Caracas, Venezuela, sábado 24 de agosto de 1963, seis de la mañana. El teléfono suena en la habitación 216 del Hotel Potomac, donde está alojado el plantel del Real Madrid que participa de la “Pequeña Copa del Mundo” que reúne a los mejores equipos de fútbol de la época. Entredormido, el jugador estrella del Real atiende la llamada:
-Diga.
-¿Señor Di Stéfano?
-Sí, dígame.
-Hay unos policías aquí que quieren hacerle unas preguntas y piden que baje – dice un hombre que se identifica como el conserje del hotel.
-Si quieren hablar conmigo, que suban ellos – responde el jugador y corta la llamada para seguir durmiendo porque piensa que se trata de una broma que le están haciendo algunos de sus compañeros.
Minutos después golpean la puerta de la habitación y cuando abre Di Stéfano se encuentra con un empleado del hotel y tres hombres que se identifican como policías. Le piden que baje con ellos, que quieren hacerle algunas preguntas. Al jugador no le extraña la situación, la noche anterior, durante el partido que su equipo le ganó 2 a 1 al Oporto de Portugal, se habían escuchado tiros afuera del estadio y después el público invadió el campo de juego. Corrían tiempos violentos en Venezuela, quizás los policías quisieran preguntarle sobre eso. Su compañero José Emilio Santamaría, que está en la misma habitación, no se muestra tan confiado y le dice: “Espera, Alfredo. Vamos a decirle a un directivo antes de que bajes”, pero Di Stéfano le contesta que no, que va a ir con ellos.
Una vez abajo lo sacan del hotel y lo suben a un auto, en el asiento de atrás, apretado entre dos hombres armados. “Me hicieron un sándwich”, contará después. Le ponen una venda en los ojos, también unos anteojos negros y uno de los hombres le anuncia lo que Di Stéfano ya sabe en las tripas que se le estrujan de miedo:
–Esto es un secuestro, quédese tranquilo, no le pasará nada – le dice el hombre, un guerrillero que por entonces se llama Máximo Canales y es el líder del comando de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN) que se lo está llevando. Primero lo encierran en un departamento, después en una casa de campo y finalmente en otro departamento del centro de Caracas.
A la una de la tarde, un guerrillero llama al hotel y se adjudica el secuestro: “Di Stefano está bien, no sufrirá ningún daño, lo dejaremos en libertad cuando el secuestro sea noticia”, anuncia. La noticia recorre el mundo: “Secuestraron a Di Stefano en Caracas”, titulan al día siguiente, palabras más o menos, casi todos los diarios europeos y latinoamericanos en sus portadas. La publicidad buscada por la guerrilla de las FALN – un grupo conformado por militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y el Partido Comunista venezolano que se opone al gobierno represivo de Rómulo Betancourt – está lograda con creces.
De Fangio a Di Stéfano
Con el secuestro de “La Saeta Rubia”, como se lo conocía por su velocidad a Alfredo Di Stéfano, las FALN no buscaban tener una pieza de cambio para plantearle exigencias al gobierno venezolano ni tampoco pretendían hacerle daño al jugador argentino que vestía la camiseta del Real Madrid. No lo consideraban un enemigo sino que, por el contrario, lo admiraban. Su único objetivo era hacer conocer su lucha en el mundo y la fama de Di Stéfano se los garantizaba. En ese sentido, la operación estaba casi calcada de otra ocurrida poco más de cinco años antes, en Cuba, cuando un comando urbano del Movimiento 26 de Julio, que apoyaba en la ciudad a la guerrilla liderada por Fidel Castro contra la dictadura de Fulgencio Batista, había secuestrado a otro deportista argentino famoso, el campeón mundial de Fórmula 1 Juan Manuel Fangio.
