«Hay verdades que se imponen no por su novedad, sino por su permanencia. Una de ellas, acaso la más cruda y estratégica, fue escrita hace más de dos milenios por el general chino Sun Tzu y sigue latiendo con la fuerza de un principio ineludible: para resistir y vencer, es necesario conocer al enemigo», sostiene el abogado, docente e historiador de la causa Malvinas Juan Facundo Besson.
Mucho antes de las célebres invasiones inglesas de 1806 y 1807, el Río de la Plata ya había sido el escenario de un primer intento británico de ocupación. Fue en enero de 1763, cuando una expedición anglo‑portuguesa intentó arrebatarle a la monarquía española un enclave estratégico: la plaza fortificada de Colonia del Sacramento. Aquella operación, concebida en el ocaso de la Guerra de los Siete Años (1756‑1763), fue el ensayo general de una ambición imperial británica que nunca dejaría de acechar el Atlántico Sur.
El plan, urdido en Londres con la connivencia de Lisboa, parecía infalible sobre el papel. No era fruto de una alianza improvisada, sino la prolongación de una relación estratégica sellada siglos atrás con el Tratado de Windsor (1386), que consagró la más antigua alianza diplomática vigente en Europa, y reforzada en clave comercial con el Tratado de Methuen (1703), que abrió los vinos portugueses y las manufacturas británicas a un intercambio asimétrico. En virtud de ese vínculo histórico, una fuerza naval combinada, reforzada con tropas portuguesas embarcadas en Río de Janeiro, avanzaría sobre el Río de la Plata: los británicos se harían con Buenos Aires; Portugal, con la Banda Oriental.
Los beneficios eran obvios: dominar el estuario, abrir un corredor hacia los metales preciosos del Alto Perú y proyectar una hegemonía sobre el hemisferio austral. Más que una simple operación militar, era una auténtica empresa mercantil: financiada en buena parte por la Compañía Británica de las Indias Orientales, bajo un modelo híbrido de intereses públicos y capitales privados. En el siglo XVIII esto podía pasar por pragmatismo imperial; hoy lo llamaríamos sin ambages una privatización bélica, con corsarios, especuladores y mercenarios al servicio de un capitalismo naciente que ya olía a pólvora.
Pero la realidad rioplatense estaba lejos de ser un “vacío geográfico” listo para ser repartido en la cartografía imperial. Pedro Antonio de Cevallos, gobernador del Río de la Plata desde 1755, no era un burócrata colonial de despacho. Había recuperado Colonia del Sacramento de manos portuguesas apenas semanas antes, y reorganizado la defensa con milicias criollas, artillería pesada y contingentes indígenas. Cuando la escuadra anglo‑lusitana apareció frente a Colonia el 6 de enero de 1763, encontró un recibimiento que no figuraba en sus cálculos.
El enfrentamiento fue breve pero devastador. Tras cuatro horas de combate, una bala al rojo vivo lanzada desde las baterías españolas impactó en el Lord Clive, el buque insignia británico. La nave, convertida en un horno flotante, explotó en mil pedazos, llevándose consigo al capitán Robert MacNamara y a más de 270 tripulantes. El resto de la escuadra, averiada y desmoralizada, emprendió una retirada tan rápida como su llegada.
El fracaso no fue solo militar. Fue también un golpe simbólico para una potencia acostumbrada a imponer su voluntad a cañonazos y libras esterlinas. La expedición anglo‑portuguesa se desmoronó, dejando tras de sí el naufragio del Lord Clive como recordatorio de que en el Río de la Plata no todo estaba en venta ni disponible para ser “civilizado” con comercio de ultramar.
Desde el prisma del derecho internacional de la época (ius publicum europaeum), la operación fue de una legalidad cuestionable: se realizó sin declaración formal de guerra, involucró a actores privados con atribuciones militares y se desplegó sobre territorios ultramarinos, desafiando los principios de soberanía y ocupación efectiva. Hay aquí un interesante paralelismo con debates contemporáneos sobre la licitud de las operaciones militares delegadas o privatizadas.
Cevallos, lejos de limitarse a defender, pasó a la ofensiva: consolidó nuevas posiciones, reforzó Santa Teresa y San Miguel, y reorganizó un dispositivo defensivo que sería la base del futuro Virreinato del Río de la Plata. Pero la diplomacia europea —ese arte de trocar victorias en concesiones— obligó a devolver Colonia a Portugal en el Tratado de París.
Este episodio casi olvidado no fue una mera escaramuza, representó la primera manifestación militar de una visión británica orientada a consolidar su proyección territorial y marítima en el Atlántico Sur, con la ambición de convertir el estuario del Río de la Plata en un enclave estratégico para su expansión imperial. Pero fue, además, el primer gran acto de resistencia criolla frente al apetito colonial británico, en el que se articuló una auténtica comunidad en armas: soldados profesionales de las tropas regulares españolas, milicianos criollos reclutados en Buenos Aires, Montevideo y las villas del interior, contingentes indígenas aliados —como los guaraníes de las Misiones Jesuíticas, expertos en el manejo de la artillería—, marineros locales que se sumaron a la defensa costera, y sectores de la población civil que, en un ejercicio espontáneo de autodefensa colectiva, aportaron logística, víveres e inteligencia al esfuerzo bélico.
Esta heterogénea alianza, unida por el sentido de pertenencia a un territorio amenazado, prefiguró una temprana identidad política rioplatense y demostró que la soberanía no era una abstracción jurídica, sino un compromiso tangible que involucraba a todos los sectores sociales.
Hoy, mientras Londres mantiene un enclave en Malvinas y continúa esgrimiendo la retórica de la “civilización” y el comercio libre, la lección de 1763 resulta más pertinente que nunca: la historia de los imperios no es lineal ni inevitable, y la soberanía no se hereda, se defiende.