El baile frenético que Nahuel Pérez Biscayart lleva a cabo en “El jockey” se transforma en un momento lúdico e hipnótico, una postal que combina cine, arte y teatro, un instante que la belleza le roba al pánico y a la locura, una performance sostenida gracias a “Sin disfraz”, de Virus.
Aunque suene a paradoja, el actor de “El aura”, “Cara de queso”, “Epitafios”, “Glue”, “La sangre brota” y “El prófugo” sabe de disfraces y encarnaciones varias. Desde su carisma, oficio y talento supo convertirse en uno de los mejores actores argentinos de las últimas décadas. Compartió escenario con Isabelle Huppert, desarrolló una carrera alrededor del mundo y es el único compatriota ganador de un César, la máxima distinción que otorga la cinematografía francesa.
Acostumbrado a ponerle el cuerpo al relato, en “El jockey” se entrega a la fantasía de Luis Ortega y encarna a Remo Manfredini, un jinete adicto, fugitivo, certero, con un arma de fuego en la mano, un marginado compenetrado en llevar a cabo la metamorfosis suprema para cumplir con el pedido de la mujer que ama.
Intérprete de rostro inconfundible en el que conviven el peligro, la seducción y el misterio, en medio de una gira promocional que lo tiene residiendo en aviones, se toma un tiempo para relajarse y dialogar con El Planeta Urbano.
–Desde que se lanzó el tráiler, vimos una escena de baile con Úrsula Corberó que es la puerta de entrada a “El jockey”. ¿A la hora de filmarla hubo espacio para la improvisación, o es un prodigio de la coreografía?
–Tuvimos la gran suerte de trabajar con Manuel Attwell, que es un artista multifacético, actor, cantante, bailarín, coreógrafo y performer increíble, lo queremos mucho. No hubo una coreografía fijada para el día de la filmación, pero sí algunas ideas, movimientos, ciertos guiños que se le ocurrían a Luis Ortega. Él es muy participativo, así que nos tiraba algunos pasos que le venían a la mente. La pauta inicial era no buscar un baile reconocible, evitar que se viera como un espectáculo preparado.
Queríamos que fuera un gesto de libertad y de irreverencia de estos dos personajes que se encuentran en un restaurante con toda la yunta de mafiosos, tipos de otra generación y a priori de otra escuela, y que estos pibes puedan explayar toda su libertad frente a esos individuos que los están esperando para cenar y hablar de cosas muy importantes. Ese baile sella de alguna manera el sentir de ellos frente a ese mundo. Con Manu Attwell trabajamos en abrir el espacio, disponer el cuerpo para el juego y en poder encontrar algún tipo de gestualidad que sea inesperada, incluso para nosotros.
–Ya habías trabajado con Luis Ortega en “Lulú” y ahora reincidiste. ¿Qué clase de director es Luis?
–Luis es el único director con el que trabajé más de una vez en mi vida. Es más, hay otra cosa que hicimos hace mucho, fue una serie histórica llamada “Lo que el tiempo nos dejó”, que se vio por Telefe. Ahí estuve con Sofía Gala en un capítulo sobre La Noche de los Bastones Largos. Trabajar con Luis es una experiencia muy divertida y también profunda. Intensa, de mucho trabajo y gran conexión, es un director que abre el juego de manera muy simple pero muy mística. Es un pibe de muchas y de pocas palabras a la vez: hablamos mucho, decimos poco (se ríe). Tenemos una conexión que va más allá en ese sentido, estar con Luis en el set es abrirse al juego, entregarse, hay mucha confianza. A veces antes de decir algo, el otro ya lo entendió sin necesidad de que se complete la frase.
–¿Por qué pensás que se da eso?
–Es difícil ponerlo en palabras, Luis es una persona con la cual me entiendo de manera muy rápida pero muy honda. No nos quedamos en la superficie pero tampoco hay solemnidad, no sé cómo explicarlo, ¿viste? Queda corto el lenguaje. Son esos encuentros creativos y humanos que pueden darse una vez cada seis años, cada diez o cada veinte y, sin embargo, la mística va a estar siempre ahí, por lo menos es lo que deseo si volvemos a trabajar juntos.
