Puede ser una jugada, una salvada, una atajada o un gol. Es un momento determinado en un partido, que va a quedar adherido a la vida de un futbolista. Pero esa puede ser una burda retrospectiva o una simpleza. La carrera del jugador se compone de mucho más, aunque ese instante sea ineludible. En el caso de Mauricio Pineda, quedará por siempre el momento, reservado para pocos, más tratándose de un defensor, de convertir un gol en una Copa del Mundo, como fue aquel ante Croacia en Francia ’98. Sin embargo, tiene una historia muy interesante para contar, dentro y fuera del mundo de la número cinco.
El reencuentro con Mauricio. Una vida con ciertos puntos de contacto, como haber compartido las mismas aulas, en el querido colegio Don Bosco del barrio de Congreso y el hecho de haber iniciado casi al mismo tiempo nuestras carreras, que nos llevó a cruzarnos varias veces. Ahora él vive en la tranquilidad de Santo Tomé, en la provincia de Corrientes: “Una vez que me retiré, en enero de 2005, tomamos con mi esposa esta decisión y, veinte años más tarde, me doy cuenta que fue la correcta, sobre todo por donde crecieron nuestros hijos, que ya tienen 19 y 17, pero se criaron en un buen ambiente. Me casé en octubre de 2004 y al poco tiempo de conocer a mi suegro, me sugirió la posibilidad de invertir en esta zona, porque él se dedicaba a la actividad rural. Compré el campo sin verlo (risas). Me vine de vacaciones en enero y me encantó el estilo de vida. Hice una gran pretemporada con Colón, pero no se dio. Sentía que ya había podido cumplir todos los sueños que había tenido en el fútbol desde que era chico. A partir de ahí me enfoqué en el tema de la ganadería y me salvó, porque hubiese sido bravo dejar de un día para el otro, sin tener una ocupación. Tuve que empezar desde cero, pero me fue bien”.

El corte con el fútbol fue abrupto, aunque tuvo la posibilidad de seguir ligado. Sin embargo, tomó otro camino: “Siempre fui jugador de Jorge Cyterzspiler, y él me decía que cuando me retirase, me sumara a su equipo de trabajo como representante. Pero yo veía el ritmo que tenían y no quería meterme en eso. Jorge, por ejemplo, llegó a tener tres celulares al mismo tiempo. Era una locura total. Le planteé a mi esposa las dos posibles opciones: irnos a la tranquilidad de Santo Tomé, sin ninguna seguridad, o quedarnos en Buenos Aires, pero vivir a ese ritmo electrizante. Ni lo dudamos. Acá es otro mundo. Ella siempre me carga porque yo dormía poco, y ahora hago siempre la siesta”.
El amor al fútbol, para aquel pibe que vivía en el barrio de San Cristóbal, había venido desde chico, hasta que llegó el gran momento: “Mi llegada a Huracán se dio medio de suerte, porque no hice inferiores. Me fui a probar con 16 años, con poca experiencia en cancha de 11, porque jugaba fútbol de salón en Boca. Llegó ese día y, como soy diestro, el técnico me puso de puntero derecho. Cuando llegó el momento del primer partido, el lateral izquierdo estaba suspendido y el entrenador, de apellido Roldán, me dijo si me animaba a actuar en esa posición. No tuve ningún problema, por supuesto. Entré y no salí más, porque hacía toda la banda, ya que el fuerte mío siempre fue el despliegue físico. No fui un fenómeno jugando, pero por esa velocidad que tenía, creo que fui un buen acompañante, sobre todo cuando picaba y le hacía el espacio a los habilidosos, como Huguito Morales en el Globo”.
El ansiado debut en primera estaba muy cerca. Y el aviso llegó de la manera menos esperada, como para el cuento escribiese otro capítulo: “Estaba terminando el secundario a fines del ’93, preparando con mis compañeros la fiesta de egresados. En ese momento, debutó Héctor Cuper como técnico de Huracán y perdió 5-0 contra Platense. Para el partido siguiente, le pidió a Claudio Morresi, entrenador de las inferiores, si le podía recomendar un marcador de punta izquierdo de las inferiores, para la última fecha del año, contra Mandiyú. Yo estaba en quinta y me llegó la citación. Concentré con Víctor Hugo Delgado. Fui al banco, pero no entré. Cuando llegamos al vestuario, vi mi nombre en la lista que estaba publicada con los que, a partir del 5 de enero, formarían parte de la pretemporada. Yo era el cuarto número tres, porque delante estaban Unali, que de golpe se fue a Colón, Brítez, que rescindió el contrato y quedamos mano a mano con otro chico de las inferiores peleando el puesto. Logré quedarme con la titularidad, desde el debut oficial, que fue el 26 de febrero de 1994 contra Central en Rosario, donde empatamos 0-0”.

