
Recoleta es un punto azul del planeta, y no solo por ese cielo turquesa que encandila. En todo el barrio hay 140 personas que tienen entre 98 y 110 años, y en la cuadra delimitada por Alvear, Callao, Ayacucho y Posadas viven cinco centenarios: la mayor concentración de toda la ciudad.
Acá el tiempo parece durar más. A media mañana, las mesas de La Biela se llenan de vecinos que caminan despacio y se saludan por el nombre. Un mozo acomoda tazas sobre un mantel blanco. El inmenso ombú también es centenario. Los jacarandás dan sombra a una manzana donde, según el Censo 2022, el 13,87% de los vecinos tiene más de 80 años.
Unas cuadras más allá, del otro lado de las vías, en el barrio Mugica, la mitad de los habitantes son niños y adolescentes; solo 172 personas superan los 80.
Las ciudades y los países envejecen de manera desigual, por zonas y territorios, como si el tiempo también tuviera fronteras. Pero no se trata solo de riqueza o pobreza: la longevidad no se mide por ingresos, sino por calidad de vida, acceso a la salud, vínculos y entorno.
La Organización Mundial de la Salud calcula que apenas el 20% de nuestra salud depende del ADN. El resto se define fuera del cuerpo: en la vivienda, el aire, la comida y los afectos.
Estamos creando una nueva forma de desigualdad: la del tiempo. Vivir más no depende de la genética, sino del lugar donde se vive.

El tiempo como nueva frontera de desigualdad
Un informe de la Organización Mundial de la Salud advierte que la expectativa de vida puede variar hasta 33 años entre distintas zonas de un mismo país, dependiendo del nivel educativo, el acceso a servicios básicos y la calidad ambiental.
En Estados Unidos, el Robert Wood Johnson Foundation lo resume con crudeza: “Dime dónde vivís y te diré cuántos años vas a vivir”. En Chicago, una línea de metro separa barrios con tres décadas de diferencia en la esperanza de vida.
La ciencia confirma lo que la intuición urbana ya sabía: no nacemos desiguales solo en dinero, sino en tiempo.
Un estudio publicado en Nature Medicine por la Oxford Population Health halló que los factores ambientales —pobreza, educación, contaminación, comunidad— tienen un impacto diez veces mayor que la genética en la longevidad.
La OCDE llegó a la misma conclusión: los determinantes sociales de la salud a lo largo de la vida son los que deciden cuánto y cómo se envejece.
No es solo cuánto se vive, sino cuán acompañado, conectado y con cuánto sentido se viven esos años.

El territorio y la biografía social del envejecimiento
Aurora vive en Saavedra. Cumplió 100 años en diciembre y pidió que, en lugar de regalos, sus vecinos llevaran alimentos para la iglesia del barrio. Dice que de Saavedra nunca se fue: aún recuerda el tranvía sobre el puente del Arroyo Medrano y la leche repartida en botellas. A la misma hora, Beatriz —de 74, en Vicente López— sale a caminar antes de su clase de pilates. En ambas, la rutina es un espejo de un país que se hace mayor de manera desigual: el envejecimiento se volvió una biografía social.
Según la CEPAL, la diferencia de esperanza de vida entre los sectores más ricos y los más pobres de América Latina supera los doce años. El divulgador Santiago Bilinkis lo dijo con precisión quirúrgica: “La muerte se está volviendo una cuestión de clase”.
En Parasite, la familia rica cena frente al ventanal mientras afuera cae la tormenta; abajo, los Kim corren por un túnel inundado para salvar lo poco que tienen. Dos techos, dos futuros. ¿Cuáles de ellos llegarán a cumplir cien años?
Las fronteras internas argentinas
En la Argentina, la longevidad también tiene límites invisibles.
Según los Indicadores Básicos 2023 del INDEC, hay más de cinco años de diferencia entre nacer en la Ciudad de Buenos Aires o en el norte del país.
En Recoleta, las mujeres viven en promedio 82 años; en Formosa o Chaco, poco más de 70. La desigualdad no está solo en los ingresos, sino en el aire, el agua, las veredas, el transporte y la posibilidad de acceder a un médico antes de que la enfermedad avance.
En Neuquén o Río Negro, donde la red de servicios básicos cubre a casi toda la población y las tasas de empleo son más altas, la expectativa de vida se acerca a los 80 años. En los barrios del conurbano o en el NEA, los cortes de agua y la falta de transporte pueden recortar la vida tanto como una enfermedad crónica.
Envejecer bien depende tanto del entorno como de los hábitos: del barrio que se habita, de las relaciones que se construyen y de la red que se sostiene.

