La masacre ocurrida semanas atrás en los complejos de Penha y Alemão en Río de Janeiro volvió a exponer la dimensión estructural de la violencia policial en Brasil. En tres días, más de 130 personas fueron asesinadas durante el operativo, desplegado bajo la orden del gobernador Claudio Castro, referente del bolsonarismo en el estado, sin consultar a las autoridades federales. El gobierno estatal justificó la acción como una ofensiva contra el Comando Vermelho, la principal facción criminal del país, mientras el Supremo Tribunal Federal y organismos de derechos humanos cuestionaron la desproporción del operativo y la ausencia de control judicial.

El incumplimiento de los protocolos que restringen los operativos en áreas densamente pobladas, el uso político de los resultados y la incertidumbre respecto a las consecuencias reavivó el debate sobre la violencia policial, el rol del Estado y la retórica del “narcoterrorismo” en Brasil. Entrevistado Salo de Carvalho, abogado y profesor de Derecho Penal y Criminología en la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ) y en la Universidad del Estado de Río de Janeiro (UERJ), analiza el trasfondo jurídico, político y simbólico de la masacre, y una estructura policial que, según afirma, “nunca fue reformada tras la dictadura“.

– ¿Cuál es el marco jurídico que debería haber limitado una operación policial de esta magnitud?

– Hace algunos años, distintas entidades presentaron ante el Supremo Tribunal Federal una Acción de Incumplimiento de Preceptos Fundamentales, la llamada “ADPF de las Favelas”, que impuso restricciones para contener la letalidad en las operaciones policiales en Río de Janeiro. A partir de esa decisión, el Supremo estableció protocolos obligatorios: el uso de cámaras corporales, la comunicación previa al Ministerio Público, medidas para garantizar la integridad de niños y mujeres y un informe posterior que debe detallar cada muerte o herido. Ninguna de esas normas se respetó. Tras el operativo, ni el Ministerio Público ni el poder judicial mencionaron la ADPF. Fue, como mínimo, temerario. Y demuestra que el sistema judicial brasileño tiene una enorme dificultad para controlar las fuerzas de seguridad, sobre todo cuando se invoca el combate al narcotráfico.

– ¿Qué lectura hace de la reacción oficial tras la masacre?

– El Tribunal Supremo reaccionó tarde y con un lenguaje ambiguo. No cuestionó el operativo en sí, sino los “excesos”. Porque eso implica al propio poder judicial y al Ministerio Público en la responsabilidad. Eso es grave, porque el problema no es el exceso sino la estructura de fondo. Por eso, poco después de que se conocieran los hechos, el juez Alexandre de Moraes exigió explicaciones y un informe del cumplimiento del protocolo al gobernador Claudio Castro. La cantidad de muertos es obscena. Superó un umbral simbólico para nosotros en Brasil. Pensábamos que después de Carandiru, en 1992, cuando la policía mató a 111 presos, eso no volvería a ocurrir. Pero el problema es estructural y tiene raíces profundas. En Brasil, la policía es militarizada y actúa bajo la lógica del enemigo interno. No es un cuerpo de seguridad ciudadana: es una fuerza de combate. Por eso cada operación es una guerra.

– Dentro de esta lógica represiva, usted suele decir que la “guerra a las drogas” es una política fallida. ¿Por qué?

– Desde mi punto de vista, es una decisión judicial para producir ese espectáculo sangriento. Personalmente entiendo que ese tipo de abordaje, por sí mismo, ya viola los derechos fundamentales, porque no respeta los protocolos internacionales mínimos. No se pueden desvincular estas acciones policiales letales de ese marco: es un proyecto fracasado desde el punto de vista de los derechos humanos, aunque políticamente pueda considerarse exitoso. Pero no es una guerra contra las drogas: es una guerra contra los pobres, contra la población periférica y negra. Es una política criminal racialmente construida. Si no se cambia este paradigma y no se reforman las policías, seguiremos viendo en los próximos años el mismo ciclo de violencia. En Río decimos, tristemente, que la peor operación siempre es la próxima. Y eso es trágico desde el punto de vista del tejido social, porque las personas que viven en esas regiones están oprimidas tanto por los grupos del narcotráfico como por la policía. Es peor cuando se capitaliza políticamente la violencia. Es una política criminal con derramamiento de sangre, como dice mi maestro Nilo Batista.

