A las cuatro de la mañana, agentes del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) irrumpieron en una vivienda familiar en Nueva Orleans. Yessenia, embarazada de siete meses, fue esposada frente a sus tres hijos pequeños, todos nacidos en Estados Unidos. Su hijo mayor, Juan David, de apenas ocho años, intentó aferrarse a ella, pero fue apartado a la fuerza. Junto a otra madre, también detenida esa madrugada, fueron subidas a un avión con destino a Honduras, sin que mediara orden judicial alguna, sin abogados, sin haber sido siquiera notificadas formalmente de una deportación. ¿Cómo supo el ICE de su paradero exacto y de su situación? A través de un complejo entramado de agencias, desde el Departamento de Seguridad Nacional (DHS) hasta el servicio de salud pública, que compartieron información de su residencia, estado de embarazo e incluso datos privados vinculados a sus visitas médicas y al estado de salud de su hijo menor (quien fue deportado sin sus medicamentos ni diagnóstico clínico, a pesar de sufrir una condición médica grave).
Lo que debía ser un sistema judicial de garantías se desdibujó en una operación administrativa opaca y despiadada. Para cuando los abogados pudieron presentar un habeas corpus, ya estaban fuera del país.
Aunque bajo el gobierno de Trump 2.0 estos casos aparecen en la prensa cotidianamente, el sistema ya estaba integrado a la actividad de la administración federal hace muchos años. En 2018, un informe de The Guardian reveló que un sistema de vigilancia utilizado por el DHS y otras agencias federales de los Estados Unidos, alimentado por la tecnología de análisis predictivo de Palantir, había estado utilizando datos personales de personas en situación de vulnerabilidad, incluidas víctimas de violencia doméstica.
El 25 de marzo de 2025, Rümeysa Öztürk, ciudadana turca y estudiante de doctorado en la Universidad de Tufts, fue detenida por agentes del ICE mientras caminaba cerca de su residencia en Somerville, Massachusetts. Öztürk, quien se encontraba en los Estados Unidos con una visa de estudiante F-1 válida, había escrito un artículo de opinión en el periódico estudiantil criticando la respuesta de la universidad a las demandas de desinversión en empresas vinculadas a Israel y al reconocimiento del genocidio palestino. Tras su captura, fue trasladada a varios centros de detención en Massachusetts, New Hampshire y Vermont, antes de ser enviada a un centro de detención en Basile, Luisiana, a pesar de una orden judicial que prohibía su traslado sin previo aviso. En todo momento se le negó el acceso adecuado a alimentos, a atención médica y el derecho a participar de prácticas religiosas, además de no garantizarle su medicación para el asma. El encarcelamiento de Rümeysa no se fundamentó en la comisión de un delito, sino en su visibilidad política: la firma en un artículo, su pertenencia a redes universitarias y su perfil migratorio.
La interoperabilidad entre sistemas —universidades, agencias migratorias, departamentos de policía locales y federales— permite que algoritmos y operadores humanos cataloguen a ciertas personas como «riesgos potenciales», sin cumplir con el debido proceso. El uso de plataformas como Palantir, alimentadas por bases de datos fragmentadas pero interconectadas, hace posible que una estudiante crítica se convierta en un objetivo operativo. La categoría de «sospechoso» ya no se deriva de un hecho probado sino de una inferencia probabilística, una asociación o un patrón estadístico. Y ello anula, en la práctica, el derecho a la defensa.
El ICE firmó hace pocas semanas un contrato por 29,8 millones de dólares con Palantir Technologies para desarrollar ImmigrationOS, una nueva plataforma de vigilancia destinada a monitorear a inmigrantes. El sistema integra datos biométricos, geolocalización y otra información personal. Este acuerdo implica una expansión significativa de la colaboración entre el ICE y Palantir, que se remonta a más de una década. Corporaciones como Palantir Technologies fueron clave en este modelo: proveen plataformas de análisis predictivo y fusión de datos para las agencias federales sin supervisión judicial ni transparencia alguna. A su vez, otras empresas como Amazon, Microsoft y Clearview AI colaboran en la captura y procesamiento de datos biométricos, de localización y de comportamiento, muchas veces sin consentimiento informado.
¿Norma o excepción?
