Hace meses, EXIT From BIG D, un disco de techno de Detroit firmado por un desconocido, Marcellus Young, llamaba la atención de los principales foros de música electrónica: se suponía que era una joya oculta desde 1994. A su alrededor se creó una historia convincente. El sonido lo era aún más. Tanto, que dudaron hasta expertos en la materia, hasta que se reveló la verdad: Marcellus Young era una IA. Entonces la cuestión fue otra. ¿No era esta la evolución final y deseada de la música electrónica? ¿No es lo que muchos imaginaron y simularon hecho realidad? Música artificial, sintética, hecha por máquinas y para máquinas. Una forma de cerrar el círculo mitológico. Muchos han fantaseado con la idea de la música hecha por máquinas. O, en el caso de Brian Eno, música hecha sin la incidencia del humano; la idea de la música generativa creada por sistemas autónomos en perpetuo cambio se exploró mucho antes de la llegada de la IA. Y ya lo vaticinó Alvin Toffler en el libro de cátedra para los creadores del techno en Detroit, La Tercera Ola (1979). La tecnología transformaría la creatividad. Pioneros como Juan Atkins, Derrick May y Kevin Saunderson pasaban las tardes leyendo ese libro para luego imaginar música que tuviera una esencia claramente cibernética pero, además, capturara el deterioro de su entorno socioeconómico. Para otros la tecnología era mera palabrería. Kraftwerk fantaseaba con música hecha por robots, pero litigaron durante dos décadas porque en el éxito Nur Mir (1997) de Sabrina Seltur, aparecía un sample —un fragmento— de poco más de dos segundos de su composición Metal on Metal. Simplificando y muy rápido: una de las bandas responsables de expandir a nivel global la vocación futurista de la música electrónica protagonizaba la mayor batalla judicial por plagio e intervención de un adelanto tecnológico en la producción musical. Porque no siempre el pensamiento futurista está relacionado con la apertura de miras. James Mtume, otro productor legendario del mundo del funk y la música disco, responsable de extender el uso de cajas de ritmos y otros adelantos en la música de baile, llamó al sampling (coger trozos de canciones para hacer canciones nuevas) “una glorificación de la mediocridad”. Bueno, incluso se refirió a ello con algo más contundente: “necrofilia artística”. Pero el problema nunca ha sido la tecnología. Ni siquiera su uso. El problema es el ego creativo. Hoy en día, en la desesperada actualidad, la música electrónica está en un estado de clara disociación: por un lado, se encuentra al frente de la resistencia contra la expansión de la IA, y por otro el uso de herramientas como SUNO y UDIO se expanden como una pandemia. Sólo en la plataforma SUNO se han creado unas 800.000 canciones a base de prompts, instrucciones. “Haz una canción que sea una oda a mi país y la cante Michael Jackson”, por ejemplo. Algunas son memes, bromas entre colegas, pero da igual: las fórmulas están tan asimiladas que hasta cuesta diferenciar qué ha hecho un productor humano y qué una red neuronal. Muchos alzan la voz a diario sobre el temido AI slop, un fenómeno que provocará que, en el futuro, el contenido basura hecho con IA saturará Internet y su ecosistema cultural hasta dejarlo en una crónica mediocridad premium. Ya hay teóricos que se refieren a ello como “el Apocalipsis Semántico” o el ruido blanco infinito que ya predijo Walter Benjamin: miles y miles de reproducciones de lo mismo, restándole significado y valor a aquello que se reproduce. Pero a muchos les falta algo de contexto: somos nosotros los que hemos optimizado nuestras creaciones para cuadrar con los designios del algoritmo, y somos nosotros quienes hemos convertido la música en fórmulas reemplazables. Otros sobrepasan el dilema interno y están contribuyendo a que estas herramientas se extiendan en la industria musical. Tenemos el ejemplo de Las Nenas, proyecto íntegramente hecho por IA que creó un grupo de pop de tres misteriosas jóvenes que no existen. Está el sello AllMusicWorks, también radicado en España, que saca pecho como primero que es en su casta: solo ficha artistas hechos con inteligencia artificial. La pregunta clave es si la posición de estos proyectos está comprometiendo aún más un ecosistema cada día más saturado y precario. Es decir, quitando espacio a músicos reales que luchan a diario con una disolución de mercado absolutamente terrible. Tan solo como recordatorio: a principios de este año la investigadora Liz Pelly publicó su libro Mood Machine, donde explora en profundidad las tácticas que Spotify utiliza en contra de los artistas. La periodista estadounidense destapa el programa secreto Perfect Fit Content, según el cual Spotify estaría financiando la creación de música hecha por productores anónimos e inteligencia artificial generativa para incluirla en las playlists que sirve a los usuarios. ¿Para qué? Para controlar el mayor volumen de regalías posible restando posibilidades a millones de artistas en el mundo. La compañía sueca está apostando por un futuro de desvinculación cultural con la música, que pasará de bien común a idioma privado. Un mundo de personalización total y escucha pasiva, basada en moods, sin contexto. Todavía no hemos llegado a eso, pero discos como los de Marcellus Young o Las Nenas ayudan a adivinar el proceso: quizá tendremos formas musicales adaptativas al entorno y a la realidad del usuario, como lo imaginó J.G. Ballard en su cuento Venus Smiles. Los optimistas de la inteligencia artificial arguyen que estas entidades no son tan distintas a nosotros. Que al final se trata de concatenar información, procesos y resultados coherentes. Quizás llegarán a los mismos dilemas en algún momento. Por ahora no tienen ningún ego creativo y solo piensan en una cosa: el futuro.