Marcelo Sández tiene 69 años. Perdió la vista a los 22, luego de un viaje a Mar del Plata para celebrar con amigos el triunfo de Argentina en el Mundial 1978 (Fotos/Gentileza Gobierno de la Ciudad)

Habían pasado apenas unos meses desde que Argentina levantó la Copa del Mundo en 1978 y la euforia todavía recorría las calles de Buenos Aires y el país. Marcelo Sández tenía entonces 22 años, trabajaba como mecánico y se había comprado un buggie con el que, aquel 25 de junio, salió a festejar el triunfo de la Selección por Boedo, el barrio en el que se crio. Con esa alegría todavía en el cuerpo, en octubre decidió viajar junto a dos amigos a Mar del Plata.

El plan era pasar unos días en “La Feliz” para “seguir disfrutando la felicidad”. Los tres veinteañeros —que todavía vibraban con la gloria de Kempes, Passarella y Fillol— se habían prometido no dejar que la rutina apagara tan rápido el brillo del Mundial. El viaje, sin embargo, marcó un quiebre irreversible en sus vidas.

Al día siguiente de llegar, quisieron ir a comer mariscos. Para ahorrarse unos mangos —recuerda Marcelo, ahora— en vez de ir a un restaurante, fueron a un lugar “clandestino”. “Pedimos unos camarones sin saber que habían sido levantados durante la ‘Marea Roja’ y estaban envenenados. Ahí comenzó el drama”, sintetiza.

Un par de horas después, el cuerpo de Marcelo empezó a dar señales de que algo no estaba bien. “Sentía las piernas cansadas y los pies se me inflamaron tanto que los zapatos no me cerraban”, cuenta.

El malestar escaló tan rápido que tuvo que volver a Buenos Aires de urgencia. Lo que parecía una intoxicación pasajera se transformó en meses de terapia intensiva y secuelas que aún lo acompañan: ceguera y una ataxia cerebelosa que afectó su equilibrio y lo dejó un tiempo en silla de ruedas y sin poder hablar. “Poco tiempo después, mis dos amigos murieron”, agrega.

Marcelo caminando por las calles de Floresta, barrio en el que vive actualmente, junto a su cuidadora, Gladys Quispe

Dejar de ver, de hablar y de caminar

Marcelo llegó a Buenos Aires casi sin fuerzas y fue internado en el hospital Ramos Mejía. Luego lo derivaron al Posadas, donde permaneció más de tres meses en terapia intensiva. La intoxicación no solo le arrebató la vista: también lo dejó sin voz y en una silla de ruedas.

La ceguera creo que fue progresiva: no fue que dejé de ver de un día para el otro”, dice. “Con el habla fue parecido. Al principio yo me escuchaba, pero los demás no. Después, era como que mis palabras no tenían sonido. Además, perdí el movimiento de la cintura para abajo. Quedé inválido”, agrega.

La recuperación fue lenta y llena de incertidumbre. Aprender a sentarse otra vez fue una hazaña: “Como no tenía fuerza, lo que hacía era sujetarme de una soga para incorporarme en la cama”, cuenta. De a poco, con el correr de los meses, la voz volvió a salir: primero fue un murmullo —dice— después se fue afianzando. También recuperó algo de movilidad en las piernas, pero nunca la visión.

En el medio de esa oscuridad, hubo un sostén decisivo: su madre, Marisa. “Estuvo conmigo todo el tiempo. Aunque yo era grande, no se despegó nunca de mi lado. Su apoyo fue más que importante. Yo quería ponerme bien para devolverle algo de todo lo que ella había hecho por mí. Ese fue mi motor para salir adelante”, dice Marcelo, todavía emocionado.

Los médicos le habían anticipado que lo de la vista era irreversible, que “solo un milagro” podría devolvérsela. Pero él se aferró a otra cosa: volver a caminar. “Con eso ya era más que suficiente”, asegura. Y, a pesar de las secuelas, lo logró: hasta hoy, se mueve con un bastón blanco.