En aquella ocasión, dada la importancia de la figura de Fangio, la noticia había recorrido el planeta, con una publicidad enorme para los guerrilleros, que lo liberaron poco después sin que hubiese sufrido ningún otro daño más que el susto. Con Di Stéfano, los guerrilleros pretendían conseguir lo mismo, y lo obtuvieron. Quizás 62 años después de aquel episodio no se tenga una idea acabada del lugar que ocupaba “La Saeta Rubia” en el mundo futbolístico. Una pista la puede dar un ranking publicado por la FIFA en 2004 con los nombres de los mejores jugadores del Siglo XX: en los primeros cuatro lugares figuraban Pelé, Diego Armando Maradona, el neerlandés Johan Cruyff y Di Stéfano.
Más significativo todavía es lo que los otros tres grandes cracks opinaban de él: “La gente discute entre Pelé o Maradona. Di Stéfano es el mejor, mucho más completo”, lo definió el brasileño Pelé. “En la final de Ámsterdam entre Benfica y Real Madrid, que jugaban Eusebio y Di Stéfano, yo era alcanza pelotas y disfruté muchísimo porque Di Stéfano siempre ha sido uno de mis ídolos, porque era de los mejores del mundo y hacía cosas muy bonitas que me gustaban mucho. Era mi jugador favorito y lo que más me gustaba de Di Stefano era todo lo que hacía por el equipo. Tenía un equipo fantástico, pero era una referencia para todo el mundo y fue de los primeros argentinos que jugó en España. Hay gente que ha sido buena en una época, pero Di Stéfano duró muchas épocas, ha estado ahí toda la vida”, contó Cruyff. “No sé si he sido mejor jugador que Pelé, pero puedo decir sin dudas que Di Stéfano fue mejor que Pelé. Me siento orgulloso cuando se habla de Di Stéfano. Pelé hubiera fracasado si hubiese jugado en Europa, mientras que Alfredo ha jugado muy bien en todo el mundo. Puedo decir que Maradona podría ser peor que Pelé. Pero recalco que Di Stéfano era mejor”, dijo El Diego. A todo esto se podría agregar la contundente definición del alemán Franz Beckenbauer: “Di Stéfano fue futbolista más completo del mundo”.
Ese era el hombre que había sido secuestrado por los guerrilleros venezolanos de las FALN.
Relato de un secuestro
Después del primer periplo por dos casas de seguridad, Di Stéfano fue llevado a un pequeño departamento del centro de la capital venezolana, donde quedó custodiado por nueve guerrilleros, que no tuvieron reparos en descubrir sus rostros para interactuar con él. “La verdad es que me trataron bien”, contó años después. Para entretenerlo, los secuestradores lo invitaron a jugar al dominó, las cartas, las damas o el ajedrez. A “La Saeta Rubia” le llamaron la atención las pinturas que estaban colgadas en las paredes del lugar, todas evidentemente del mismo autor. Solo años después sabría que el departamento era propiedad del hombre que se hacía llamar Máximo Canales, el jefe del comando, pero que en realidad era el artista plástico cubano – hijo de españoles – Paul del Río.
Mientras la noticia recorría el mundo, el gobierno venezolano montó un enorme operativo para encontrar a Di Stéfano y, también, para proteger a los otros jugadores del Real Madrid. Pese a que le habían prometido que no iban a hacerle daño, Di Stéfano seguía teniendo miedo. “Pensé en escaparme, pero al final decidí que era mejor no hacerlo”, explicaría después. También temía que si la policía venezolana encontraba el lugar donde lo tenían cautivo se desatara un tiroteo. Rogó varias veces que lo liberaran diciendo que sus padres tenían problemas cardíacos y que la noticia de su secuestro los iba a matar. Del Río le pedía que se tranquilizara, que no le iba a pasar nada y que pronto lo iban a dejar en libertad.