Esta suspensión política de las garantías legales nos remite, en consecuencia, a la genealogía del debate sobre el estado de excepción. En el contexto posterior al 11 de septiembre de 2001, leyes como la USA PATRIOT Act y su andamiaje de medidas de seguridad nacional reconfiguraron los límites del derecho y la privacidad. Bajo la lógica del «enemigo interno» y la guerra permanente contra el terrorismo, amplias facultades de fuerza fueron otorgadas al Estado federal para recolectar, compartir y analizar datos personales sin necesidad de control judicial efectivo. Esta arquitectura legal permitió que agencias como el ICE, en alianza con empresas como Palantir, operen en zonas grises donde la legalidad queda subordinada a la lógica de la seguridad. El sistema de garantías y derechos —incluso para residentes legales y ciudadanos estadounidenses— puede ser puesto en suspensión cuando la «seguridad nacional», definida por el mismo Poder Ejecutivo según sus conveniencias, lo exija.
El desplazamiento creciente de funciones judiciales hacia el aparato administrativo —particularmente en el campo de la seguridad, la vigilancia y el control migratorio— implica una mutación sustantiva en esta arquitectura institucional. En vez de funcionar como poderes autónomos y en tensión, el Poder Judicial se convierte en un auxiliar del Ejecutivo: investiga lo que le indica una agencia federal, convalida sus procedimientos, otorga órdenes sobre la base de información producida sin garantías procesales, y muchas veces actúa a posteriori de las decisiones tomadas. Este proceso no es casual, sino sintomático de una tendencia más amplia que el liberal progresista William Scheuerman bautizó como «Ejecutivo sin límites», donde las facultades de este poder se expanden en detrimento de las del Legislativo y Judicial, bajo la justificación de la emergencia, la eficiencia y la seguridad, con una evidente erosión del Estado de derecho que debilita los mecanismos de rendición de cuentas y abre la puerta a formas autoritarias de gobierno.
Eric Posner y Adrian Vermeule, desde un ángulo celebratorio, sostienen que el modelo tradicional del sistema de frenos y contrapesos —el legado de James Madison y los llamados «Padres Fundadores» de los Estados Unidos— ya no describe adecuadamente el funcionamiento real del gobierno moderno. Según los autores, el poder presidencial creció de manera constante desde el siglo XX, especialmente en contextos de crisis como guerras o emergencias, y hoy actúa como un poder «desatado» (Executive Unbound) respecto a las restricciones legales tradicionales. Estos autores critican por ingenua la visión que concibe al Estado de derecho como un conjunto de límites legales racionales que contienen al poder político. Argumentan que el poder presidencial siempre tuvo amplios márgenes de acción, y que los juristas y constitucionalistas deberían aceptar esta realidad y diseñar instituciones adaptadas a ello. El derecho, esa «mitología cívica», en lugar de limitar al Ejecutivo, hoy lo habilita y canaliza su accionar.
Pero el fortalecimiento del Poder Ejecutivo no debe verse simplemente como un ajuste institucional funcional a la eficiencia del Estado moderno ni como una amenaza al liberalismo clásico, que aseguraría una división de poderes funcional a la democracia. Lo que se consolida es un régimen neoliberal autoritario, impulsado por la extrema derecha, donde el Poder Ejecutivo actúa en estrecha articulación —aunque no exenta de fricciones— con los intereses del complejo tecno-securitario, formado por empresas como Palantir, agencias de seguridad y plataformas digitales, en una alianza orientada a reconfigurar el orden social bajo una lógica de restauracionista: restauración de la dominación del capital, del privilegio blanco-anglosajón, del poder masculino y de la exclusión de las diversidades, naturalizando la opresión como política de Estado.
«Excepción permanente» versus «crisis permanente»
Desde los atentados del 11 de septiembre, Estados Unidos (pero en cierta medida también Europa), experimentó una reconfiguración profunda de sus instituciones democráticas bajo el imperativo de la seguridad nacional. Este giro, sostenido por el discurso de la «guerra contra el terrorismo» y por tecnologías digitales cada vez más invasivas, dio lugar a lo que diversos autores, entre ellos Giorgio Agamben, describían como un régimen de «excepción permanente». Las revelaciones de Edward Snowden de 2013 dejaron en evidencia la existencia de un sistema global de vigilancia masiva liderado por la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) y otras agencias aliadas, que recopilaba datos de comunicaciones electrónicas sin autorización judicial previa ni conocimiento de los ciudadanos. Esto supuso una ruptura con los principios democráticos básicos, al mostrar que la privacidad —entendida como un límite al poder del Estado— y la protección de las libertades civiles habían sido gravemente erosionadas, incluso en las democracias liberales más consolidadas. En este marco, la articulación entre Estado, corporaciones tecnológicas y dispositivos de vigilancia masiva transformó la relación entre los ciudadanos y el poder.
