismo disfrazado de diplomacia.
La ONU, que calla frente a dictaduras asesinas, grita con furia contra el único Estado democrático de Medio Oriente. Y lo hace no por amor a la paz, sino por cobardía: es más sencillo golpear a Israel que señalar a Putin, a Maduro, a Díaz-Canel o a los mulás iraníes.
Lo que presenciamos no es solidaridad con Palestina; es un linchamiento político contra Israel. Y cada vez que el mundo gira la mirada hacia Jerusalén para acusarla, legitima con su silencio las verdaderas tragedias humanas que siguen ocurriendo en Moscú, Caracas, La Habana, Kabul o Damasco.
La historia nos advierte: cuando la mentira se repite y se normaliza, termina en tragedia. Antes fue Auschwitz; hoy puede ser Jerusalén. El deber moral de nuestro tiempo es claro: no permitir que el antisemitismo reciclado como “solidaridad” vuelva a escribir la historia con sangre judía.