Martina Troentle y su texto

El living tenía luz cálida, una copa de vino sobre la mesa, y una frase que no admitía réplica. “Escuchame. Hace 15 años me pasó algo – dijo Martina Troentle -. Y no me interrumpas”. La madre escuchó todo. Y después dijo lo que muchas hijas quisieran oír al romper un silencio. “No pude estar hace 15 años. Déjame estar ahora”. Así lo cuenta a Infobae ahora, con el libro Calladita ya publicado. En el texto, la joven ahora de 29 años relata los abusos que sufrió en la adolescencia y cómo enfrentó una bulimia en soledad.

Martina creció con una madre “presente, cercana y amorosa”. Un padre más distante, un padrastro que la crió desde los cinco años. Y un hermano nueve años más chico, que a los 14 años la enfrentaba con una idea imposible: ¿cómo podía él, un chico dulce e ingenuo, tener la misma edad que sus abusadores?

—Era imposible no mirarlo y pensar: mi hermano no es capaz de hacer eso. ¿Cómo otros sí?

Su papá recién lo supo cuando el libro ya estaba impreso. Martina eligió decírselo después.

—Él es más cerrado. Tenía miedo de su reacción.

Una de las ilustraciones que aparecen en el libro de Martina Troentle

Su primera respuesta fue una pregunta: “¿Y si alguien en el trabajo dice algo?”. “¿Y si te exponés demasiado?”. Martina no lo juzga. Entiende que, para él, el instinto fue protegerla. Aunque ya era adulta. Aunque ya no pedía permiso.

El relato de los abusos

Martina era una adolescente común. Iba al colegio, merendaba mirando novelas infantiles en las que las protagonistas eran “flacas como un tallarín”, como dice ahora con una risa amarga. Estaba aprendiendo a ser mujer en una Argentina en la que, según ella, “el que pesaba tres kilos más ya era el gordo del grupo”. Pero lo que no decía pesaba más que cualquier silueta.

Martina tenía 14 años cuando comenzó a vivir una secuencia de abusos sexuales por parte de chicos de su edad. Durante seis meses fue obligada a participar en encuentros donde su voluntad era anulada, su cuerpo reducido a un objeto. “Me sentí sucia, rota, completamente vulnerable. Como si mi existencia ya no tuviera valor”, escribe en Calladita, el libro que publicó este año y que subtituló con crudeza: Una historia de abusos y silencios rotos.

La violencia no terminó ahí. El abuso fue también psicológico. La extorsionaban con difundir lo ocurrido, la forzaban a faltar a clases de inglés y la aislaron de su grupo de amigas. “El acto consistía en llegar y entrar al cuarto. Uno de los dos me esperaba. Yo le tenía que hacer sexo oral y, cuando terminaba uno, entraba el otro, esperando ansioso su ‘turno’”.

Martina Troentle participó de la última edición de la Feria del Libro de Buenos Aires

Martina no habló con nadie. El miedo, la vergüenza y una feroz autoexigencia la mantuvieron en silencio. “Yo siempre fui muy buena en lo que hacía. Me había informado mucho para ocultar mi trastorno alimenticio y el dolor que tanto me aquejaba por los abusos”, confiesa ante Infobae en un bar de Belgrano.

Los capítulos de lo que vivió a los 14 años fue uno de los que escribió de madrugada, entre insomnio y rabia. mientras repasaba mentalmente cada escena como una película que no podía detener.

—Fue muy fuerte escribirlo. Porque reviví lo que me pasó.

Sentada en su casa, escribía con una urgencia que no entendía. Palabras que salían sin aviso, como si las tuviera archivadas hace años. En su computadora, en su celular, en servilletas. A veces en notas de voz que después pasaba a texto. Y a veces, en un cuaderno a mano. Empezó en diciembre del 2024 y para principios de abril el libro ya fue presentado en la última edición de la feria del libro de Buenos Aires. Por eso, el título no admite sugerencias editoriales. Se llama Calladita. Con punto final.

Abrazar a Martina

—El libro fue mi manera de abrazar a la nena de 14. Esa que nadie abrazó. Es el fin del silencio. El fin de no quererse.

El gran monstruo no fue el abusador. Fue la culpa. Así lo explica Martina en la charla con Infobae. “Pensaba que hubiese pasado si hablaba el primer día, nada de esto habría pasado. Pero no hablás. Tenés miedo. Vergüenza. Creés que es culpa tuya”, admite la joven.

Recién 15 años después, Martina le pudo contar a sus padres que había sido abusada en la adolescencia

Igual no eligió los tribunales. No hay demanda, ni denuncia. La justicia —dice— no es su lugar de reparación. Al menos por ahora. Cuando el libro salió, Martina temía lo peor. Que no lo entendieran. Que lo juzgaran. Que la miraran con lástima. Pero lo que vino fue otra cosa.

