Paulina Najnudel posa para la foto en el centro para jubilados de Caballito y Villa Crespo, en Buenos Aires. La soledad, declarada amenaza global para la salud pública por la OMS, afecta a todas las edades y se agrava en adultos mayores (AP Foto/Natacha Pisarenko)

—Hermoso perro —dije. O sea, parece que no dije: grité. Me di cuenta por el susto que se pegó el pobre hombre. Creo que estuve varios tonos por arriba de lo necesario para un comentario casual en el parque. Es que ya es domingo por la noche, y llevo varios días sin escuchar mi propia voz. A veces pienso que ya no voy a acordarme cómo suena.

El mensaje de mi amiga irrumpe en medio de la tercera temporada de la novela turca, y quiero ir corriendo a visitarla, aunque sea muy tarde. ¿Cuánto hace que no nos vemos? ¿Por qué no la llamé esta semana?

Durante muchos años deseamos la soledad como se desean los bienes escasos. Llegar a casa y estar sola, y que no me hablen. Que nadie me pida nada. Poder tirarme a leer o no hacer nada sin que me miren o me juzguen. No compartir el baño ni el control remoto.

Pero disfrutar de estar solas un poco, un tiempo, un rato —cuando es una decisión, un lugar del que se puede salir— es una cosa. Sentir que no tenemos a nadie que nos acompañe o piense en nosotros es muy otra.

La Organización Mundial de la Salud acaba de declarar la soledad como una “amenaza global para la salud pública”, comparable en riesgo a fumar quince cigarrillos por día. Es un problema transversal a todas las edades, pero se ha convertido en una pandemia entre los adultos mayores. Soledad y encierro, las dos caras de una enfermedad silenciosa y letal.

El nuevo factor de riesgo

Las cifras son tan silenciosas como el tema que describen. La OMS estima que una de cada seis personas en el mundo se siente sola. En los adultos mayores, ese porcentaje crece. En Estados Unidos, el Surgeon General publicó un informe donde advirtió que la desconexión social aumenta el riesgo de cardiopatías en un 29%, de accidentes cerebrovasculares en un 32% y de muerte prematura en un 26 por ciento.

En Japón, el término kodokushi —muerte solitaria— ya forma parte del lenguaje cotidiano.

“En Tokio, ahora hay empresas de limpieza especializadas en departamentos donde el inquilino ha muerto solo; una industria sombría nacida de la desconexión” (The Times).

El Estado japonés invierte millones en sensores, visitas domiciliarias y campañas comunitarias para detectar señales de aislamiento. Aun así, más de 50.000 personas mayores mueren solas cada año, sin que nadie lo note durante días o semanas.

Conectados pero separados

Las pantallas nos prometieron unión. Pero la hiperconectividad digital no reemplaza la conversación, el abrazo, la mirada.

“La tecnología prometió conexión, pero lo que nos dio fue contacto: breve, superficial y, a menudo, insatisfactorio” (The New York Times).

Nos pasamos el día escribiendo mensajes breves, contestando emojis, pero cada vez hablamos menos. Pedimos comida por aplicaciones, trabajamos en remoto, compramos sin salir. En barrios inseguros, cerrar la puerta se volvió sinónimo de sobrevivir, no de aislarse. Las calles se vacían, las plazas se vuelven territorio de nadie.

Esa paradoja —conectividad sin conexión— es una de las marcas más profundas de nuestro tiempo. Y no solo afecta a los mayores. Los jóvenes también están cada vez más solos: un estudio publicado en The Atlantic mostró que los norteamericanos pasan 35 % menos tiempo con amigos que hace veinte años. El ocio compartido se desintegra.

Mercedes Villafane, de 80 años, juega al bingo. La soledad incrementa el riesgo de enfermedades cardiovasculares y accidentes cerebrovasculares (AP Foto/Natacha Pisarenko)

La soledad no vive igual en todas partes

En los pueblos, la soledad tiene otro ritmo. Allí pesa la distancia, la falta de transporte, la ausencia de espacios públicos. En las ciudades, en cambio, la soledad convive con el ruido. Vivimos uno arriba del otro sin mirarnos. Un edificio entero puede estar lleno y vacío a la vez.

“La soledad en las ciudades no es la ausencia de gente, sino la ausencia de atención” (The Guardian).

Es eso. La atención. La mirada. Ese gesto mínimo que te hace existir para otro. Sin esa mirada, uno se vuelve invisible.

En Argentina, según el último censo del INDEC, uno de cada cuatro hogares es unipersonal, y el 8,7% de la población vive sola. En la Ciudad de Buenos Aires, donde la densidad debería traducirse en compañía, la soledad se multiplica entre edificios, porteros automáticos y deliveries.

El miedo a morir solo

Hay un miedo que no se nombra, pero está ahí. No es al dolor ni a la muerte, sino a morir sin que nadie lo sepa. Lo escuché más de una vez: gente mayor que deja la puerta entreabierta “por si pasa algo”, o una taza sin lavar “para que vean que estuve hoy”.

Un día titubeamos frente al formulario cuando hay que rellenar “avisar en caso de…”. ¿Quién es nuestro primer contacto? ¿Quién está tan pendiente de mí que va a darse cuenta si no aparezco en unos días?