Un artículo del 5 de diciembre de 1980 informaba acerca de la Marea Roja en “La Feliz” (Foto/Gentileza Archivo Mitre Mar del Plata)

La incógnita de la marea roja

Marcelo siempre le adjudicó la ceguera y la ataxia cerebelosa a los camarones que comió en aquel lugar de poca higiene. “El doctor que me atendió me dijo que, muy probablemente, los habían levantado durante la Marea Roja. También me explicó que, como los moluscos se alimentan de lo que hay en el agua, podían haber acumulado las toxinas de microalgas tóxicas y, al consumirlos, nos envenenamos”, dice.

Sin embargo, en los archivos del diario La Capital de Mar del Plata —periódico fundado en 1905— no aparecen registros de este fenómeno en 1978: recién dos años después, en 1980, comenzaron a publicarse las primeras noticias vinculadas a “moluscos tóxicos” y una “veda para pescar”, como titula el recorte que figura más arriba.

De todas formas, sí hay constancia de episodios en la región: ese mismo año se registró un evento en el balneario “Hermenegildo”, una playa brasileña ubicada en el Estado de Rio Grande do Sul, a unos 25-30 kilómetros de la frontera con Uruguay (Chuy). A partir de esa pista, Infobae consultó al INIDEP, el Instituto Nacional de Investigación y Desarrollo Pesquero, que funciona en Mar del Plata desde 1976.

Desde la institución recordaron que, en Argentina, el primer episodio confirmado de intoxicación por Marea Roja ocurrió en 1980, cuando dos tripulantes del buque pesquero Constanza, que operaba en la zona de Península de Valdés, murieron tras consumir mejillones contaminados. A partir de ese momento, el INIDEP lanzó una campaña de investigación en la identificó al dinoflagelado Alexandrium Catenella, productor de las llamadas toxinas paralizantes de moluscos.

Según un trabajo de la investigadora Nora Montoya, publicado en la revista científica Marine & Fishery Sciences, estas toxinas bloquean la transmisión nerviosa en fibras musculares y nerviosas. En humanos, los primeros síntomas son hormigueo, entumecimiento y parestesias; en los casos más graves pueden causar parálisis respiratoria y muerte.

Si hubo una conexión entre la Marea Roja de Brasil y Uruguay de 1978 y los camarones que comió Marcelo ese mismo año, es imposible demostrarlo. En aquella época, en Argentina no existían los planes de monitoreo y control sanitario de Marea Roja. Actualmente, este trabajo lo coordina el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (Senasa) con los gobiernos de cada provincia”, explicó a este medio la bióloga Guillermina Ruiz, responsable del programa Química Marina y Marea Roja del INIDEP.

El fenómeno de la Marea Roja sucede cuando hay una proliferación de microalgas en el mar, que colorean el agua de tonos rojizos o pardos y que pueden ser nocivas (Foto/Gentileza GEC)

Redescubrir los sentidos

Después de aquel viaje, Marcelo jamás volvió a ser la misma persona. A pesar de ello, se empeñó en no adoptar el rol de víctima. “Toda la vida tuve la esperanza y las ganas de poder hacer lo que hacían los demás. Nunca me quedé pensando en lo que pasó. Decidí mirar para adelante y no quedarme en el pasado”, asegura.

La pérdida también alcanzó a los amigos que lo acompañaron a Mar del Plata. “Según me dijeron, murieron al poco tiempo, a los meses. No me acuerdo ni los nombres…”, dice. Del resto del grupo se terminó distanciando: “Cuando pasan cosas así, lamentablemente, las amistades se alejan. Cada uno tomó un rumbo distinto, qué sé yo”.

Al recibir el alta y regresar a su casa, buscó herramientas para adaptarse a su nueva realidad: asistió a una escuela para personas ciegas y aprendió a leer y a escribir en braille. “Al principio me parecía imposible porque eran todos puntitos. Además, yo tengo las manos bastante grandes… Cada vez que tocaba una hoja, pensaba: ‘Esto es un rallador. Jamás voy a poder’. Pero al final pude”, cuenta orgulloso.

