El 14 de octubre, un video de apenas cuarenta segundos publicado por Zoe Bogach, ex participante de Gran Hermano 2023, encendió las alarmas sobre una tendencia inquietante: la promoción de servicios de “novias virtuales” como forma de trabajo para mujeres jóvenes. En la grabación, Bogach aparece frente a cámara, sonriente, y se dirige directamente a su público con un tono entusiasta y de confidencia:
“Hola chicas, ¿cómo están? Tengo una noticia para ustedes. ¿Sabían que pueden trabajar como novia virtual? Yo cuando me enteré dije: ‘¡no lo puedo creer!’. Me enganché con el tema y obvio que me puse a investigar”, explica risueña.
El video, que rápidamente superó el millón de visualizaciones en TikTok, sigue con una descripción que mezcla espontaneidad con marketing calculado. Zoe explica que a través de una aplicación llamada Femme se puede “ganar plata en dólares” trabajando pocas horas al día desde el celular. “Es una oportunidad real para chicas que quieran tener independencia económica y manejar sus tiempos”, remata. Lo que en apariencia es un simple “tip laboral” esconde una operación publicitaria. Zoe no aclara que se trata de un contenido promocionado ni menciona que está cobrando por difundir la aplicación. Presenta la propuesta como una idea propia, producto de una “investigación personal”. El recurso no es casual. En la economía de los influencers, la frontera entre contenido y publicidad se ha diluido. El público ya no distingue con claridad cuándo una figura habla por convicción y cuándo lo hace por contrato. Y en este caso, el problema no es sólo ético, sino potencialmente delictivo: la promoción de plataformas que ofrecen “compañía emocional remunerada” abre interrogantes sobre los alcances de la coerción y explotación digital.
La propuesta de Femme Agencia (según su propia web) consiste en que mujeres mayores de 18 años se registren para brindar “atención personalizada” a usuarios que pagan por mantener conversaciones afectivas o eróticas. La empresa se presenta como un espacio de “conexión humana” o “noviazgo virtual”, pero no explicita sus políticas de control de contenido ni de protección de datos. Tampoco aclara si existe intermediación empresarial, qué porcentaje de retención de ganancias y qué tipo de supervisión existe en los vínculos que se establecen. La promesa de “ganar en dólares” funciona como gancho para atraer a jóvenes que atraviesan precariedad económica, en un contexto donde los empleos formales escasean y el emprendedurismo digital se presenta como una salida mágica. Así como las apuestas virtuales y las criptomonedas intentan cooptar, a través de streamers e influencers, a un público centennial masculino, las ofertas de trabajo sexual “soft” como las novias virtuales y la venta de contenido en imagenes en plataformas como OnlyFans hacen lo propio con las mujeres jóvenes.
En contraste con el tono naif de Zoe Bogach, el discurso de otras influencers que promocionan agencias similares adopta una retórica distinta. En el caso de Nanu, conocida en redes como @itsthecrazylatina, creadora de contenido y cantante, su “marca” se presenta como ejemplo de empoderamiento a través del uso de su capital sexual y astucia femenina “aprovechándose” del deseo masculino. En un video que circuló recientemente, interpela a sus seguidoras con una pregunta provocadora: “¿Te gusta usar a los hombres, jugar con sus sentimientos, ser egoísta, egocéntrica y manipuladora y sacarles toda la plata? Bueno, ¿y si te digo que hay un negocio donde podés hacerlo?” Desafiante, Nanu introduce a She’s Agency, una plataforma que ―según su propia descripción― capacita a mujeres mayores de edad para convertirse en “novias virtuales”, bajo la promesa de un trabajo “como cualquier otro”, “muy divertido” y bien pago.
El tono del video oscila entre el humor y la seducción pero su eficacia radica precisamente en mostrarse como quien controla el intercambio afectivo y económico, invirtiendo el tropo clásico de la trabajadora sexual como mercancía. Desde esa posición, presenta la actividad como una forma de revancha simbólica sobre el patriarcado digital: una mujer que “actúa”, “interpreta”, manipula las emociones masculinas y cobra por ello. Ser novia virtual es como ser actriz, y como cualquier actriz, cuánto mejor la performance, más alta la paga. En otro video Nanu compara su rol de novia virtual con el de ser “una psicóloga linda” (sic), intentando así quitarle el carácter sexual a su labor y haciéndolo pasar como un mero “trabajo emocional”. Nanu corona su pitch con un destello de vulnerabilidad: “Amo estas agencias y el tema de la novia virtual —dice— porque yo en su momento estuve muy desesperada por plata, y estas cosas que se pueden hacer en tu casa me han salvado de tener que salir a la calle, de tener que exponernos a otras cosas”.
Su testimonio introduce un elemento extra: la noción de “salvación” a través del mercado sexual digital. Conocida en redes por hablar de su experiencia como víctima de trata, Nanu no se presenta ya como víctima, sino como alguien que encontró una vía de supervivencia segura, una “alternativa” a “poner el cuerpo”. Este relato se superpone, sin embargo, con estrategias de captación típicas del reclutamiento en redes: un lenguaje aspiracional, apelaciones a la independencia económica, y la promesa de un entorno controlado y “seguro”, aunque detrás opere una estructura opaca que reproduce las mismas lógicas de explotación.
El patrón se repite: jóvenes figuras mediáticas, insertas en un ecosistema de visibilidad permanente y escasa regulación, promocionan actividades económicamente tentadoras donde los límites entre trabajo, coerción y delito se vuelven difusos.
