Oscar Romero hoy tiene 61 años, cuatro hijos y es abogado penalista

No había rejas en la sala de kinesiología del hospital Central de Formosa, pero sí un custodio apostado del otro lado de la puerta. Oscar Romero sabía que tenía una sola oportunidad. No hubo armas, no hubo disparos. Solo un salto a la calle, donde lo esperaba un auto. Así comenzó la fuga del hombre que, tras haber liderado bandas armadas que robaban bancos, financieras y usureros en los 90, se transformó —tiempo después— en el presidente del Colegio de Abogados de Trelew.

Antes de escaparle a la ley, a comienzos de 1999, vivió al límite durante tres años: planificaba robos con ametralladoras y fusiles comprados en Ciudad del Este, Paraguay, y cronometraba operativos que no podían durar más de dos minutos. Era el cerebro de una banda de “asaltos exprés” que apuntaban a “los peces gordos”. “Tengo el orgullo de que nunca le robé a un trabajador ni a un kiosco”, reconoció hace una década ante el diario Jornada. Fue un escándalo. Su historia parecía salida de un guion de película: lo condenaron, estuvo preso, se escapó, vivió prófugo en el sur, estudió Derecho con el nombre recortado, se recibió con matrícula y llegó a presidir una institución profesional.

Hoy, con 61 años, cuatro hijos y una condena por “tentativa de homicidio” que no está firme —y por la que presentó un recurso ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación—, el abogado penalista todavía recuerda aquellos días. “Reconozco que me equivoqué. Y si se pudiera volver el tiempo atrás, no haría lo que hice. El delito no rinde”, le dice a Infobae.

Durante más de una década, Oscar trabajó como administrativo en un banco en Formosa

Sus comienzos

Edgardo Oscar Romero Bruno nació el 1 de agosto de 1963 en Buenos Aires, pero a los 15 años —tras la muerte de su padre— se mudó con sus hermanos a Formosa, de donde era oriunda su madre. Allí terminó el secundario y comenzó a estudiar Ingeniería Electromecánica. Luego se casó, tuvo hijos y consiguió un empleo administrativo en un banco.

Pasó más de una década entre números y balances, hasta que en 1995 —en pleno auge de la privatización de empresas estatales— aceptó un retiro voluntario. No tenía trabajo ni rumbo, pero sí una convicción que empezaba a tomar forma.

“Era una época difícil. Mucho desempleo, mucha desigualdad. En el norte se veían barrios enteros de chapa y cartón y, al mismo tiempo, empezaban a aparecer los barrios cerrados. Paralelamente, comenzaron a pulular las financieras y la gente, desesperada por tener ingresos, se metía en préstamos que terminaban cobrándole diez veces más de lo que habían retirado. En ese contexto social, con el idealismo de querer cambiar las cosas, se me ocurrió empezar a robar”, recuerda.

Al principio, dice, solo ofrecía instrucciones: “Como conocía el movimiento bancario, comencé dando indicaciones. Pero los robos no lograban concretarse. Entonces dije: ‘Voy a hacerlo yo’”. Y lo hizo. “No fue una situación a lo Robin Hood, pero sí traté de ayudar a algunas personas. Y, sobre todo, de mostrar que si alguien se animaba, otros también podían animarse y cambiar las cosas. No ocurrió, por supuesto. Fracasé totalmente. A la gente que se prendía le daba lo mismo robar un banco, un videoclub o un jubilado. No logré formar un grupo con códigos”, sostiene.

El día que recibió su título de abogado. Cursó la carrera estando prófugo de la ley

“Estaba todo cronometrado”

Entre 1995 y 1998, cuando decidió ser cabeza de una banda que robaba a mano armada, Romero diseñó su propio método: los robos exprés. “El hecho no podía durar más de dos minutos. Estaba todo cronometrado: era ir, sacar la plata y retirarse. Podíamos hacerlo así porque, en la mayoría de los casos, siempre había alguien que pasaba un dato. Además, en esa época, solo había cámaras en la vereda y en el interior del banco. No como hoy, que están en todos lados”, cuenta.

El plan empezaba por estudiar la zona del banco o la financiera y calcular, con exactitud, el tiempo que tardaría en llegar el patrullero desde la comisaría más cercana. Ese margen, que usualmente era de 120 segundos, definía toda la operación. “Entrábamos rápido y con violencia. Por lo general, como en la esquina de cada banco había una casilla con un policía, disparábamos hacia ese punto. Las armas no rompían el vidrio blindado, pero lo trizaban. Con eso alcanzaba para que el que estaba adentro se tirara al piso y no intentara nada”, explica.