En su publicación de 2003 sobre el Estado de excepción, Agamben recuperó el debate entre Walter Benjamin y Carl Schmitt de los años 20 y ofreció su propia tesis sobre el poder político. Allí proporcionó un marco conceptual para entender la ola política antiterrorista posterior al 11S. Su tesis era que la política occidental se había convertido en un estado de excepción permanente, una suspensión indefinida del orden jurídico que le otorga al soberano el poder absoluto para decidir quién queda dentro y quién fuera del derecho, reduciéndonos a todos —empezando por los presos de Guantánamo— a la nuda vida (una vida reducida a su mera condición biológica, despojada de derechos políticos, jurídicos o sociales).
La aprobación del USA PATRIOT Act en 2001 marcó el inicio de un nuevo paradigma de seguridad, donde el equilibrio entre libertad y vigilancia se volvió definitivamente hacia la última. El Estado adquirió facultades para realizar escuchas e intervenciones sin orden judicial, acceder a registros personales y financieros y colaborar con corporaciones privadas para la recolección y procesamiento de información privada. Este entramado fue consolidado con el Foreign Intelligence Surveillance Act (FISA) y el National Defense Authorization Act(NDAA), ampliando las zonas grises donde los derechos pueden ser suspendidos sin una declaración formal de emergencia.
Esta legislación permitió que el Estado norteamericano habilitara formas excepcionales de vigilancia y así justificó las detenciones arbitrarias. Este nuevo régimen se apoyó, en gran medida, en el acceso y la circulación de datos personales provenientes de múltiples agencias estatales, muchas de las cuales no fueron diseñadas para labores de inteligencia o control migratorio. Así, organismos como el Departamento de Seguridad Social, registros educativos o bases de salud pública se convirtieron en fuentes clave para alimentar a los sistemas de inteligencia algorítmica y de vigilancia, como en los casos de Yessenia y Öztürk. Datos cedidos originalmente para acceder a servicios sociales o educativos terminaron siendo utilizados por el aparato de seguridad para clasificar, controlar o detener personas sin el debido proceso. A diferencia de la Unión Europea (con su Reglamento General de Protección de Datos) y muchos países de Asia, África y América Latina, EE. UU. no cuenta con una ley federal que regule de manera integral la protección de datos personales. Existen regulaciones sectoriales y algunas leyes estatales, pero el sistema es fragmentado e insuficiente. La Privacy Act de 1974 sólo aplica a agencias federales y tiene amplias excepciones que permiten el uso y la cesión de datos sin consentimiento, en especial cuando se invoca la «seguridad nacional» o la «rutina administrativa». Esto deja un margen enorme para el uso indiscriminado de datos sin información ni control de los titulares. Pero lo más importante es que el sistema judicial, ocupado por fuerzas conservadoras, habilitó e incluso normalizó el estado de suspensión jurídica para una enorme cantidad de casos bajo el paraguas de la «seguridad nacional».
Lo que hace Trump es llevar esa lógica hasta sus últimas consecuencias, en particular contra los inmigrantes a quienes demonizó. La figura de este enemigo que se fue hilvanando desde hace por lo menos dos décadas mediante políticas de estigmatización y restricción bajo gobiernos demócratas y republicanos, llega a su culminación (y pega un salto de calidad) con el retorno del uso de la Ley de Enemigos Extranjeros (de 1798!) para ordenar la detención y deportación de más de 200 inmigrantes venezolanos.
La caza de inmigrantes, ayudada por las nuevas tecnologías y la cesión de los datos personales de una agencia a otra, vulnera los principios fundamentales de la privacidad, reconocidos en la mayoría de los marcos normativos internacionales (como el principio de finalidad específica, proporcionalidad, limitación de acceso y responsabilidad) y representa un síntoma específico y emblemático de la vigilancia, el poder estatal ejercido en la sociedad de control y el neoliberalismo autoritario. Una tendencia que no para de crecer sobre la base de nuevas herramientas tecnológicas de videovigilancia, del scraping de redes sociales, la minería de datos biométricos y el análisis predictivo, entre otras herramientas, que permiten una clasificación permanente de la población según criterios opacos. Paradójicamente, uno de los principios básicos del liberalismo político desde el siglo XVIII —la privacidad— se convierte hoy en una frontera política inesperada: no simplemente un derecho individual destinado a proteger la autonomía del sujeto sino un límite frente a una arquitectura de dominación que reconfigura radicalmente la relación entre ciudadanía, poder y tecnología, adquiriendo un carácter eminentemente político y colectivo que interpela los fundamentos mismos del capitalismo de plataformas.