– ¿Hasta qué punto existe connivencia entre el Estado y las organizaciones criminales?

– No existe vacío de Estado, eso es una fantasía. No es una oposición “policía versus narcotráfico”: es una interacción, un híbrido entre policía, política y crimen. Y esa policía negocia. En las favelas eso se da a través de la policía, no de políticas públicas. Las propias milicias están formadas por policías, expolicías o ambos. Tienen un vínculo de origen con el Estado. Con el tiempo se transformaron en organizaciones empresariales que controlan servicios básicos: gas, transporte, internet, televisión, seguridad. Cobran tasas por todo. Y no necesariamente son enemigas del narcotráfico: a veces son sus socias, a veces sus competidoras. No puedo afirmar cuáles fueron los intereses específicos de esta operación, pero toda acción de esa magnitud tiene un interés de fondo. El operativo fue usado como un espectáculo, una demostración de fuerza en medio de una coyuntura en la que el bolsonarismo busca reposicionarse. Durante el gobierno de Bolsonaro se flexibilizaron los requisitos para comprar armas. Se sabía que ese armamento terminaría en manos de esos grupos, y gran parte de las armas incautadas fueron compradas legalmente. Imaginate: grupos altamente armados, legalmente, y policías entrenados para ser violentos, para producir muertes. Es una sociedad que se arma para defenderse de sí misma.

– Esta capitalización política del hecho, la relación con el discurso de la derecha de equiparar narcotraficantes como terroristas. ¿Qué significa?

 

– No es una frase suelta. Es parte de una estrategia regional. Esa idea del “narcoterrorismo” tiene un origen muy claro en Estados Unidos. Es el mismo lenguaje que utilizó Donald Trump en su gestión y que ahora el bolsonarismo intenta importar. En el plano interno, sirve para justificar cualquier acción represiva. La ideología de la “seguridad nacional”, heredada del golpe, se transfirió del “subversivo” al nuevo enemigo: el “traficante”. Cuando se difundió que el gobernador Claudio Castro habría sugerido al gobierno estadounidense clasificar a los narcotraficantes como “terroristas”, eso encaja perfectamente en esa lógica perversa. La extrema derecha, tras perder fuerza con la respuesta institucional a los actos golpistas, hoy apuesta por la letalidad, la violencia, y aplaude este tipo de masacres. Tanto que, al día siguiente de la operación, varios políticos de derecha de otros estados viajaron a Río de Janeiro para reunirse con el gobernador y darle su apoyo político. Es un mensaje directo y peligroso, porque pone en riesgo el Estado de Derecho.

 

– ¿Qué consecuencias tiene esa narrativa sobre el Estado de Derecho y el eventual proceso penal de la situación? 

– La idea del “enemigo interno” permite que el Estado mate sin rendir cuentas. Y aquí también cabe una crítica al progresismo: los gobiernos de izquierda tampoco han logrado salir de este ciclo de forma completa, creyendo que con leyes penales se resuelve el problema. Dos días después de esa masacre se aprobó una ley propuesta por el gobierno de Lula, una ley más dura contra el tráfico. Es una respuesta meramente simbólica, una reacción a la retórica de la derecha para no quedar “del lado de los criminales”. Pero sabemos lo que eso provoca. Esas reformas legislativas hoy son simbólicas, pero producirán efectos reales en el sistema punitivo en algunos años, cuando las penas sean más altas y los regímenes más cerrados. Por eso hoy en Brasil hay 900 mil personas presas, el 25 por ciento por tráfico de drogas o actividades relacionadas. Es una bomba de efecto prolongado.

Entrevista: Mateo Nemec