Romero nunca usaba el mismo grupo de personas para dos robos consecutivos: variaba los integrantes para evitar que los reconocieran. También había establecido reglas internas. Una de ellas decía que nadie podía quedarse con el dinero más de 30 días. “Tenía que circular”, dice. Otra característica de su banda tenía que ver con el despliegue de armamento. “Usábamos ametralladoras o fusiles de asalto AK-74, lo cual hacía que el personal de seguridad no opusiera resistencia o, directamente, se entregara”, cuenta.

Las armas las conseguía en Ciudad del Este y, aunque jura que nunca lastimaron a nadie, más de una vez protagonizó algún tiroteo. “Teníamos una ventaja: los policías que acudían a un hecho iban con armas de menor calibre. Sabíamos que con el poder de fuego que llevábamos nadie iba a hacerse el héroe”.

“Gasté el dinero viajando por el país. En esa época volaba en parapente. Sigo haciéndolo”, dice

La caída y la fuga

Durante casi tres años, Romero lideró robos a bancos, financieras y usureros con precisión quirúrgica: estudiaba el lugar, calculaba el tiempo de respuesta policial, rotaba los integrantes de cada golpe y evitaba dejar rastros. Pero un día, toda esa lógica se quebró.

“Fue un hecho que no programé ni planifiqué. Dos del grupo me pidieron que los llevara a robarle a un prestamista. Yo tenía que hacer de campana y estaba tan confiado que fui en mi auto, con la patente colocada y a cara descubierta. El tema fue que los otros hicieron todo mal, salieron corriendo para el lado equivocado y, cuando los fui a buscar, me reconocieron”, cuenta.

Logró escapar y se refugió en Tucumán, donde consiguió trabajo como instructor de parapente. Pero el azar —y una fractura— truncaron la clandestinidad. Durante un vuelo de práctica, sufrió un accidente y fue hospitalizado. La policía tucumana, al investigar el caso, descubrió que Romero tenía un pedido de captura vigente por robo a mano armada. Fue devuelto a Formosa, pero esta vez esposado. “Pasé un año y cuatro meses en la cárcel”, recuerda.

En diciembre de 1998, el Tribunal Superior de Justicia de la provincia dejó firme la condena: seis años de prisión por considerarlo “partícipe en el robo agravado por el uso de armas”. Sin más recursos legales, Oscar Romero empezó a planear su fuga. La lesión que arrastraba en la pierna —secuela del accidente— fue la excusa perfecta para pedir una salida médica: “Me llevaron al hospital Central para hacer rehabilitación. Aproveché que el custodio se quedó del lado de afuera, me tiré por la ventana y gané la calle. Ahí me habían dejado un auto con la llave puesta”, cuenta.

—¿Cuál fue tu botín más grande?

—Un robo a un banco. Pude hacer 250.000 dólares.

—¿En qué gastabas el dinero?

—Viajaba mucho por el país. En esa época volaba en parapente. Sigo haciéndolo. Iba y gastaba en los centros de vuelo. ¿Si quedó algo? Nada. Porque lo poco que podría decir que quedó, se los llevaron los demás.

—¿Qué recordás de tus días en la cárcel?

—Adentro no es nada agradable. Era la primera vez que yo estaba en esa situación y vi cosas muy duras. No las sufrí directamente, pero presencié el salvajismo con el que se vive ahí. Es tierra de nadie. El documento de identidad no es tu nombre ni tu historia: es la causa por la que caíste. Y eso define tu lugar. Como yo estaba por robo a mano armada, dentro de la jerarquía carcelaria tenía cierto poder. Esa fue una ventaja que me libró de sufrir lo que veía que ocurría allá adentro.

—¿Por qué decidiste escaparte?

—No sabía si iba a salir vivo, ni si iba a poder sobrevivir esos seis años. La cárcel no sirve para resocializar a nadie, al contrario: empeora a las personas. Vi entrar a tipos por delitos menores y salir convertidos en criminales más peligrosos. Las cárceles son escuelas de delincuencia. Y eso es algo que la gente no percibe. Y no lo digo por estadísticas: lo digo porque lo viví. Hoy, como abogado que ejerce el derecho penal, puedo decir con certeza que no hay nadie que crea que la cárcel cumple una función útil. Es una forma de ocultar por un tiempo y bajo la alfombra lo indeseable de la sociedad.

En la actualidad Oscar Romero es abogado penalista y ejerce de manera particular

—¿Cómo terminaste en Trelew?

—Lo tenía todo planificado. Sabía que me iban a buscar en el norte: en Formosa, en el límite con Paraguay, o incluso en Brasil, donde solía pasar mis vacaciones. Por eso elegí venirme al sur, un lugar donde no había estado nunca y donde nadie me iba a asociar con nada. Busqué en qué ciudades podía estudiar Derecho —porque ya tenía claro que quería hacerlo— y encontré dos opciones: General Roca o Trelew. Vine primero acá, conocí la ciudad y me quedé.

—¿Qué te llevó a estudiar Derecho?

