Hugo Lescano (Gentileza)

A punto de cumplir 58 años, Hugo Lescano recibió un diagnóstico que le cambió la vida: ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica). Como si fuera una paradoja del destino, el “especialista en gestos”, como lo llaman en los programas de televisión a los que va a hablar de lenguaje no verbal, hoy tiene que enfrentar una enfermedad que daña, ni más ni menos, que las células que controlan el movimiento. Y sabe que tiene un gran desafío por delante. Sin embargo, después de pasar por las distintas etapas emocionales que le generó asimilar esta nueva realidad, decidió que solo tenía una opción por delante. “Voy a dar la mejor batalla”, dice en diálogo con Infobae.

—Tiene un amplio currículum: docente e investigador del comportamiento humano, perito judicial, director de laboratorio de investigación, consultor… ¿Cómo se define?

—Me identifico mucho como investigador y docente. Doy clases en la universidad. Y ahora tenemos nuestro propio campus con 1700 estudiantes de todo el mundo en línea, certificándose como analistas del lenguaje corporal.

—Se dedica a analizar los movimientos y el destino le puso frente a usted una enfermedad que afecta la movilidad…

—Sí, implica una parálisis. Inclusive facial.

—¿Cómo recibió la noticia?

—Fue un proceso. Yo ya venía sospechando algo cuando empecé a tener el habla un poquitito más lenta, con dificultad para pronunciar la “r” en algunas palabras. Y estoy acostumbrado a pensar con anticipación los peores escenarios, siempre.

—¿Eso es bueno o es malo?

—Creo que es bueno. Yo trabajo todos los días para lo mejor, pero estoy preparado para lo peor.

—En este caso empezó con una pequeña dificultad para el habla…

—Solo ese síntoma tengo, por el momento. Pero claro, comencé con los estudios. Primero fui al neurólogo. Y empezaron a descartar enfermedades. Porque la medicina de una no te dice qué tenés, te dice lo que no tenés. Empecé descartando un tumor cerebral, con una resonancia. Después hice otro estudio y otro. Y así los médicos fueron achicando el círculo. Hasta que me hicieron un electromiograma en el que te pinchan de todos lados y, cuando decís hasta acá, el tipo te dice: “Le vamos a dar un poquito de electricidad”. Y te empiezan a medir los impulsos nerviosos. Ese estudio salió con cierta ambigüedad, por lo cual el diagnóstico fue ELA probable. ¿Por qué? Porque esta enfermedad tiene marcadores muy difusos. Y cuando ya tenés la certeza, es tarde. Así que cuando detectan algo se aborda un tratamiento.

—A lo traumático de los estudios se suma la incertidumbre del diagnóstico. ¿Qué pasaba por su cabeza en ese momento?

—Uno está siempre esperando que sea un algo pasajero, una pesadilla. Decía: “Che, esto no me puede estar pasando”. Y, cuando ya me dieron el diagnóstico, los primeros días lo negaba. “Esto no puede ser. ¡Si yo estoy bien!“. Después, empezás a enojarte.

—¿Con quién? ¿Con la vida?

—No, yo decía: “Che, hay una cantidad de gente, por lo menos cinco de los que te puedo dar nombre y apellido, que son peores que yo. ¿Por qué no arrancaron por ahí?» (se ríe). Después de eso reconocés que esto no se lo merece nadie. Entonces te calmás y empezás a negociar mentalmente.

Hugo junto a su esposa, Senda, y su hija, Aldana

—¿A negociar qué?

—Decir: “¿Cuánto viviré y cómo voy a vivir? ¿Qué voy a hacer con esto?“. Porque es como un invitado en tu casa que querés que se vaya y sabés que no se va a ir.

—¿De un día para el otro le cambiaron las reglas del juego?

—Tal cual. Te cambian las reglas y vos decís: “Bueno, pero no puedo vivir enojado o negando esto. Negociemos”.

—Victimizarse tampoco ayuda en este caso…

—Para nada. Inclusive desde lo corporal, si uno se sienta como una persona enferma, triste y angustiada, su cerebro necesita solo cuatro minutos. Y, después, va a tener esa emoción de desgracia. Entonces, yo tenía que cambiar rápidamente mi postura.

—¿Tenía que darle otra orden al cerebro?

—Claro. Si la ELA está invitada a mi casa (ríe), vamos a poner las reglas. A esta hora te voy a dar pelota, a esta hora lloro, a esta hora me angustio…

—¿Esto es real? ¿Armó un esquema de horarios para sobrellevar la enfermedad?