Estas nuevas formas de dominación respaldaban la explicación ofrecida basada en la idea de la excepción permanente de Agamben, que permite captar una dimensión fundamental del poder contemporáneo: su capacidad para suspender derechos, refundir el umbral entre legalidad e ilegalidad y colocar a colectivos enteros en una zona de indeterminación entre ciudadanía y exclusión. Sin embargo, al presentarla como una constante invariante de la política occidental desde el principio del siglo XX hasta el presente, Agamben tiende a vaciar la política de sus determinaciones históricas concretas. La historia deviene una reiteración de una lógica abstracta entre soberanía y nuda vida, sin lugar para las transformaciones tecnológicas, las luchas sociales, las reconfiguraciones estatales ni los antagonismos que marcan la dinámica del capitalismo contemporáneo.
Como demostró Christos Boukalas en el artículo de 2014 «No exceptions: authoritarian statism. Agamben, Poulantzas and homeland security» [Sin excepciones: el estatismo autoritario]. Agamben, Poulantzas y la seguridad nacional, a pesar de la fuerte correspondencia entre la construcción de Agamben y aspectos clave de la política antiterrorista, la tesis de la «excepción permanente» no puede proporcionar una explicación adecuada de la política contemporánea. En primer lugar, porque toda la arquitectura de seguridad fue impulsada por el propio Congreso y expresa un giro social, y no sólo de la superestructura política, frente a las amenazas y el debilitamiento geoestratégico de Estados Unidos como potencia en declive. En segundo lugar, la definición de Agamben asume la excepción no como un estado, sino como forma («permanente») de la política contemporánea. Es decir, que entiende a la política como el efecto estructural de la interacción entre el poder soberano y la nuda vida, que parece esencialmente inalterable a lo largo de la historia. Esa es la base teórica de la confusión entre las políticas antiterroristas adoptadas por Estados Unidos y la cuarentena obligatoria que la mayoría de los Estados impusieron durante el peor momento de la pandemia de COVID-19. Esta reducción de la política a una condición eterna, la vacía de su contenido social, la despoja de sus formas sociohistóricas específicas y borra preguntas clave sobre las agencias, procesos, razones y propósitos que le dan forma. Boukalas sugiere un enfoque estratégico-relacional basado en los aportes de Nicos Poulantzas y Bob Jessop para comprender las formas que adquiere la seguridad nacional, sobre la base de una reconfiguración del estatismo autoritario: una forma de Estado diseñada para gestionar la crisis permanente en las sociedades capitalistas. «Excepción permanente» versus «crisis permanente».
Aunque no me convence la idea de la gestión de una «crisis permanente», porque en parte peca del mismo defecto de transformar una coyuntura histórica en una etapa de crisis perenne, implica un movimiento reflexivo del enfoque analítico de las esencias puras a coyunturas sociohistóricamente específicas. El enfoque estratégico-relacional contribuye a establecer una composición global de aspectos del desarrollo tecnológico, de la disputa geoestratégica a nivel global y la relación de fuerzas sociales y políticas al interior de las sociedades nacionales que permiten componer un cuadro de las condiciones sociohistóricas específicas. Esta composición puede contribuir a la comprensión de la emergencia de la extrema derecha, a los cambios operados en la sociedad a partir de las tecnologías de control social y la gubernamentalidad algorítmica, a la crisis social y los fantasmas identitarios que se reforzaron y amplificaron desde la pandemia.
Lejos de una excepción atemporal, lo que se pone en juego es una mutación del Estado capitalista ante la incapacidad de las formas democráticas liberales para gestionar las contradicciones acumuladas en el seno del neoliberalismo. Es decir, lo que emerge no es una política sin historia sino una política moldeada por una crisis concreta: la crisis estructural de la hegemonía occidental, la descomposición de los lazos sociales, el agotamiento de los pactos redistributivos del Estado de bienestar, la financiarización de la economía, el debilitamiento del trabajo organizado y el avance de las tecnologías digitales de control.
Reconfiguración de las relaciones de poder
La gestión del neoliberalismo autoritario no es simplemente reactiva: es productiva de nuevas formas de dominación, de tecnologías de control, de discursos identitarios, de alianzas entre fracciones del capital (tecnológico, financiero, militarizado), de afectos movilizadores como el miedo, el resentimiento y la nostalgia autoritaria. Lo que se constituye es una arquitectura de poder que no puede ser comprendida sin articular en una misma lectura los siguientes planos:
- Transformaciones tecnológicas: la expansión del capitalismo de vigilancia, la minería de datos, la inteligencia artificial, las plataformas digitales y los dispositivos de predicción y control social redefinieron las formas de ejercer poder sobre los cuerpos y las poblaciones. Esto implicó una creciente privatización de funciones estatales clave, como la seguridad, la recolección de información y la gestión de riesgos, en alianza con empresas tecnológicas privadas.