—Ya en esa época lo sentía como una necesidad. Estando preso, se había puesto en vigencia la Ley de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad, que contemplaba ciertos beneficios, como las visitas íntimas, que en la práctica no se cumplían. Leí la ley, la estudié, y desde adentro empecé a reclamar que se aplicara. No tuve respuesta. Hicimos huelgas de hambre, incluso motines, pero nada cambió. Ahí entendí que si uno no conoce sus derechos, no puede defenderlos.

—¿De qué manera te anotaste en la carrera siendo un fugitivo? ¿No había un pedido de captura?

—Sí, tenía un pedido de captura internacional. Pero había algo a mi favor: mi nombre completo —Edgardo Oscar Romero Bruno— era el que todos conocían. Entonces, cuando me inscribí en la facultad, lo hice simplemente como “Oscar Romero”. Suprimí el segundo apellido, que era el más reconocible, el materno, de Formosa, y gané anonimato. Así cursé toda la carrera. La mayoría de las materias las rendí libre. Pero cuando me recibí, para obtener el título, tuve que rectificar todas las actas de examen porque figuraban con el apellido incompleto.

—¿Cómo llegaste a ser presidente del Colegio de Abogados de Trelew?

Fue después de recibirme, cuando la causa ya había prescripto y legalmente no le debía nada a la sociedad. Ahí empecé a involucrarme en la vida institucional de la profesión. No era política partidaria, sino una forma de participación: armar grupos, para tratar de mejorar desde adentro. Así fue como, con el tiempo, llegué a ser presidente del Colegio de Abogados de Trelew.

“El delito no rinde. No se lo recomendaría a nadie”, dice Oscar

—¿Te dieron el cargo sin tener en cuenta tus antecedentes?

—Es que no lo sabía nadie. Hasta ese momento, mi pasado estaba oculto. Mis familiares, mis amigos y algunos conocidos sabían la historia, pero no era pública. Cuando llegué a ser presidente del Colegio de Abogados y me invitaban a dar charlas o a participar de eventos, empecé a sentirme en falta por no transparentar mi pasado. Sentía que no podía seguir ocultando lo que había sido. Así que un día lo conté. Necesitaba decirlo. Necesitaba que me conocieran de verdad, que supieran que había tenido otra vida, una de la que no estoy orgulloso.

—¿Y qué te pasó cuando blanqueaste tu pasado?

—Fue un desastre. Se armó un revuelo total. La noticia generó tanto ruido que se convocó a una asamblea en la que decidí dejar la presidencia del colegio. Después seguí formando parte de la institución, pero ya como síndico en la Comisión Revisora de Cuentas. Fue, sin duda, un escándalo. El mandato era de tres años, y yo estuve cerca de dos años y medio en el cargo.

—¿Hay algo de lo que te arrepientas?

Reconozco que me equivoqué. Y si pudiera volver el tiempo atrás, no haría lo que hice. De eso estoy absolutamente convencido. Sé que no se puede. Así que lo único que queda es aprender de esos malos momentos. Sigo siendo idealista. Sigo estando disconforme con la desigualdad social. La diferencia es que cuando era joven pensé que podía cambiar el mundo. Hoy ya no. Hoy soy más modesto con mis pretensiones. Trato de cambiar, aunque sea, el entorno en el que me muevo. Y si logro que mis hijos o mis nietos vivan en una sociedad un poquito mejor que la que me tocó a mí, con eso me doy por hecho.

—Decís: “Cuando era joven pensé que podía cambiar el mundo”. ¿No era más fácil intentarlo por otro camino, como una ONG, en vez de salir a robar?

—Vuelvo a decirlo: reconozco que me equivoqué. En ese momento, para mí, el eje de todo era lo económico, el lugar más visible donde se manifestaba la desigualdad. Hoy lo veo distinto. Ahora hago otro tipo de actividades sociales, de colaboración. Por eso digo que no perdí el idealismo: lo canalizo en un ámbito mucho más pequeño. Con lograr un cambio en el barrio, en la ciudad, en la provincia, ya me siento satisfecho. El delito no rinde. No se lo recomendaría a nadie. Terminás sufriendo mucho más de lo que podés conseguir. Y si algo aprendí, es que uno puede cambiar, sea cual sea la situación en la que esté. Todo depende de la voluntad de la persona. Yo pude hacerlo. Hoy tengo una vida tranquila, una vida feliz. Y me siento reconfortado de haber dejado atrás todo esto de lo que estamos hablando.

*En 2019, Oscar Romero fue condenado a 6 años y 9 meses de prisión por el delito de “tentativa de homicidio”, tras una discusión con un comerciante en Trelew. La sentencia no está firme: presentó un recurso ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN). La defensa sostiene que fue una causa armada y que la víctima se contradijo en el juicio. Romero afirma que, si es necesario, llevará el caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos.