La tierra cruje cada vez que damos un paso. Está seca y agrietada. Estamos en Ibarreta, una localidad del departamento Patiño, al sudeste de la provincia de Formosa. El verde lejano contrasta con el marrón oscuro. “Esto que está acá era un bosque”, dice Noemí Cruz, coordinadora de la campaña de Bosques de Greenpeace en Argentina. Todavía pueden verse los surcos que dejaron las máquinas que arrasaron con los árboles que había en pie. Avanzamos. El suelo, cubierto de ramas, raíces y polvo, suena como si estuviéramos caminando sobre huesos. “Se trata de un desmonte reciente. Se inició hace un mes y ya arrasó con más de 130 hectáreas. Este, aparentemente, era un Itín, por las hojas. Ese que está allá, que tiene cascaritas, era un Duraznillo. El de más atrás, un Mistol”, sigue Noemí, mientras señala a un lado y al otro. La imagen —desoladora— es solo un anticipo de lo que veremos minutos después, cuando avancemos algunos kilómetros sobre un camino de tierra, y encontremos una topadora en pleno desmonte.
La deforestación avanza
Infobae llegó a Formosa el martes 24 de junio, pocos días antes de las elecciones provinciales en las que Gildo Insfrán —en el poder desde 1995— obtuvo el 67% de los votos y fue reelecto como gobernador. El viaje lo realizamos junto a periodistas de otros medios, de la mano de Greenpeace, con el objetivo de recorrer la provincia, conocer la diversidad del ecosistema, el entramado cultural del territorio —donde viven comunidades indígenas de los pueblos wichí, qom, pilagá y nivaĉlé y familias campesinas— y documentar algunas de las amenazas que enfrenta, entre ellas, el avance del desmonte.
“Desde que se sancionó la Ley Nacional de Bosques en 2007, hasta el día de hoy, Formosa cuadruplicó la superficie de desmontes. Es una de las provincias que se disputa el podio de las desmontadoras con Chaco y Santiago del Estero”, nos explica Noemí.
A pesar de la normativa vigente, Argentina se encuentra en emergencia forestal. Según datos oficiales, entre 1998 y 2023, la pérdida de bosques nativos en el país fue de cerca de 7 millones de hectáreas, una superficie similar a la de Escocia. Las principales causas son: el avance de la frontera agropecuaria (ganadería y soja que en gran medida se exportan a Asia y Europa) y los incendios forestales.
¿Cuál es la situación en Formosa?
Formosa —que en latín significa “hermosa”— forma parte del Gran Chaco Americano, un extenso territorio boscoso que se extiende por el norte de Argentina, el oeste de Paraguay, el sudeste de Bolivia y una franja del sur brasileño. Se lo considera el segundo ecosistema forestal más grande de Sudamérica, después del Amazonas.
En el oeste de la provincia, conocido como el Impenetrable Formoseño, se conservan tres millones de hectáreas de bosques nativos en muy buen estado. Allí también se ubica el Bañado La Estrella, el segundo humedal más grande de Argentina, después de los Esteros del Iberá. Es una región de altísimo valor ecológico, donde habitan especies en peligro como el yaguareté, el tatú carreta, el tapir, el pecarí quimilero y el oso hormiguero, que dependen del monte para sobrevivir.
Sin embargo, todo ese ecosistema está en riesgo.
Según el Informe Anual 2024 de Greenpeace, en el último año la provincia perdió 36.915 hectáreas de bosque, entre desmontes e incendios. Buena parte de esas pérdidas ocurrió en zonas que, por ley, deberían estar protegidas. Desde la sanción de la Ley 26.331, en lugar de disminuir, los desmontes en Formosa se dispararon: entre 1998 y 2007 se deforestaron 95.010 hectáreas; mientras que, entre 2008 y 2023, —ya con la normativa en vigencia—, el número ascendió a 506.961 hectáreas. Es decir, cuatro veces más.
Para ponerlo en perspectiva: la superficie de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires es de 20.000 hectáreas. Es decir, en estos quince años se perdió un bosque equivalente a 25 veces la capital del país.