Héctor Cuper ya estaba armando ese muy buen equipo de Huracán, que acarició el título del Clausura 1994, donde Pineda fue una pieza clave, hasta la llegada de una inoportuna lesión: “Jugué las primeras diez fechas hasta que me desgarré y ahí el técnico decide poner a Corbalán, que era segundo marcador central en mi puesto y a su posición fue Couceiro. Ellos quedaron firmes ahí hasta la última fecha donde se nos escapó la chance de ser campeones contra Independiente. Disfruté como pocas veces, porque nunca más integré un grupo tan lindo como ese”.
La apasionante y pareja definición de aquel campeonato fue a dos meses de la traumática eliminación de Argentina en el Mundial de Estados Unidos. Se fue el Coco Basile y en su lugar asumió Daniel Passarella, que rápidamente puso sus ojos en Pineda: “Tenía solo 19 años cuando me convocó por primera vez, para un amistoso en Mendoza. Enseguida quedé dentro de ese grupo, porque también participé de los Panamericanos de Mar del Plata, los Juegos Olímpicos de Atlanta, la Copa América de Bolivia y el Mundial de Francia. La confianza que me tuvo, creo que se la devolví dejando todo en la cancha. También fue clave en mi carrera, porque Mauricio Macri lo consultó cuando Boca quería comprarme y dijo que sí”.
Tiempos tumultuosos para los Xeneizes. Macri llevaba menos de un año como presidente y Carlos Salvador Bilardo era el entrenador. Tras un Clausura que se le esfumó con grandes chances y con un gran equipo, donde estaban Maradona, Caniggia y Verón, entre otros, habían decidido armar un nuevo plantel. Llegaron muchos jugadores. Algunos con el torneo empezado, como en el caso de Pineda: “Habíamos disputado ya las tres primeras fechas en Huracán junto a Hugo Guerra y, como el libro de pases seguía abierto, pasamos a Boca. Firmamos el contrato un jueves tipo siete de la tarde. Cuando terminó el trámite nos dijeron que Bilardo nos estaba esperando para entrenar (risas). Y así fue, por supuesto. Nosotros dos solos con él en medio de la Bombonera. Me tuvo sacando laterales y pateando córners, algo que nunca había hecho (risas). Apenas tres días después debutamos contra San Lorenzo. Y dos semanas más tarde viví una experiencia única, como hincha de Boca, que fue ganar el clásico sobre la hora con el nucazo de Guerra. Realmente sentí que la cancha tembló en ese momento. Además, para ser sinceros, nosotros no le podíamos ganar nunca a ese River (risas)”.

Fueron apenas cuatro meses con el doctor, pero bastan para que las anécdotas no terminen ahí: “Me llevé espectacular con él, era un fenómeno. Entrenábamos por la mañana y no siempre por la tarde todos, sino que hacía trabajos puntuales con el grupo de delanteros, volantes o defensores. Un día vimos que en el pizarrón decía que solo teníamos que quedarnos Néstor Lorenzo y yo. Nadie más. Rarísimo. Fuimos al vestuario, nos cambiamos y cuando salimos a la cancha, estaba lleno de chicos de las inferiores, todos en la mitad de cancha con un montón de pelotas. Carlos nos llevó hasta el área y nos dijo: ‘Ustedes salen jugando demasiado. Así que ahora les van a tirar la pelota y así, como viene, la tienen que tirar fuera de la cancha (risas)’. Me pasé una tarde así. Una locura. También siempre rescato que era una persona que sabía una barbaridad de fútbol y como ejemplo cuento que cada charla técnica era una radiografía exacta de lo que después pasaba en el campo. Era un estudioso absoluto. A la fecha siguiente del Superclásico jugamos con Ferro en Caballito. En la previa nos dijo de Piaggio: ‘Tiene un partido bueno cada seis meses, en el resto, más o menos. Esperemos que no sea hoy’. Fue esa tarde (risas), porque perdimos 3-1 con tres goles de él. Un personaje extraordinario”.
Bilardo dejó el cargo a fines del ’96 y en su lugar llegó el Bambino Veira, concretando un viejo sueño boquense, que no se había podido concretar en algunas ocasiones anteriores. Fue el mejor momento de Pineda con esa camiseta: “Tuve seis meses espectaculares, donde estaba impecable desde lo físico y me salían todas. Recuerdo un partido contra Gimnasia en la Bombonera, que ganamos 6-1, donde Manteca Martínez hizo cuatro goles. En un diario a él le pusieron 10 puntos y a mí también. Era una locura lo que corría”.