Luis es alguien que me lleva a lugares incómodos, difíciles, que me hace vivir experiencias espectaculares, tiene una capacidad muy sorprendente de imantar al equipo, logra que el rodaje no sea solo en el set y en el marco de la ficción, porque todo el equipo técnico queda pegado a una energía muy especial. Es un generador de atmósferas que se vuelca en la escena de la misma manera que los actores, es una comunión que crea la ilusión de que la tarea es sencilla aunque estemos haciendo cosas supercomplicadas.
–Durante parte de mi vida viví en Brasil. Cuando estaba allá era demasiado argentino para ser brasileño y cuando volví era demasiado brasileño para ser argentino. ¿Vos te sentiste alguna vez sapo de otro pozo trabajando y viviendo en distintos países?
–La verdad es que siempre me sentí sapo de otro pozo, antes de haber viajado incluso te diría (se ríe). Toda la vida me sentí un poco alien, desde chico, ¿viste? Siempre hubo una mirada medio flotante, sin sentido, un poco disociada hasta de mi cuerpo, de lo que creo que soy. Me parece que esa distancia siempre estuvo en mí. Quizás de ahí parte el hecho de que sea actor, no lo sé, pero en todo caso para mí la identidad no es un lugar de resguardo o de seguridad; al menos intento combatir esa idea.
–¿Cómo la combatís?
–No pienso a la identidad como un sustantivo sino como un verbo, como ese lugar que nunca vamos a abarcar, a acabar, a entender ni a poseer. Desde esa disponibilidad se puede producir un encuentro y una vida un poco más en armonía. Soy muy partidario de todas las ideas que tienen que ver con la simbiosis y no con la separación ni con el dominio de unos sobre otros.
–¿El misterio está en ser conocido y desconocido a la vez?
–Todo esto puede parecer un poco pretencioso pero lo digo porque viajar inevitablemente te confronta a una suerte de desconocimiento de uno mismo. Entonces te das cuenta de que lo que creías como una verdad, deja de serlo. Por ahí algo tuyo que sentías como un defecto no lo era y en otro territorio se convierte en algo buenísimo, o quizás algo que percibías como genial de tu personalidad es una mierda. Confrontarte es básicamente como estar en pareja y darle un lugar creativo a la construcción del amor. Estando con el otro, la otra o el otre uno se va a ver reflejado en las zonas más oscuras, en la belleza invisible y en ese milagro impalpable que está si uno lo deja que baje y te habite.
–¿Ese es el verdadero viaje?
–Sí, eso es viajar para mí, no desde el sentido turístico y de consumo, sino desde el sentido más profundo del pasaje, del tránsito. Volviendo a tu primera pregunta sobre la danza, hay un poco de eso en el acto de bailar. De habitar lugares impensados donde como actor no sabés qué es lo que está por pasar. Intentar producir ese accidente o cultivar esa inocencia que puede invitar a la sorpresa y a la pérdida de control, de dominio. La danza es un terreno muy fértil en ese sentido porque se suspende la palabra. Cuando el baile se corta está muy claro que terminó, con el idioma tenemos otros artilugios para protegernos. ¡Creo que me fui a la mierda! (se ríe).
–Viajamos a otro planeta pero ya aclaraste que siempre fuiste un alien.
–¿Viste? Siempre fui un alien, te dije. Quizás en la adolescencia lo viví como un peso. Ser el freak al final está buenísimo, lo freak es justamente ser libre, es lo que escapa a lo estandarizado, empecé a encontrar una potencia ahí. Explorar esos límites te lleva a otros lugares y filmar es un poco lo mismo, querer ir más allá. Hacer una película es un viaje, es armar muchas valijas para después perderlas, es planear cosas para después soltarlas, es ir a un lugar que no es tuyo ni del otro. Es un espacio colectivo que va a confrontarte y a ponerte en aprietos, te va a sacar cosas que quizás ni vos sabías que tenías. Actuar es eso, tirarse a la pileta y poder vivir ese espacio de supervivencia con gracia y picardía.
Fotos: Nora Lezano y gentileza Raquel Flotta