El fuerte incremento se explica, en buena parte, por la forma en que la provincia implementó la ley: su Ordenamiento Territorial de Bosques Nativos (OTBN) asignó extensas superficies del oeste formoseño a la Categoría III (Verde), una tipificación que —a diferencia de las categorías I (Rojo) y II (Amarillo), que establecen distintos niveles de protección— permite desmontes en cerca del 70% de sus bosques.
Además, la provincia impulsa desde hace años un programa de expansión ganadera que busca aumentar el stock a 3,5 millones de cabezas. Ese proceso también intensificó un aumento de la deforestación.
Arrasando con la vida
Minutos antes de localizar la topadora, Noemí Cruz nos explicaba cómo se lleva a cabo un desmonte. El proceso puede hacerse con una o dos máquinas. Cuando se utilizan dos —dijo— se ubican en paralelo y se les engancha una cadena grande y pesada, como las que usan los barcos. Luego se encienden los motores y avanzan. “A medida que se abren paso van barriendo el monte, como afeitando lo que está en el camino. Por eso quedan así las raíces”, describe la experta en bosques, mientras señala una que arrancaron de cuajo. “La mayoría de los árboles no resisten esa fuerza”, agrega.
Los ejemplares más fuertes, como por ejemplo los quebrachos, a veces quedan semienterrados. Para remover esos restos —denominados “tocones”— se contrata mano de obra en condiciones precarias. Una vez que el terreno está “limpio”, los árboles talados se apilan en hileras llamadas “cordones” y luego se queman. La madera rara vez se aprovecha. Lo que queda es un suelo desnudo y frágil, cada vez más expuesto a la erosión, a la salinización por el ascenso de napas, y dependiente de agroquímicos para sostener la producción. “Donde había un bosque muy rico y biodiverso, termina habiendo un paisaje geométrico, uniforme, ya sea de pasturas o de soja, que es lo que predomina en Formosa”, concluye Noemí.
Dejamos esa parte del terreno y avanzamos algunos kilómetros en camioneta hasta llegar a un punto que Greenpeace había identificado, mediante imágenes satelitales, como el perímetro activo del desmonte. Desde el camino de tierra, a simple vista, no hay señales de actividad. Una “cortina” de árboles impide ver el movimiento de la topadora, pero se la escucha: el sonido del motor se mezcla con el canto de las aves.
Levantamos un drone para registrar lo que está ocurriendo. Desde el aire, la pantalla muestra un paisaje partido. A un lado, el monte nativo que aún resiste con su mezcla de verdes. Al otro, un terreno arrasado, de tonos tierra, donde la vegetación fue barrida por el paso de la máquina.
En esas primeras tomas aéreas aparece una topadora, pero está detenida. Volamos durante algunos minutos, esperando que arranque, pero inesperadamente el drone pide un cambio de batería. “La perdimos”, dijo el piloto.
Hacemos un segundo intento y encontramos una en movimiento. “Podés bajarlo un poco. La máquina hace tanto ruido que el tractorista no escucha el drone”, le dice su compañero. Y entonces la vemos: la topadora se desplaza de forma recta y constante, como si trazara una cicatriz sobre el monte. Envuelta en un humo blanco, se mueve con precisión mecánica, encadenando movimientos: avanza, empuja, aplasta. Los árboles caen uno atrás de otro como fichas de un dominó.
Terminamos de registrar el material, subimos a la camioneta y nos alejamos en silencio. Acabamos de presenciar cómo desaparece un monte en tiempo real.
Las voces del monte
“Nosotros los pequeños campesinos sufrimos los efectos del desmonte. Se secan los árboles y no hay recursos para la producción ganadera. Los animales lo padecen muchísimo y los seres humanos, también”, dice Teófila Palma.
Teófila tiene 59 años, es docente jubilada y una de las principales dirigentes de la Federación Nacional Campesina (FNC), una organización que nuclea a pequeños productores agrícolas y ganaderos del norte argentino. Desde Las Lomitas, donde vive, se traslada con frecuencia a su pequeña granja en Pozo del Mortero. Ese predio, de 150 hectáreas, es una fracción de las 1.200 que antes pertenecían a su familia. Fue la única de sus ocho hermanos que decidió conservar la tierra. Allí nos recibió con mate, té, pan casero y sus perros, Bob y Remigio.
