David Lynch, contra la interpretación

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Las películas no siempre despiertan entusiasmo a primera vista. A veces, hay que darles tiempo al tiempo y otras ganárselas con esfuerzo. Las de David Lynch, que murió hace unos días, todavía tienen detractores. Seguramente las seguirán teniendo, como las siguen teniendo las de Jean-Luc Godard o Andrei Tarkovski. Se entiende el porqué: no se atienen a lo que una gran mayoría entiende por una película; vale decir, una simple narración que, aunque con imágenes, se vale de las tácticas más antiguas y tradicionales de la literatura.

A Lynch, entre tantas cosas, se lo acusa puntualmente de no saber narrar o, incluso, de no saber qué quiere narrar, cuando ese es el punto ciego y misterioso de sus films.

A Terciopelo azul la definió como ‘un sueño de extraños deseos envuelto en una historia de misterio’

“El cine siempre es voyerismo”, dijo. A Terciopelo azul la definió como “un sueño de extraños deseos envuelto en una historia de misterio”. La vocación de Lynch era la de artista plástico (y realizó exposiciones hasta el final de su vida) y nada parece más legítimo que verlo como tal en tanto cineasta. El último ejemplo fue el octavo capítulo de la tardía tercera temporada de Twin Peaks donde no pasa nada de nada en términos de historia y todo en términos visuales: la obra de un pintor en movimiento.

Con cineastas así no hace falta ser monolítico. Con excepción de la primera temporada de la serie sobre Laura Palmer y la temprana El hombre elefante (de 1980, en blanco y negro), las películas de Lynch me resultaban, allá lejos y hace tiempo, antipáticas. Era un cineasta de moda (como, dicen, lo fue Godard) y eso se traducía mal y pronto como sobrevalorado y pasajero. Corazón salvaje (la primera película de él que me tocó en pantalla grande) confirmó el prejuicio. Era una road movie acelerada, a caballo del estilo onírico de Lynch, pero con el cebo del género. No la volví a ver, pero tantas escenas me quedaron en la memoria (sobre todo las de Bobby Perú, interpretado por Willem Dafoe) que imagino que solo se trató de una sobrerreacción personal contra la pátina de modernidad cool de la época.

Isabella Rosellini, en Blue Velvet (1986)

Pasados los años, uno de los rasgos distintivos de las películas de Lynch tal vez sea su cruzada –para seguir el título del famoso ensayo de Susan Sontag– contra la interpretación. ¿Por qué pasaba en una escena tal o cual cosa? Ni idea, decía Lynch, solo “sentía” que las cosas debían estar donde estaban”. Surrealista es una palabra que se le aplica con facilidad, pero que parece quedar corta. Lynch es más ominoso. La película de conversión en mi caso resultó Carretera perdida, una pieza negra y nocturna (no son lo mismo), pero fue Mullholland Drive (2001) la que rompió todos los parámetros.

Naomi Watts y Laura Harring, en Mulholland Drive: el camino de los sueños (2001)

La fobia contra la interpretación por parte de Lynch, en todo caso, se vuelve escándalo en ese opus. Mulholland Drive, carretera clave de Los Angeles, habla de manera evidente de la fábrica de sueños que es Hollywood: cuento de hada en la primera parte del metraje (cuando la protagonista llega ahí con fantasías de actriz) y terrible (cuando todo desbarranca en el fracaso).

Lynch, bien mirado, fue un poeta de vanguardia, un poeta de vanguardia en la meca menos pensada

La clave está en la mitad de la película, cuando después de una trama enigmática y muchos indicios funestos, todo cambia abruptamente de signo. La protagonista es la misma, pero es por completa otra, en presencia y carácter: si antes buscaba ayudar con candidez en un enigma policial, se reconvierte de la nada en envidiosa y resentida, por citar solo un par de sus nuevas características. Se diría que todo lo anterior estaba hecho con la materia ideal del sueño, mientras que la segunda parte se adhiere a la dura realidad de las promesas hollywoodenses perdidas. Lynch siempre esquivó confirmar esa interpretación, tan tranquilizadora. En Imperio (2006) llevó de manera más extrema esa estrategia durante ocho horas a, entre otros lugares, el Hollywood Boulevard. Para ese entonces, claro, ya había quemado las naves en favor de las imágenes que van construyendo, de cuadro en cuadro, su propia lógica. Lynch, bien mirado, fue un poeta de vanguardia, un poeta de vanguardia en la meca menos pensada.