En Japón, ese miedo se volvió política pública. En el Reino Unido, también. Después de varios inviernos en los que ancianos fueron hallados sin vida semanas después de su muerte, el gobierno británico creó en 2018 el Ministerio de la Soledad.

“Gran Bretaña nombra un ministro para la soledad, para enfrentar la triste realidad de la vida moderna” (The Guardian).

Desde entonces, el tema se incorporó a la agenda sanitaria global. Porque la soledad no es un sentimiento: es un determinante social de la salud.

Ana Laporta, a la derecha, y Cecilia Olzack van juntas de la mano camino a su casa tras una clase de música. En Argentina, uno de cada cuatro hogares es unipersonal y el 8,7% de la población vive sola, según el INDEC (AP Foto/Natacha Pisarenko)

La familia: entre el amor y la culpa

En casi todas las culturas, la familia aparece como refugio natural contra la soledad. Pero a veces ese refugio es también un espejo incómodo. Los hijos que viven lejos, los nietos que solo mandan audios, las visitas que se postergan. En los bordes del amor asoma la culpa. “Para los hijos adultos, la soledad de los padres mayores se convierte en un espejo: refleja no el aislamiento de ellos, sino la propia ausencia”, señala un artículo reciente de The New York Times Magazine.

Todos —hijos, madres, amigos— nos convertimos alguna vez en parte del silencio de otro. También es cierto que la soledad de los adultos mayores no se llena solamente con risas de nietos o compañía de cuidadoras. Es una soledad repleta de ausencias contemporáneas: ya no está la hermana o la amiga, pero tampoco el músico que íbamos a ver, el artista que seguíamos en la tele.

Dice la neurobiología que los patrones de soledad se refuerzan cuando solo compartimos con individuos con los que no tenemos experiencias conjuntas, perspectivas o proyectos. Perder la conversación que nos importa, que nos nutre, que nos divierte, es el núcleo de esa soledad.

Y, sin embargo, la soledad no se combate solo con familia. Hay vínculos que no son de sangre, pero sí de rescate. Los grupos de lectura, los clubes de barrio, las vecinas que se organizan para tomar mate los miércoles, las voluntarias que llaman cada noche a quienes viven solos. Esa red invisible salva más vidas que muchos medicamentos.

Hacer amigos nuevos, a cualquier edad

“Nunca es demasiado tarde para hacer un nuevo amigo, sobre todo cuando entendés que puede salvarte la vida”, sostiene esta semana un artículo sobre la soledad no deseada de The Guardian.

A cualquier edad se puede empezar de nuevo. No hace falta compartir toda la historia, basta con compartir el presente. Ir a una clase, a una caminata, a un taller. Hablar con alguien en la fila del banco, en el supermercado, en la plaza.

La amistad no es un lujo: es una herramienta de supervivencia emocional. La conexión humana, como dice la neurociencia, activa los mismos circuitos del cerebro que el placer y el alivio del dolor. No es poesía: es biología.

La familia y los vínculos sociales son clave, pero no suficientes, para enfrentar la soledad en adultos mayores (AP Foto/Natacha Pisarenko)

Redes que salvan

En distintos lugares del mundo surgen proyectos comunitarios que intentan recuperar el hilo humano. En España, las farmacias funcionan como puntos de encuentro; en Dinamarca, los “cafés de la soledad” invitan a sentarse con desconocidos; en Canadá, los centros de día se transforman en clubes sociales.

En Argentina también hay señales: universidades de adultos mayores, programas de acompañamiento telefónico del PAMI, iniciativas vecinales y hasta tecnologías pensadas con ternura. Mario Pergolini contó que, para acompañar a su madre ciega, participó en la creación de un dispositivo llamado Ato que le da los buenos días, le dice el clima y le pone música. Un intento de usar la inteligencia artificial como compañía, aunque él mismo reconoció: “No reemplaza a una persona. Pero la hace sentir menos sola”.

Esa es la clave: no reemplazar el vínculo, sino multiplicarlo.

Una pandemia invisible

La soledad no tiene síntomas ruidosos. No hay fiebre ni tos. Se manifiesta en el cuerpo de maneras sutiles: en el pulso, en la presión, en la memoria. Los científicos dicen que aumenta los niveles de cortisol, altera el sistema inmune y acelera el envejecimiento celular. Pero más allá de los estudios, lo que más duele es lo que no se mide: la ausencia de voz, de oído, de espejo.

“La soledad no es solo un sentimiento: es una señal, una alarma del cuerpo que nos recuerda que estamos hechos para estar juntos” (The Guardian).

No se trata solo de evitar el sufrimiento individual. Se trata de reconstruir un tejido social que se está deshilachando. Y de entender que la compañía es un asunto colectivo, no una responsabilidad privada. La soledad no deseada está lejos de ser un tema biográfico. Es un clima de época, consecuencia de la modernidad y el aislamiento. Encontrar a alguien que se ría de nuestros chistes y nos llame solo para escuchar nuestra voz estará pronto pasando a ser una cuestión de estado.