En los últimos meses, el mundo de la música se convirtió en uno de los focos más encendidos del debate global sobre la inteligencia artificial (IA). La tensión estalló cuando más de mil artistas, desde figuras históricas como Paul McCartney hasta nombres actuales como Dua Lipa y Ed Sheeran, denunciaron que las grandes compañías tecnológicas estaban entrenando modelos de IA con obras protegidas sin pedir permiso ni ofrecer compensación económica alguna.
IA en la música: las medidas que tomaron los artistas
La acusación sobre los derechos de autor abrió una discusión que ya no se limita a lo tecnológico: habla del valor del arte, de la identidad de los músicos y de la amenaza real de que sus voces puedan ser replicadas, reemplazadas o directamente ignoradas.
Paul McCartney fue uno de los primeros en advertir que la IA “podía robar la creatividad” de los artistas si la ley no los protegía adecuadamente. Su protesta tomó una forma tan simbólica como contundente: participó en el lanzamiento de un álbum casi silencioso, un disco compuesto por pistas vacías, ruidos de ambiente y estudios sin músicos.

La obra, titulada “Is This What We Want?”, funciona como una metáfora del futuro que temen los creadores: un paisaje sonoro sin músicos humanos, donde el silencio es lo único que queda cuando las máquinas ocupan su lugar. Los títulos de las canciones forman un mensaje directo dirigido al gobierno británico, que evalúa flexibilizar sus leyes de copyright para permitir que las empresas de IA utilicen obras protegidas, excepto cuando los artistas opten explícitamente por excluirse.
Para la industria musical, ese cambio sería devastador: convertiría al “no consentimiento” en la norma, dejando a los creadores en una posición vulnerable frente a empresas con recursos infinitos.
El impacto de la IA en la industria musical
El gesto no quedó solo ahí. A través de una carta pública, músicos de distintas generaciones, desde Kate Bush y Elton John hasta Hans Zimmer y miembros de Radiohead, The Cure o Pet Shop Boys, exigieron transparencia total sobre los materiales usados para entrenar sistemas de IA.
El pedido es simple: saber qué obras se utilizan, con qué criterios y bajo qué acuerdos. La desconfianza creció en paralelo al auge de los deepfakes musicales, capaz de clonar voces icónicas y producir canciones “nuevas” que imitan a artistas reales sin su autorización. Para muchos, ese fenómeno no es solo una curiosidad tecnológica: es una amenaza directa a la identidad artística y a la posibilidad misma de vivir de la música.

El temor más grande dentro del sector no es que la IA componga melodías, sino que se apropie del trabajo humano para generar productos ilimitados a un costo casi nulo. Con modelos cada vez más sofisticados, la frontera entre inspiración y copia se vuelve difusa, y el riesgo de saturar el mercado con canciones generadas automáticamente podría devaluar el trabajo de quienes, durante años, dependen de regalías, derechos y licencias para sostener su carrera.








