Ana está transitando su pubertad. Cuando llegan las vacaciones de invierno, el disfrute del receso escolar se mezcla con el dilatado aburrimiento. En esas tardes de espera, observa la larga cicatriz que atraviesa su antebrazo izquierdo: es el recuerdo de un pasado del que no quiere hablar demasiado. Sin embargo, y de repente, la larga placa de metal incrustada en el hueso late sin explicación con el pulso helado de cada mañana. Sonidos largos e interrumpidos, silencios, una extraña armonía que reverbera bajo la piel cubierta por el abrigo invernal. Con su amiga Lepa, aprendiz de organista, modelan esos inciertos compases en una “canción del latido”. Es así como Los tonos mayores, la ópera prima de Ingrid Pokropek (con Sofía Clausen como Ana y Liza Zicarello como Lepa), promete un relato de iniciación que desajusta los moldes del aprendizaje para ofrecer una búsqueda tan propia como la del mundo sensible que parece envolverla, poblado de señales indescifrables, de sonidos del más allá que se dan cita en una Buenos Aires redescubierta por la aventura juvenil y el impulso del fantástico.
“Blancas, negras, corcheas. Cada día se repite en loop una frecuencia distinta. Yo después elijo la nota, el tono para cada pulso, le doy la melodía”. Lepa explica con seriedad a la tercera integrante del terceto de amigas, Julieta, el procedimiento de la escucha y la conversión de ese misterio de latidos en canción. ¿Qué significa ese ritmo que emana del brazo de Ana? ¿Una falla en la placa de metal instalada en una lejana operación? ¿El eco de su propio corazón? Ana no lo sabe pero está dispuesta a descubrirlo en ese tiempo suspendido que se avecina, un hueco de espera y dispersión como lo eran las vacaciones en el universo de Alfred Hitchcock, una invitación a la aventura y el peligro. De los espías que persiguen al pobre Robert Donat en Los 39 escalones, o los que asedian a la familia que viaja a Marruecos en El hombre que sabía demasiado, hasta esa vida misteriosa de los vecinos que invada el reposo del curioso fotógrafo de La ventana indiscreta: todas son citas que se entremezclan en la imaginación de Pokropek y conjugan su cinefilia con la inocencia de su personaje, ávida de conocer el revés de lo visto, de conducir la magia de la ficción al devenir de la vida.
Ana vive con su padre (Pablo Seijo) desde que ha quedado viudo y juntos comparten las cenas, las películas de medianoche, los viajes por la ciudad en colectivo. Su padre es artista y prepara junto a un colega una próxima exposición de sus óleos e instalaciones. Las preocupaciones de su vida oscilan entre el mercado del arte y los circuitos de prestigio y validación que pueden dejarlo adentro o afuera, la reciente llegada de una ex novia a la que anhela reencontrar por casualidad, y la crianza de Ana, en la antesala de una adolescencia que la torna grande y casi inalcanzable. Por ello Ana ensaya su propio camino en esas nuevas vacaciones, una incipiente emancipación que tiene a los latidos y el misterio de su origen como verdadero impulso de su peregrinación. En el Planetario descubre que un arquitecto fue inspirado por Crónicas marcianas de Ray Bradbury para el diseño de ese edificio que atenta contra las leyes de la gravedad. ¿Y si las emanaciones de su placa fueran en realidad un mensaje de inteligencias superiores? ¿Un encuentro muy cercano de algún tipo?
La directora surgida de la usina de El Pampero, productora de películas como Trenque Lauquen o Clementina, inspirada quizás en los aromas que perfuman desde Historias extraordinarias a La Flor de Mariano Llinás, asume ese universo narrativo extendido, amalgamado entre guiños cinéfilos y literarios, que transforma el territorio conocido, las calles de Buenos Aires y la frontera con el conurbano, en un territorio fantástico, una Aquilea nocturna en la que Ana descubre lo imposible. El encuentro con Pablo, un estudiante del Liceo Militar, la conecta con el código morse: puntos, líneas y silencios dibujan una serie de mensajes incomprensibles. “¿5-C-Buey?” se pregunta Ana, incrédula de lo que la frecuencia parece sugerirle. Un cielo estrellado que se puebla de luces titilantes, que se prenden y se apagan, como los ojos de un fantasma que aparece en una de las pinturas de su padre archivadas en un desván. ¿Será que aquella placa que forma parte de su cuerpo ha interceptado una señal ajena, destinada a otros que anhelan comunicarse? ¿Quiénes son los interlocutores que intercambian mensajes tan extraños? ¿Dos espías rusos escondidos en Buenos Aires? ¿Dos amantes clandestinos?
Preguntas sin respuestas para Ana que no descansa en su investigación. Y mientras ella mira ese mundo caótico que asoma a través de la ventanilla del colectivo, los demás parecen seguir con sus vidas. Lepa con sus ensayos y composiciones, su cita con el chico que le gusta, para el que se arregla y se concentra ante todos los espejos. Su padre en el reencuentro con Mariana (Mercedes Halfon), en las expectativas de la nueva exposición. “No me olvides” es uno de los mensajes que parece repetirse en los envíos de ese extraño más allá. “No me olvides”, como un pedido de auxilio, como una demanda con aires poéticos, como una desgarrada declaración de amor. “No me olvides” también como la flor, como un ofrenda de eterna permanencia frente a todo lo que cambia: la vida humana, los amores adolescentes, los vaivenes del arte. Ana se aferra a eso que la invoca desde el más allá, a lo que nace desde su interior y puede desaparecer cuando le remuevan la placa de metal de su infancia, ahora que ya es grande, que se ha despedido sin darse cuenta de aquella lejana niñez.
Los tonos mayores conjuga muchas búsquedas en una armonía mágica y juguetona: la de Ana y el sentido de ese llamado; la de su padre y la posibilidad de un nuevo amor; la de los adolescentes en la curiosidad por el mundo; y también la de los amantes desencontrados, que podrán unirse por una providencial intervención. Pero no pierde sus aires de comedia pese a la exploración del duelo y la pérdida. Personajes que se mueven sin parar, que vislumbran en el caos del mundo un ordenamiento singular, señales dispersas que marcan un camino, que delinean un destino siempre provisorio. Aventureros que no les temen a los acontecimientos, que sacuden sus miedos y reservas para desafiar lo desconocido. Como en el cine de Hitchcock de hombres ordinarios en situaciones extraordinarias, la película de Ingrid Pokropek nos invita a asomarnos al revés de lo que vemos, a escuchar ese latido incierto que nos acompaña siempre, desde el más allá o el más acá, solo para que no lo olvidemos.