Quizás para contribuir a tranquilizarlo y también porque lo admiraban, los guerrilleros lo trataban a cuerpo de rey, si eso es posible durante un secuestro. Le dieron de comer panchos, sándwiches, pizza e incluso cocinaron una paella la noche del domingo para agasajarlo mientras escuchaban por la radio el partido que el Real Madrid jugaba con el Porto. Porque pese al secuestro de Di Stéfano, el presidente del club español, Santiago Bernabéu, que no estaba en Caracas sino disfrutando de unas vacaciones en la Costa del Sol, lejos de todo peligro, ordenó que el equipo saliera igual a la cancha. Nerviosos, los españoles jugaron mal y aunque en los papeles eran superiores al otro equipo apenas si pudieron empatar 0 a 0.
La mañana del lunes 26, el jefe del comando le anunció que lo iban liberar y que lo dejarían cerca del hotel, para que volviera sin problemas con sus compañeros. También que le cortarían el pelo y lo disfrazarían, para poder trasladarlo sin que fuera reconocido. Di Stéfano pidió que no lo pelaran, que casi no tenía pelo, y entonces resolvieron ponerle un sombrero. Les rogó además que no lo dejaran cerca del hotel, que ahí debía haber muchos policías y temía que se armara un tiroteo y lo mataran. Incluso pidió que le dieran un arma, para defenderse si había tiros: “No quiero morir como un conejo”, les dijo. Por supuesto, no se la dieron y decidieron dejarlo cerca de la embajada española.
Lo subieron a un auto y a las 2.45 de la tarde lo dejaron en la calle Libertador con dinero para que tomara un taxi hasta la embajada. Cuando lo bajaron del auto, Di Stéfano corrió y se escondió detrás de un auto: temía que lo mataran por la espalda. Cuando vio que los secuestradores se habían ido, paró a un taxi y fue hasta la delegación diplomática, donde se encontró con un cartel que decía que estaba cerrada, que su horario de atención era desde las 10 am a las 2 pm. Golpeó la puerta hasta que le preguntaron qué quería y gritó: “Soy Alfredo Di Stéfano”. Entonces le abrieron.
Obligado a jugar
Una vez adentro de la embajada, Di Stéfano dijo que no saldría hasta que lo llevaran al aeropuerto y lo subieran a un avión que lo llevara de regreso a España, pero no pudo ser. Desde las playas de la Costa del Sol, el presidente del Real Madrid, enterado de su liberación, ordenó que “La Saeta Rubia” debía ser titular en el partido final que se jugaría el día siguiente, contra el Sao Paulo. Obedeció, pero ese partido quedó en su memoria como el peor de su vida: jugó mal, con la cabeza en otro lado, rogando que llegara la hora del pitazo final para poder subirse al avión, esa misma noche. No respiró tranquilo hasta que la aeronave de detuvo en la pista del Aeropuerto de Barajas.
Muchos años después de su secuestro, Di Stéfano contó: “Llegué a perdonar a mis secuestradores, porque eran altruistas, gente con un ideal. No puedo olvidarme; tengo en casa un cuadro firmado por Del Río. Me lo regaló para resarcirme del sufrimiento. ¿Síndrome de Estocolmo? No, hasta ahí no llego. Fue todo muy extraño. Antes de volver de Venezuela, la embajadora me regaló un loro que decía chévere y más y más. Al subir al avión pedí el aire acondicionado al máximo, no dejaba de sudar del susto. El loro se enfrió y murió a los cuatro días en Madrid”.
Paúl Del Río fue capturado en 1971 y pasó tres años en la cárcel, hasta que el gobierno lo liberó como parte de un plan de pacificación del país. No volvió a participar de acciones guerrilleras y se dedicó el resto de su vida a sus otras pasiones: la escultura y la pintura. En 2005 se reencontró con Di Stéfano en el estreno de “Real, la película”, un documental dirigido por Borja Manso. Pese a que no le guardaba rencor al jefe de sus secuestradores, “La Saeta rubia” se negó a darle la mano en público cuando se lo pidieron para una foto. “No quiero que haga un espectáculo con mi secuestro”, explicó.