“El secreto está en saber mirar”. Esa afirmación sintetiza con justeza el espíritu de la experiencia inmersiva Art Masters. Un viaje inspirado en las obras del Museo del Prado, que puede visitarse de martes a domingos en el Pabellón Frers de La Rural (Av. Santa Fe 4363). La frase en letras de neón es lo primero que el público encontrará detrás del portal y es una bienvenida atinada porque buena parte de la experiencia tiene que ver con crear nuevos puntos de vista para apreciar el arte.
La primera posta es una galería en formato físico que incluye algunas reflexiones sobre los museos, una breve historia del Prado y semblanzas de las cinco obras protagonistas y sus creadores (que no haya ninguna mujer es un dato de la época): Las Meninas de Diego Velázquez, El jardín de Las Delicias de El Bosco, El Aquelarre de Francisco de Goya, Venus y Adonis de Paolo Veronese y El sentido de la Vista de Rubens y Jan Brueghel. En cada estación hay pequeñas mirillas que funcionan como anticipo de lo que vendrá. La pulsión voyeurista ya está ahí.
Otro cartel invita a “adentrarse en el más allá”. Un túnel con luces azuladas, un espejo deforme y unos cortinados negros separan el primer salón de la segunda posta, que es el corazón del recorrido: los asistentes deberán colocarse visores para acceder a la Realidad Virtual Inmersiva Multiusuario, un espacio compartido con otros que están a poca distancia y aparecen en pantalla como pequeñas esculturas numeradas (para no pisarse). Lo que se ve desde afuera es un cuarto lleno de gente con visores que camina lento, tantea el espacio, gira la cabeza en todas direcciones, agarra cosas en el aire y mide sus pasos para no caer. Pero lo interesante ocurre adentro del casco.
Al igual que Virgilio para Dante, este itinerario tiene un guía: Teo, el guardia nocturno (virtual) del museo está a punto de jubilarse y, como cualquiera que haya dedicado toda su vida a ese oficio, conoce los secretos del lugar. El hombre aparece con linternas, llaves o antorchas, y conduce a cada invitado por los recovecos ocultos del Prado. La narrativa es ingeniosa; afortunadamente no hay que soportar la voz en off de una audioguía lacónica recitando nombres, fechas y datos que se olvidarán antes de salir. La apuesta es cambiar el punto de vista, volver a mirar. Teo se presenta como una voz cercana y amistosa que señala aquello que lo deslumbró.
El público podrá espiar su cuartito, un espacio mínimo abarrotado de chucherías, libros y pequeñas piezas de arte que funciona como antesala de la parte pública. La intimidad de esta escena contrasta con todo lo demás. Teo sube al ascensor para ir al depósito donde trabaja una restauradora e invita a mirar todo con la misma pasión que ella o que los copistas: la magia está en los detalles. La vista, de la dupla Rubens/Brueghel, forma parte de una serie dedicada a explorar los cinco sentidos y se presenta como una oda a la belleza. Acá hay varias sutilezas y la experiencia ofrece una lupa para ampliar distintos sectores de ese gabinete repleto de pinturas, escenas y figuras mitológicas.
Las butacas de un teatro vacío funcionan como puerta de entrada a la tragedia de Venus y Adonis. Teo presenta el cuadro como si se tratara de una escenita de títeres con personajes desdichados. Después de conocer las particularidades de esta historia, la mirada cambia: Venus conoce el futuro y el destino de su amado es inevitable; el cuadro de Veronese retrata el último momento de serenidad de la diosa, que lo sabe todo pero no puede hacer nada. Más oscuro es El aquelarre, al que se llega atravesando el túnel de una caverna con una antorcha en la mano. La procesión termina en la casa de Goya, que cuando creó las escenas de la serie conocida como Pinturas Negras ya había quedado sordo. Él pintó los murales que hoy están en el Prado sobre las paredes de su patio. Para este momento se recrea una tormenta: el espectador caminará bajo la lluvia, iluminado por relámpagos, con las brujas y las criaturas pesadillescas que el pintor imaginó volando sobre su cabeza.
Para el final quedan los hits. A esta altura, Las Meninas son icónicas y la arquitectura del cuadro revela algo del espíritu de Art Masters. En esa escena Teo señala a los personajes y los ilumina por sectores: está el mismísimo Velázquez detrás de su lienzo echando una miradita cómplice, los reyes reflejados en el espejo del fondo y la infanta Margarita en el centro como falsa protagonista, porque el verdadero núcleo es el espectador (esa, al menos, es una de las tantas teorías). Algo similar ocurre con esta propuesta, que pone el ojo del público en el centro de la escena. El jardín de Las Delicias imaginado por El Bosco propone un viaje psicodélico al interior mismo de su cabeza, con música y baile incluidos; es una verdadera fiesta para los sentidos y las fantásticas criaturas híbridas creadas por el artista flotan alrededor del público, en un cielo que al principio es negro y luego estalla de colores.
Antes de salir hay un espacio para fotos con los célebres personajes de Velázquez o la atmósfera delirada de Hieronymus Bosch y una tienda de regalos. Que sean cinco pinturas es un acierto porque no hay dispersión ni datos irrelevantes sino información condensada que permite “entrar a la obra” en muchos sentidos. La narrativa es otro hallazgo porque resulta entretenida y facilita el ingreso de quienes están más lejos del universo pictórico.
Al inicio hay un texto que habla de los museos como “monumentos a la imaginación” y los ubica como herederos de los gabinetes de curiosidades o las colecciones privadas. Hoy existen en distintas ciudades numerosas instituciones públicas que guardan parte del patrimonio más valioso de la humanidad, pero no todos pueden ir. Art Masters es un museo itinerante, una buena manera de acercarse (al menos un poco) a la experiencia de contemplar estas creaciones. También es un diálogo entre las formas clásicas del arte y las más innovadoras: la tecnología permite entrar a las pinturas y observar de otro modo la genialidad que siempre estuvo ahí.