De Gran Hermano al marketing del afecto
La elección de Zoe, entre otras influencers, como difusora no es casual. Con casi un millón de seguidores en redes, su imagen pública combina la exposición de la fama televisiva con una estética aspiracional. Su tono casual y la ilusión de autenticidad hacen que muchas de sus seguidoras la perciban como una referente accesible, más “amiga” que celebridad.
Este episodio se suma a otras polémicas recientes en torno a figuras del mismo universo mediático. El pasado abril, Martín Ku y Nicolás Grosman, también ex participantes de “Gran Hermano”, fueron denunciados por promocionar una agencia laboral rusa creada apenas días antes de la campaña publicitaria, sin verificación ni registros legales, y fue señalada por expertos en trata como “posible fachada de captación”.
Ku y Grosman borraron el video y publicaron un comunicado conjunto en Instagram, disculpándose y aclarando que no conocían los antecedentes de la empresa. En agosto de 2025, una investigación de CNN Mundo reveló detalles alarmantes sobre esta. Alabuga Start recluta mujeres jóvenes con promesas de empleos en hotelería: hasta la fecha unas 350 mujeres de más de 44 países (principalmente África: Uganda, Botsuana, Nigeria, Sudáfrica, Ruanda, Kenia; pero también Asia, Latinoamérica como Colombia y Argentina, y África Central). Según informes de CNN, Associated Press, Deutsche Welle y Bloomberg, más del 90% de las mujeres en este programa de empleo terminan trabajando en fábricas de drones vinculadas al conflicto bélico entre Rusia y Ucrania. Los testimonios de las afectadas revelan un patrón de engaño y explotación: al llegar, se les confiscan los pasaportes y se las obliga a firmar contratos de confidencialidad que ocultan la verdadera naturaleza de la producción, supuestamente de lanchas. En esas plantas, las trabajadoras enfrentan turnos de hasta doce horas, sueldos impagos o muy por debajo de lo prometido, exposición a químicos tóxicos —prohibidos por ley rusa para mujeres—, acoso, racismo y vigilancia constante. Algunas fábricas han sido incluso blanco de ataques ucranianos. Las denunciantes, en su mayoría de Uganda, Etiopía y Zimbabue, describen sentirse “atrapadas”, con restricciones para comunicarse con sus familias. El caso expone cómo el circuito digital de la captación —difundido desde las redes sociales— puede desembocar en redes de explotación transnacional bajo apariencia de oportunidades laborales.
Los relatos de los ex Gran Hermano se cruzan en un punto común: la construcción de una fantasía de movilidad económica rápida y sin riesgos, articulada desde el universo del entretenimiento y amplificada por las redes sociales. Un punto en común en la captación es el énfasis en trabajar para un mercado internacional con una remuneración en dólares. Este detalle no es menor: en el contexto actual, la promesa del dólar opera como símbolo de salvación. Incluso si las cifras reales no son altas, el solo hecho de cobrar en moneda extranjera adquiere un poder casi mágico, una garantía de “futuro” frente a la precariedad e inestabilidad local. Esta retórica atraviesa la mayoría de los mensajes de captación, donde el empoderamiento económico se convierte en anzuelo y la divisa estadounidense en fetiche.
El algoritmo: el nuevo proxeneta
Estos casos cada vez más comunes abren un debate urgente sobre el papel de las figuras públicas en la difusión de actividades riesgosas. ¿Dónde termina la libertad individual y empieza la responsabilidad colectiva? ¿Hasta qué punto las influencers pueden promover “trabajos” sin advertir sobre sus consecuencias legales, psicológicas o sociales? Las plataformas premian la exposición emocional, la interacción constante y la “autenticidad” fingida. Zoe Bogach, como tantas otras influencers, es tanto víctima como engranaje del sistema: su video no es solo un error individual o una ingenuidad mediática, es el síntoma visible de una economía digital que mercantiliza los vínculos y promueve la cosificación como “oportunidad”. Mientras tanto, las plataformas que se benefician del tráfico y las visualizaciones no asumen ninguna responsabilidad. La ausencia de regulación estatal hace que prácticas potencialmente abusivas se diseminen con total impunidad.
El discurso del “trabajo autónomo” en redes suele apoyarse en una idea de libertad individual: la posibilidad de “vivir de tu contenido”, “ser tu propia jefa” o “trabajar desde donde quieras”. Pero cuando esa libertad depende de seducir, complacer o retener emocionalmente a un público masculino, la autonomía se transforma en un espejismo. Las influencers que prestan su imagen —a veces por necesidad, otras codicia, o falta de conciencia— son la cara visible de una maquinaria que articula algoritmos, agencias, marcas y audiencias. La trata del siglo XXI no funciona solo a través de cadenas ni traslados ilegales: se ejerce a través de pantallas, likes y contratos invisibles. Mientras el Estado y las plataformas continúen mirando hacia otro lado, la frontera de la explotación seguirá corriéndose.
La respuesta no está solo en la condena moral, sino en la necesidad de un marco regulatorio y educativo que contemple estas nuevas formas de explotación. Porque detrás de las pantallas y el discurso del empoderamiento, lo que se esconde es una estructura económica que vuelve a poner el cuerpo de las mujeres —esta vez, digitalizado— y su trabajo emocional al servicio del lucro ajeno. Y mientras los reality shows siguen produciendo “figuras virales” y las plataformas expanden su poder sobre el deseo, el reclutamiento se disfraza de oportunidad, y la explotación, de libertad.