En paralelo, tomó un curso de orientación y movilidad para manejarse con el bastón de manera independiente. “Empecé a prestar más atención a los sonidos. Hasta cuando paso por un garaje siento el vacío que se genera”, asegura.

También estudió encuadernación y, para “desconectarse”, se volcó al deporte. Practicó lanzamiento de bala y disco y natación en el Parque Chacabuco. Su relación con el agua lo llevó aún más lejos: entrenó vela en el río Luján y, en 1999, participó en el Campeonato Mundial de Vela para no videntes en Miami.

La clave, dice, estuvo en prestar atención a quienes ya habían nacido sin visión: “En vez de enfocarme en que no iba a volver a ver, me fue mucho más fácil concentrarme en las personas que, aun con esa dificultad, habían conseguido cosas de una forma admirable. Ellos fueron espejo”.

En 2001, durante un encuentro para no videntes en el Parque Avellaneda, Marcelo conoció a Sonia. “Al principio nos reuníamos para hacer caminatas grupales. Después hicimos un viaje a Chapadmalal, donde tuve la oportunidad de charlar un poco más con ella y ahí nos enamoramos. Estuvimos 22 años juntos: un día más lindo que otro”, cuenta. Sonia había perdido la vista a los 28 y falleció en 2022. A tres años de su partida, Marcelo la recuerda con gratitud y ternura: “Lo que viví con ella fue hermoso. Jamás discutimos, siempre nos quisimos hacer sentir bien mutuamente. Nos vinculábamos de una forma tan fantástica que disfrutábamos de todo lo que hacíamos”, dice.

Marcelo (a la izquierda) y Sonia (de musculosa negra y vincha) fueron pareja durante más de dos décadas. “Lo que viví con ella fue hermoso

“Nunca me reproché haber comido esos camarones”

Marcelo tiene hoy 69 años y vive solo en Floresta. Se mantiene activo y saludable, aunque reconoce que hay tareas de la vida cotidiana que ya no puede encarar sin ayuda. Este año sufrió un síncope al entrar a su casa: quedó inconsciente durante horas hasta que lo encontraron.

A raíz de ese episodio, un equipo interdisciplinario de la Comuna 10 de la Ciudad dispuso que recibiera ayuda diaria y así apareció Gladys Quispe, una acompañante gerontológica que lo visita todas las mañanas de lunes a viernes. “Ella maneja mis medicamentos, me lleva al médico, me saca turnos. Me facilita un montón las cosas”, resume él.

Pese a los contratiempos, Marcelo intenta conservar su independencia. En el barrio ya lo conocen: hace 16 años que camina sus calles, hace las compras y conversa con los vecinos. “Eso es muy positivo para mí —dice—, porque me hace sentir acompañado. Salgo, me cruzo con gente que me ayuda, nos quedamos charlando”.

Fanático de Boca, no se pierde un partido por radio. Para mantenerse activo, pedalea en una bicicleta fija y hasta corre los muebles del comedor para hacer ejercicios en el piso. “Si me detengo en lo que tendría que haber sido y no fue, me afecta. Tengo que estar bien de la cabeza”, dice.

Esa manera de pensar lo acompaña desde 1978. “Nunca me reproché haber comido esos camarones. Es algo que me pasó y tengo que dar gracias a Dios porque pude superarlo y porque voy a seguir superándolo. Mientras haya vida y esperanza, siempre se puede avanzar. Esa es mi premisa”, se despide.

Marcelo junto a su acompañante gerontológica Gladys Quispe, quien lo visita de lunes a viernes. “Ella maneja mis medicamentos, me lleva al médico, me saca turnos. Me facilita las cosas un montón”, resume él

Fotos: Gentileza Gobierno de la Ciudad.

Agradecimientos: Alfredo Ves Losada, Archivo Museo Histórico Municipal “R.T. Barili” Villa Mitre de Mar del Plata y Hemeroteca del Diario La Capital.