
Lionel Scaloni generó una verdadera revolución en la selección argentina. Con Pablo Aimar, Roberto Ayala y Walter Samuel como laderos, le reabrieron las puertas a los títulos, con una identidad que brota de los potreros albicelestes, y la humildad y el trabajo como banderas. Detrás de este líder sensible, de lágrima fácil, cultor de armar buenos grupos (ya desde su época de jugador) y simple tanto en el discurso como en lo que demanda de sus dirigidos, hubo un niño y adolescente revoltoso. Sin maldad, pero siempre dispuesto a la travesura. Así quedó al descubierto en el imperdible libro “Scaloni, biografía oficial”, escrito por el periodista y escritor Diego Borinsky.
Aquí, cuatro historias que reflejan las diabluras del Scaloni joven, cuando con el pelo largo desandaba los campos de juego de Pujato, antes de su debut en la élite con apenas 16 años en la Primera de Newell’s.
El loco… de la pirotecnia
Nuestro protagonista ha sido un hombre inquieto desde pequeño. Ya veremos que en su currículum tiene más escuelas donde estudió que clubes a los que dirigió. Uno de sus pasatiempos predilectos era la pirotecnia. “Mi papá decía que, si queríamos comprar cohetes para Navidad, teníamos que vender lechones -repasa-. La faena era horrible, es el día de hoy que no me gusta cómo se mata a los animales. Eso, igual, lo hacía mi hermano; yo después los metía en la lata de agua hirviendo y lo pelaba con una bolsa de arpillera, todo para ganar unos pesos y poder comprar cohetes. Los chanchos eran nuestros. En los pueblos era normal que la gente venda, íbamos preguntando casa por casa, ya vas teniendo tus clientes. Con el tiempo me puse un kiosquito en la casa de mi abuela, con una ventana que daba afuera, y ahí vendía cohetes y petardos. Los íbamos a comprar a la fábrica, que estaba en Álvarez, a 20 minutos de Pujato, porque ahí teníamos ventaja de precio y podíamos hacer la diferencia. Siempre me gustaron los cohetes. Cuando íbamos a las carreras de TC con mi tío, mi viejo y mis primos, llevábamos bombas de estruendo, las tirábamos abajo de los camiones y hacían un ruido tremendo, cosas de chicos. La gente que dormía en los camiones se asustaba y mi viejo nos recagaba a pedos… Cuando se enteraba, claro”. A Leo le gustaba hacer lío.
El loco… de la moto
-Era un loco de la moto, siempre me gustaron. Todos mis amigos tenían moto y yo le insistía a mi viejo para que me comprara una; el tema era que nosotros no teníamos capacidad económica. Al final, con mucho esfuerzo, le compró un scooter a Di Prinzio, un amigo de la familia que nos dio facilidades, nos dejó pagarla como en 20 cuotas. Después cambiamos por una Honda MX, tipo cross. A mí me encantaba hacer la Gran Willy y llevarla en una rueda muchos metros. Una locura. Iba enfrente del boliche, me creía el vivo del pueblo, hasta que una vez me enganchó el cordón de la zapatilla en la palanca de cambios, me giré y rompí toda la moto. encima la teníamos a medias con mi hermano. Mauro estaba recaliente.
-¿Tus viejos no te decían que dejaras de hacer eso?
-A me viejo le comentaban: “Mirá que el Leo es un loco con la moto, la lleva en una rueda”, y él les contestaba: “Nooo, no puede ser, si mi hijo está jugando en Newell’s, ¿cómo va a hacer eso?“. No les creía, hasta que un día ellos iban a Rosario con mi viejo en el auto y yo venía en contramano, en una rueda, por la banquina, jaja, y los crucé de frente.
-¿Te reconocieron?
-Claro, ellos a mí y yo a ellos. Me fui a casa; mis viejos pegaron la vuelta, entraron, me sacaron la llave, no me dijeron nada y volvieron a rumbear para Rosario. Pasaron unos días, me agarró hepatitis y un día, desde la habitación, vi estacionar un Fiat 147 blanco. Se bajó mi viejo. “¿Qué es eso, papi?“, le pregunté. ”El auto para ustedes, les vendí la moto, nunca más la moto, ahora usen esto», me contestó. No tenía ni pasacasete, jaja, pero le fuimos agregando cosas, la música, las llantas, también lo ploteamos. Siempre fui un loco de las motos, de los autos y de las carreras. Después íbamos a hacer picadas con el Fiat a los pueblos de al lado, a Fuentes, Casilda, Zavalla; ahí las picadas estaban autorizadas, entre comillas, en una zona determinada y a un horario pautado también. A veces íbamos a entrenar a Rosario en ese auto.
-¿Qué edad tenías?
-Y… 13 o 14 años. En esos pueblos empezás a manejar a los ocho años, o por ahí. Pero era otro mundo, otra época, otras costumbres, hoy eso no existe. En Rosario no entendían cómo íbamos con mi hermano manejando desde Pujato, cuando no estaban nuestros papás, pero de algún modo siempre íbamos a entrenar. Igual quiero aclarar que eso está mal, está muy mal.

Tarjeta roja en el colegio
De la escuela 227 de Pujato lo invitaron gentilmente a retirarse después de que el muchacho no se le ocurrió mejor idea que tirar unas actas al inodoro.
-La directora de la escuela llamó a mis padres y les dijo: “Lionel no va más acá, se lo tienen que llevar”. No pasaba por el rendimiento, sino porque era insoportable. Boludeaba, tiraba cosas, molestaba a los demás y la gota que rebalsó el vaso (o el inodoro, en realidad) fueron las actas. Estaba en tercer año y no había otro colegio en Pujato que me pudiera aceptar, sí había uno en coronel Arnold, un pueblo de 800 habitantes, al que se iba por un camino de tierra, porque por ruta eran como 40 kilómetros. Iba en la moto, llegaba a Arnold a las 7 y media de la mañana haciendo un ruido infernal. Cuando llovía, a veces mi viejo me prestaba el camión y aparecía tocando bocina. Imaginate un pueblo de 800 habitantes con la bocina de un camión a tope, ja ja. Despertaba a todo el pueblo.
-No quedó claro cómo descubrieron que habías sido vos el que tiró las actas al inodoro.
-Y… No había muchas más opciones. En la escuela era el único que podía hacer algo así.
A confesión de parte…

La marca del kamikaze
-En cada conferencia de prensa que das, suelo detenerme en la cicatriz que tenés arriba de la ceja izquierda, ¿de cuándo es?
-Esta me la hice jugando en Newell’s, no sé, a los 10 u 11 años. Fue en ADIUR, una cancha de Rosario. En esa época tenías que firmar planilla en una mesa que ponían al costadito de la cancha, cerca de la línea del medio. Y la mesa la dejaban ahí; supongo que eso habrá cambiado ahora. La cuestión fue que en una jugada venía corriendo con todo, pasé de largo y me pegué con el borde de la mesa en la ceja.
-¿Te asustaste? ¿Lloraste mucho?
-Nooo. Yo seguí jugando… Era un guerrero, un kamikaze, me pusieron la gotita, pegaron y seguí jugando. El problema fue que después, cuando me pusieron los puntos, me metieron uno menos y por eso quedó la cicatriz acá, que todavía se nota, sonríe el DT, mientras se pasa un dedo por la marca que aún perdura.