Los resultados que no acompañaron a Bilardo, también le estaban dando la espalda a Veira. Sin embargo, a medidos del ’97 se produjo el último regreso de Maradona, donde Pineda se dio el gusto de compartir equipo con él: “Son de las cosas más lindas que uno puede recordar. En México ’86 yo tenía 11 años y ahora lo tenía ahí, compartiendo una mesa en la concentración o un entrenamiento. Cuando lo puede conocer, me di cuenta que era más extraordinario de lo que suponía viéndolo desde afuera. Era super humilde y de aconsejarnos mucho. El año anterior, lo había enfrentando en la cancha de Huracán. Antes del partido, todos hicimos una fila para sacarnos una foto con él. Yo esperaba y veía que no hablaba casi con ninguno. Cuando llegó mi momento, me abrazó y dijo: ‘Pinedita: seguía así, que estás jugando muy bien’. No podía creerlo. Tenía una personalidad y un aura únicas. Me sorprendió lo que me afectó su muerte. Yo no soy de llorar mucho, pero ese día no podía parar y, hasta el día de hoy, cuando veo algún homenaje, me pasa lo mismo”.
Francia ’98 estaba en el horizonte y allí Passarella armó un plantel con muchos jóvenes que habían sido parte de su proceso desde el inicio. Mauricio Pineda fue uno de ellos, dándose el gusto de decir presente en una Copa del Mundo: “No lo hubiese pensando de chico que podía llegar a pasarme y a los 22 años. En el segundo partido ante Jamaica entré en el segundo tiempo y en el cierre de la fase de grupos, fui titular frente a Croacia. Ya en el momento del himno, pensando que mi familia lo miraba por televisión desde Buenos Aires, estaba hecho, no podía pedir más nada. Difícil de igualar como sensación emotiva. Pero llegó la frutilla del postre que fue el gol. Corté en la mitad de la cancha y me fui al ataque, sin que nadie me siguiese. El Burrito Ortega me dio un gran pase, la paré con el pecho y definí por el costado del arquero. Metí pocos goles, pero nunca fui de salir corriendo como un loquito a festejar. Ese día sí. Y el primero que viene a abrazarme fue nada menos que Batistuta, al que miraba como hincha en el Boca del ’91. No tengo dudas que en ese Mundial estábamos para más. Contra Holanda ingresé en el segundo tiempo y cuando parecía que íbamos al tiempo extra, llegó esa jugada letal. Nos había pasado algo similar en la final de los Juegos Olímpicos de Atlanta contra Nigeria. Es tremendo quedar abajo en el marcador con tan pocos minutos por delante, porque no te da la chance de recuperarte. Son detalles, pero muy dolorosos”.

Eran tiempos de asentarse en el fútbol italiano para Mauricio. Lentamente fue haciendo su camino allí, sobre todo con la camiseta de Udinese. Estando en ese equipo vivió una situación muy especial en 1998: “Siempre me gustó ir al arco, pero por la estatura era imposible. Llegó un partido clave, porque estábamos terceros y enfrentábamos al Inter, que iba segundo. Perdíamos 1-0 y expulsaron a nuestro arquero por una mano fuera del área. No dudé en ponerme el buzo y los guantes. El tiro libre lo pateó nada menos que Ronaldo y no pude hacer nada. Metió el gol, pero me di el gusto después de descolgar un centro y que me ovacione el Giuseppe Meazza”.
El periplo europeo, con tres etapas en Udinese, más el paso por Mallorca, Nápoli y Cagliari, culminó a mediados de 2003, cuando sintió que era el momento de regresar al país. Llegó a un buen equipo de Lanús, dirigido por Miguel Ángel Brindisi, donde apenas disputó cinco partidos en el torneo Apertura de ese año. Luego vino la posibilidad de Colón, pero su cabeza ya estaba fuera del fútbol. Habían sido 10 años exactos de muchas vivencias. Era el momento de la familia y la tranquilidad.
Como suele pasar en muchos casos, la palabra saturación dijo presente: “Desde el día que me retiré, estuve siete años sin tocar una pelota. Volví de a poco, por los amigos que había hecho acá en Santo Tomé, que me empezaron a insistir. Pero al poco tiempo, me lesioné la rodilla, porque acá se juega medio a lo bruto (risas). Allí perdí nuevamente las ganas. Ahora voy, pero a verlos a ellos, nada más. Lo mismo me había pasado con el hecho de verlo por televisión. No quería saber nada. Hasta que apareció el Barcelona que dirigía Guardiola, con Messi y todos los genios. Eran dos horas de lujo, con algo que parecía imposible que pudieran jugar así. No va a haber un equipo igual”.
Los hijos fueron creciendo en esa paz y armonía que Mauricio soñó junto a su esposa hace dos décadas. Ahora quizás sea un nuevo tiempo, con otros horizontes. Le tocó atravesar una muy linda época de nuestro fútbol, donde se codeó con apellidos ilustres, que le dejaron un inagotable baúl de recuerdos, que, con la misma amabilidad de aquellos tiempos, cuando ambos comenzábamos, nos dejo abrir. Pineda, el del gol a Croacia. Sí, pero mucho más que eso. El que logró hacerle el gol más importante: ser feliz en la vida.