—Sí. Yo tengo un esquema estratégico, emocional, que es en definitiva el que le he enseñado toda mi vida a las empresas más importantes del mundo, para que pudieran enfrentar situaciones críticas. Y tengo un cronograma. Porque no puedo estar todo el día pensando en la ELA. Tengo trabajo, tengo una esposa y una hija, tengo a mis gatos que son veinticuatro… Tengo una vida y la ELA es una dimensión, pero no puede abarcarlo todo. Y tampoco puedo someter a mi familia a que todo el día se hable de esto.

—Qué importante esto que dice porque, por lo general, la persona cuando está enferma se vuelve un poco egoísta y no ve lo difícil que es también la situación para los que acompañan.

—Tal cual. Así que yo en casa me levanto, hago bromas como todos los días y trato de seguir con mi vida igual que antes. Pero me reservo algunos momentos, por ejemplo, para llorar solo. Yo tipo dos y media, me pongo los auriculares con música que yo disfruto, reflexiono un poco y me quiebro, pero me hace bien llorar.

—¿Ese es el momento en que se permite sentir el dolor?

—Claro. Porque el llanto es restaurador. La tristeza es una de las siete emociones básicas universales. O sea que desde que nacemos, por defecto, está instalada. Y en un momento así no la podemos pasar por alto. No podemos hacer de cuenta que no nos duele. Cuando uno se siente triste es porque su cuerpo está pidiendo procesar algo para poder asimilar, fortalecer y seguir adelante.

—¿Se trata entonces de permitirse estar mal, pero no dejar que eso anule todos los otros aspectos de la vida?

—Exactamente. Las emociones están ahí para algo. Lo que no podemos hacer, porque no nos hace bien, es quedarnos en una emoción, ya sea la tristeza o el enojo. No hay que quedarse preso ahí. Así que yo sigo con mi vida y con mi actividad.

—¿Le dijeron lo médicos cómo va a seguir su tratamiento? ¿Está preparado para lo que pueda venir más adelante?

—Yo siempre digo que no existen enfermedades, sino personas que enferman. O sea que en cada persona es una historia distinta. Como la vida. Cualquiera se puede quedar encerrado en un ascensor. Y habrá quien se mata de risa, quien se asusta y hasta quien se muere por el shock. El hecho es siempre el mismo, pero cada uno le imprime su historia.

—Es verdad.

—La ELA es algo físico a lo que cada uno responde con las herramientas que tiene o con lo que puede, pero también hay una parte emocional que tiene que ver con una decisión. Entonces, yo puedo tomar la postura de angustiarme, dejarme caer y joderle la vida a todo mi entorno. O tratar de ponerle onda. Es decir: ya que estoy encerrado en el ascensor, contemos un chiste o hagamos algo para que esto sea más llevadero. Los médicos sí te dicen todos los escenarios posibles, desde el más sombrío hasta el de gente que vive con síntomas latentes por años. Y creo que hay que trabajar un poco la emoción, porque yo puedo ayudar a mi cuerpo. Porque la angustia permanente te baja las defensas.

El

—Me habló de una etapa de negación, otra de enojo, otra de negociación… ¿Y el miedo?

—El miedo te acompaña siempre. Porque después de la negación, el enojo y de la etapa en la que entrás a negociar con vos mismo, entrás en un bajón que es la fase del duelo, de la depresión, que hay que atravesarlo también. Y después llega la aceptación. Pero no son etapas estancas, sino que a veces se superponen.

—¿Se van mezclando?

—Exacto. Por ahí un día te encontrás negando y decís: “Che, ¿y si se equivocó el médico y no pasa nada?“. Pero cada tanto es buena una dosis de negación, porque es la base del optimismo. Cuando llueve y está todo mal, decís: ”Vamos igual». Te vas a mojar, pero no te importa. Así que yo me estoy preparando para los peores escenarios, pero trabajando para lo mejor.

—¿Y cómo lo afecta en su profesión, teniendo en cuenta que trabaja con el lenguaje y los gestos?

—Mucha gente que me conoció ahora en las clases o en las conferencias, me manda mensajes diciendo: “Qué lindo escucharlo porque usted habla tan claro y tan lento”. Ellos no saben que antes hablaba más rápido. Y yo pienso que es bueno que lo vean como una virtud. Yo siempre fui muy empático y exagerado, incluso, para la pronunciación. Así que puede que alguno no se dé cuenta del todo. Ahora la ventaja es que doy una clase de una hora y me sobra contenido, porque no llego a decir todo lo que tenía pensado. Y además parezco más filósofo, más reflexivo. Lo que te puedo decir es que de las empresas multinacionales con las que trabajo, en rubros como bancos u hotelería, no se ha bajado ninguna. De hecho, en esta segunda mitad del año tengo varios viajes pendientes. Así que estoy contento porque sigo plenamente activo, aunque reconozco que también un poco preocupado y por eso también tomé algunos recaudos.