—Hoy me escriben papás diciéndome que hablaron con sus hijos sobre consentimiento. Eso, para mí, es la verdadera reparación. No un expediente. Me escribió gente que no conocía. Gente que sí conocía. Gente que no hablaba del tema hace cuarenta años.

De cada diez mensajes que recibió, seis eran relatos. Confesiones. “A mí también me pasó.” “Nunca lo conté.” “Esto me hizo hablar con mi hija.” “Le di el libro a mi sobrina.” “Recién ahora, a los 60, pude decirlo.” Martina los leía todos. A veces con alegría. A veces con una tristeza inmensa.

Martina no culpa a sus padres. No los nombra en plural ni los señala. Pero sí habla de los adultos. De todos. De los que no vieron, de los que miraron para otro lado. De los que minimizaron las señales. “Es un reclamo. No contra mis papás. Es un reclamo al mundo adulto”, explica.

—A veces no tenés una charla paciente con un adolescente porque estás cansado, porque estás apurado, porque pensás que es una pavada. Pero para ese chico, eso es su mundo. Su tragedia.

Otra ilustración que aparece en el libro de Martina Troentle

El refugio en la bulimia

Años después, cuando las secuelas del abuso se tradujeron en un trastorno de la conducta alimentaria, tampoco pidió ayuda de inmediato. “La bulimia se convirtió en mi refugio”, cuenta. Desde los 15 hasta los 25 años, Martina transitó atracones, vómitos y un sentimiento persistente de vergüenza. Su cuerpo se convirtió en un campo de batalla. “Vomitar duele. No solo porque el cuerpo se resiste, sino porque te obliga a enfrentarte a tu propia vulnerabilidad. Es tu cuerpo contra tu cuerpo”.

A los 22 años, llamó por primera vez a un centro de rehabilitación. Era un comienzo. “Hice un tratamiento largo y agotador”, escribe. Con el tiempo, y luego de varios años de terapia, logró recibir el alta.

Desde chica, aprendió una idea venenosa: no incomodar. No llorar demasiado. No decir cosas que puedan herir a otros. “Siempre fui la que no quería molestar. La que callaba para no hacer sentir mal a los demás”, sostiene.

Al momento de buscar ayuda, Martina lo hizo sola. A los 22 años, tras años de bulimia, se anotó en un centro de rehabilitación lejos de su casa, en provincia, para que nadie la viera entrar.

—Me daba vergüenza que me vieran. Me decía a mí misma: esto es una enfermedad de adolescentes, y yo ya soy grande.

Tenía 22. Pero seguía siendo aquella nena de 15 que se tragaba el miedo, el enojo, el dolor. Todo. Hasta vomitarlo. Aun en su peor momento —dos atracones por día, vómitos sistemáticos—, nunca dejó de estudiar ni de trabajar. Por las mañanas hacía una pasantía. Por las tardes, iba a su tratamiento ambulatorio. Por las noches, cursaba en la facultad.

Martina Troentle habló de su libro

—Era como una competencia conmigo misma. No podía permitirme fallar. Ni bajar una nota. Ni que nadie supiera. Yo no quería ser como esas personas que dejan de estudiar porque no pueden más. Entonces hice todo al mismo tiempo. Mi cabeza funcionaba como la de alguien con una adicción. Era mi cigarrillo, mi descarga.

El día que tuvo su primer atracón tras semanas de abstinencia, pensó que todo lo perdido volvía. “Me decía, ’ ´tiraste todo por la borda. No sirvió para nada´”. No era verdad. Pero así hablaba su cabeza. Una voz que había aprendido desde chica a tragarse todo lo que molestaba. Y a devolverlo después, sola, en el baño, como si fuera un castigo.

Había vivido toda su adolescencia escuchando frases sobre cuerpos, dietas, y formas de estar “linda”. Había aprendido que estar bien era estar flaca. Que no había espacio en la mesa para una chica que no entrara en los jeans ajustados de la moda.

No era flaca genéticamente. Y en las novelas que miraba, todas eran flacas. Las protagonistas y las antagonistas. Todas. Rehabilitarse no es sólo dejar de vomitar. Es reaprender a comer. A escucharte. A saber que no sos tu cuerpo.

Hoy, su terapeuta sigue siendo la misma que la trató en ese momento. “Sabe todo. Y si un día me ve medio en la banquina, me dice ´Cuidado, estás vulnerable´”. Porque Martina lo estará siempre. Pero ahora, sabe levantar la mano. Sabe pedir ayuda.

Carta para Martina

El momento más duro de la escritura no fue describir el abuso. Ni la bulimia. Ni la culpa. Fue escribirle una carta a la adolescente que había sido.

—Ahí me quebré. Porque no estaba contando una historia. Estaba hablándole a ella. A mí.

Esa carta, hacia el final del libro, resume todo. El dolor. La rabia. La ternura. “Todo el libro es eso: un intento de abrazar a esa Martina”, explica la joven escritora. Y de decirle lo que nadie le dijo. Que no era su culpa. Que sí valía la pena hablar. Que no merecía nada de lo que le pasó.