El diálogo —al que también se sumaron Mariela Soto, Osvaldo Delgado, Casimira Risso y Rosa Cuello, campesinos e integrantes del FNC— transcurre en una especie de quincho con columnas de madera y techo de chapa, cerca de un corral donde cría cabras, cabritos, vacas y gallos. Las últimas lluvias que hubo en la provincia son el puntapié de la conversación. “Eso nos dio un respiro. Volvió a llover como hace siete o diez años atrás”, dice Teófila.
“La falta de agua está directamente relacionada con el desmonte. Una cosa lleva a la otra: se producen los desmontes, cambia el clima, aumentan los vientos que generan la erosión de la tierra y eso va cambiando toda la textura del suelo. Los árboles y los pastos se secan, se acaba el alimento para los animales y las pocas reservas de agua, sean en represas o en canales, se evaporan con el calor”, agrega.
Mariela Soto tiene 44 años, un hijo de 12, y vive en un paraje cercano a Ingeniero Juárez, al oeste de Formosa. Cría cabras y produce quesillo y dulce de leche. Conoció a Teófila en un encuentro del FNC y desde entonces se acompañan. Hija y nieta de campesinos, Mariela dice que no puede imaginar su vida fuera del campo. “Quisiera estar un momento en el cuerpo de esas personas que manejan las topadoras. Cómo piensan: eso es lo que no logro entender. La barbaridad que hacen cuando entran con esas máquinas y devoran el monte. No queda nada. La impotencia es terrible”, dice.
A pesar de las adversidades que enfrenta, Mariela no pierde las esperanzas. “Me gusta pensar que si este año fue malo, el que viene nacerán más cabritos, las vaquitas van a parir y el ternero va a sobrevivir. Siempre está esa ilusión de que las cosas mejoren, y de que a los hijos les guste el campo, para que sigan con lo que uno ama”, dice.
Días antes del hallazgo de la topadora en Ibarreta, conversamos con Pablo Chianetta, secretario de la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Desarrollo (APCD), una organización que trabaja junto a comunidades wichí y nivaĉlé del centro-oeste provincial para fortalecer sus derechos culturales, territoriales y ciudadanos.
Pablo tiene 62 años, nació en el barrio porteño de Congreso, en Capital Federal, y se formó como veterinario en la Universidad de Buenos Aires. Sin embargo, hace más de cuatro décadas, decidió echar raíces en Formosa y fundó APCD, en cuya sede nos recibió para hacerle una extensa entrevista de la que también participó Gustavo Núñez, referente institucional del área jóvenes de la asociación.
“Nosotros trabajamos con las comunidades que viven en el bosque, donde los territorios boscosos están mejor cuidados”, dice Pablo mientras despliega un mapa satelital, que muestra el avance de la deforestación entre 2000 y 2024.
“Estas son las últimas dos décadas. Los cuadraditos muestran lo que se desmontó según los años. Miren cómo se fue coloreando este mapa. Formosa es de las cuatro provincias que más han desmontado y deforestado en Argentina, junto con Salta, Chaco y Santiago del Estero. Con el Ordenamiento Territorial de Bosques Nativos, la provincia registró que cerca del 70% de su superficie está cubierta por bosques, y que el 65% de ellos puede ser desmontado. Preguntémonos si eso es sustentable”.
Durante la charla, Chianetta insistió en no hablar de “desmonte”, sino de “desbosque”, un término que —según explicó— refleja mejor la magnitud del impacto:
“No se trata solo de arrasar especies y talar árboles. Lo que se arrasa son mundos. ¿Dónde educa un indígena wichí a sus hijos si no tiene el paño donde enseñar? Lo que estamos haciendo es una erosión genética y una erosión de los conocimientos culturales de los pueblos que viven ahí”.
Fotos/Martín Katz y Sebastián Pani.
Imágenes de Video/Sebastián Pani.