—¿Cómo cuáles?

Ojalá que la sintomatología me permita seguir comunicando. Pero igual guardé mi voz. Hice cinco clones con inteligencia artificial, con una empresa de Estados Unidos que vino hace un mes, de tal manera que pueda seguir trabajando. Así que, si algún día que espero que no llegue ya no puedo hablar y que me entiendan, voy a poder seguir produciendo contenido para que mi voz se siga escuchando y la gente me siga viendo a mí. Porque, en definitiva, soy yo el que ha grabado todos los modelos para que la disciplina pueda seguir difundiéndose y yo pueda seguir viviendo, porque yo trabajo de esto (se ríe).

—Es un ejemplo: en lugar de quedarse en la autocompasión, se puso a planear cómo resolver mirando para adelante…

—La vida es un juego en el que lo desafiante, es que está lleno de obstáculos. La gente que quiere vivir sin problemas está equivocada. No entendió el juego. El juego es eso. Somos una serie o, mejor dicho, una miniserie de Netflix. En un capítulo, vos como protagonista, estás festejando y la estás pasando bomba y, el capítulo siguiente, estás colgado de un barranco.

—Muy cierto.

—Eso es la vida. Lo que me ha pasado a mí ahora es que estoy en un capítulo donde está todo enquilombado. Y depende de mí si la serie de mi vida es un embole como Emily en París, que tiene capítulos que son aburridísimos, o puede ser inclusive hasta más corta, pero ser impactante como la película de El secreto de tus ojos, que la recordamos hasta hoy.

—¿Siente que es el encargado de escribir cómo sigue su historia?

—Claro. ¿Y sabés qué me pasó? Al principio yo decía: “Voy a dar una batalla digna”. Y después dije: “No, pará, ¿qué batalla digna? Tengo que dar la mejor batalla”. Si esto fueran los Juegos Olímpicos, voy por el oro. Tengo que ser, frente a este obstáculo, el mejor. Yo me veo dando conferencias con mi silla, si algún día no puedo caminar. Y ya sé cuál es el software para hablar como hace Esteban Bullrich, que con los ojos maneja el mouse. Se puso más difícil, nada más. Yo digo que es como el viejo Pac-Man que jugábamos de pibes, donde el nivel uno, dos y tres eran una boludez, pero cuando llegabas al diez los fantasmistas corrían super rápido. En este nivel que me toca a mí, los fantasmas son un montón y van a toda velocidad. Entonces, yo tengo que tener una estrategia, porque no me quiero quedar enganchado en un nivel en el que los fantasmas me comen y tengo que empezar todo de nuevo. Hay que encontrarle la vuelta. Y aquí estamos.

—Usted está casado con Senda, su novia de toda la vida, y tiene una hija de 28 años, Aldana. ¿Cómo reaccionó su familia frente a esta obstáculo?

—Mi esposa es la mejor compañera que yo pueda tener. Nos conocimos cuando ella tenía veinte y yo veintitrés, casi veinticuatro. Tenemos toda una vida de amistad en la universidad, después de novios, de casados. Solo de matrimonio, llevamos treinta y un años. Con los altibajos, ¿no?

—Como cualquier matrimonio, supongo.

—Pero ella me acompaña. Yo creo que ella tiene una gran virtud, que es la de brindarse. Siempre se lo dije. Cuando éramos amigos, yo llegaba de la universidad y a las cuatro de la mañana me esperaba en el terminal de ómnibus y me tiraba un colchón en su departamento para que yo después buscara mi departamento. Éramos super compañeros. Y hasta el día de hoy me banca. Sabe también que yo soy bastante disruptivo. Y que le vamos a encontrar un sentido a esto, un propósito.

—¿Y su hija?

—Bueno, mi hija es muy particular, porque es hija mía (ríe). Ella es más de las ciencias duras, terminó la carrera de ingeniería informática, da clases en la UBA y es muy lógica. Y la verdad que a mí me hace bien que ella sea así. No es de hablar mucho sobre el tema, pero cada tanto viene y dice: “Mirá, papi, acabo de encontrar esto…”. Y me aporta información.

—¿Va a lo pragmático?

—Sí. Y lo que me gusta es que sigue haciendo planes. Me dice: “Che, en el verano, cuando llenemos la pileta tal cosa…”. Y a mí me hace bien que ella no se sumerja en esto como si fuera una desgracia. Porque hay gente que está peor. El hecho de que yo también pueda contar mi historia y ser una persona influyente para otros, es una manera de abrazarlos también. Ahora me invitaron a un grupo de WhatsApp donde hay 250 personas con ELA. Yo me presenté y les dije: “Ahora juego en el equipo de ustedes. Vamos a dar batalla juntos”.