Vivir más, pero no mejor
En 1950, la expectativa de vida mundial era de 46 años; hoy supera los 73. Pero la pregunta ya no es cuánto más viviremos, sino cuántos efectivamente llegarán a una vejez larga y saludable.
El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) advierte que para 2050 el 25% de la población de América Latina tendrá más de 60 años, pero la mayoría lo hará sin cobertura médica ni seguridad económica.
En la Argentina, el 64% de las jubilaciones depende de moratorias, y solo tres de cada diez varones y una de cada diez mujeres completan los años de aportes.
Chile y Uruguay lideran la región en longevidad —más de 82 años promedio—, pero también en desigualdad interurbana.
Envejecer, en el sur del mundo, implica hacerlo con menos Estado y más incertidumbre.

La biotecnología como frontera
El CEO de Anthropic, Dario Amodei, asegura que la inteligencia artificial podría duplicar la expectativa de vida humana en una década. Pero incluso él reconoce que esa revolución no será para todos.
Mientras en Silicon Valley se prueban terapias génicas, relojes que miden el envejecimiento celular y cápsulas antisenescencia, en los hospitales públicos de Laferrere o José C. Paz falta medicación para la presión arterial.
El economista francés Thomas Piketty advirtió que la desigualdad tecnológica puede ser tan grave como la económica. “La inmortalidad será el privilegio más obsceno del capitalismo”, escribió la filósofa Évelyne Pieiller.
La frontera de la biotecnología ya no es la muerte, sino quién puede pagar para retrasarla.
Las zonas donde la vida se estira
Okinawa, Icaria, Cerdeña, Nicoya y Loma Linda son las llamadas Zonas Azules. Como en la Recoleta, allí los centenarios se multiplican sin cirugías ni cápsulas milagrosas.
En Icaria, las mesas se arman al aire libre y la sobremesa dura más que el vino. En Okinawa, los amigos del moai se visitan sin cita ni excusa. No hay apps, hay presencia.
El periodista Dan Buettner lo resume así: “La gente más longeva del mundo no piensa en vivir mucho; piensa en vivir juntos”.
Según Bloomberg Health, esas comunidades tienen un ingreso per cápita menor que las capitales, pero tienen cinco veces más centenarios. El capital que prolonga la vida se llama comunidad.
En Rosario y Medellín ya se ensayan modelos similares: veredas caminables, huertas vecinales, viviendas intergeneracionales. En Barcelona, el Ayuntamiento financia cafés de barrio para mayores que viven solos.
Mientras tanto, en nuestras ciudades, la soledad y el estrés son epidemias silenciosas. Tal vez no nos falte colágeno, sino sobremesa.

La desigualdad emocional del envejecimiento
Las estadísticas muestran que las mujeres viven más, pero en peores condiciones económicas y emocionales. En América Latina, el 60 % de las personas mayores que viven solas son mujeres.
La OMS calcula que la soledad no deseada incrementa el riesgo de muerte prematura en un 30%.
En Call Me by Your Name, el padre le dice a su hijo: “Nos quedamos tan poco tiempo con las cosas buenas que deberíamos ser más generosos”. Es un consejo sobre el amor, pero también sobre la vida: aprender a cuidar lo que el tiempo nos deja.
El filósofo Byung-Chul Han lo llama el impuesto de la sociedad del rendimiento. Envejecer, hoy, es un acto de resistencia emocional.
En Suecia, el sistema de salud comenzó a prescribir viajes y encuentros como parte del tratamiento de enfermedades crónicas. Europa se pregunta si la compañía no será el mejor antidepresivo del futuro.
Si la soledad enferma, la comunidad debería recetarse.

El tiempo como forma de poder
El epidemiólogo británico Michael Marmot demostró que por cada peldaño que se sube en la escala social se ganan dos años de vida saludable.
Vivir sin límite, como envejecer sin sentido, puede ser otra forma de vacío.
El problema no es cuánto dura la vida, sino quién puede elegir cómo vivirla.
El tiempo libre también es una forma de riqueza.
Democratizar el tiempo
La CEPAL advierte que la región envejece rápido y desigual: quince años de diferencia separan a quienes viven con bienestar de quienes apenas llegan.
La ONU propone diseñar ciudades amigables con las personas mayores: veredas seguras, plazas accesibles, transporte público pensado para todos.
“Cada dólar invertido en prevención ahorra siete en dependencia”, recuerdan sus informes. No se trata solo de agregar años a la vida, sino de agregar vida a los años.
Si la longevidad se convierte en un privilegio, el futuro será un lujo para pocos.