- Transformaciones políticas: asistimos a la erosión de las formas democráticas liberales, que no logran canalizar los conflictos sociales ni ofrecer horizontes de bienestar. La impotencia de la política representativa fue funcional al ascenso de liderazgos autoritarios que prometen restaurar el orden perdido mediante el uso intensivo del Poder Ejecutivo, la criminalización del disenso y el desprecio por las garantías constitucionales. Este proceso no representa una ruptura con el neoliberalismo sino su radicalización bajo una forma autoritarias.
- Transformaciones sociales y culturales: la crisis de reproducción social —acentuada por la pandemia— generó una proliferación de ansiedades en torno a la seguridad, la identidad y la pertenencia. El vacío que dejó la destrucción del tejido social fue ocupado por narrativas neoconservadoras, xenófobas y antifeministas, que canalizan el malestar social hacia chivos expiatorios —migrantes, mujeres, disidencias, minorías raciales o religiosas— y refuerzan formas de racismo estructural y violencia patriarcal.
- Reconfiguración geopolítica: la crisis de la hegemonía estadounidense, el ascenso de China, las guerras híbridas y el retorno del conflicto interestatal configuran un nuevo escenario internacional en el que el autoritarismo se presenta como una herramienta de eficacia estratégica. En este marco, la seguridad nacional se convierte en el vector central de legitimación de políticas excepcionales, muchas veces articuladas con tecnologías digitales de control y vigilancia.
La convergencia de estos factores da lugar a lo que puede denominarse un nuevo bloque histórico autoritario, en el que convergen fracciones del capital (sobre todo tecnológico y financiero), élites políticas, estructuras militares y policiales, aparatos ideológicos mediáticos y afectos sociales articulados en torno al miedo, la humillación y la pulsión de castigo. Este bloque, que se constituye dentro de las democracias formales, desborda las formas clásicas del neoliberalismo e impulsa un tipo de gubernamentalidad que combina gestión algorítmica, control afectivo y exclusión de poblaciones enteras del acceso a derechos.
El neofascismo no es un destino inevitable
Así, el modelo de excepcionalidad, lejos de ser un paréntesis jurídico ante situaciones extraordinarias, se consolidó como forma de gobierno en el marco del neoliberalismo autoritario ocupado por la extrema derecha. La vigilancia masiva, la erosión del debido proceso, el uso intensivo de tecnologías de control y la alianza entre agencias estatales y corporaciones tecnológicas como Palantir configuran un nuevo umbral de autoritarismo. Este proceso se vuelve aún más inquietante cuando el propio lenguaje de los derechos humanos y las libertades públicas es resignificado para justificar la exclusión, el odio o la opresión en nombre del «derecho de opinión».
La emergencia de gobiernos de extrema derecha en diversas regiones del mundo no puede entenderse aisladamente ni como una mera anomalía. Estos fenómenos se inscriben en un contexto más amplio de crisis del neoliberalismo y erosión de las democracias representativas, cuyos efectos minaron la legitimidad institucional, debilitaron los lazos sociales y exacerbaron la desigualdad. Ante este panorama, la extrema derecha ofrece una respuesta que no busca superar el neoliberalismo sino radicalizar su componente autoritario, fusionándolo con formas de movilización reaccionaria, control social intensificado y exclusión sistemática de sectores sociales.
Es en este punto donde resulta legítimo hablar de neofascismo, no como una repetición mecánica del fascismo clásico sino como una reactualización adaptada a las condiciones del siglo XXI, evidenciada por el curso que están adoptando en algunos países gobiernos de extrema derecha, en particular el de Estados Unidos, cuya dinámica todavía es incierta. Un rasgo distintivo del neofascismo contemporáneo es su capacidad para articular una forma de propaganda emocional que explota las tecnologías digitales y las redes sociales como dispositivos de amplificación afectiva.
Sin embargo, esta caracterización no debe llevarnos a un enfoque fatalista sobre una esencia inmutable del poder. Es crucial recuperar una mirada estratégico-relacional. Tal como propone Jessop, las formaciones políticas no son eternas, sino el resultado contingente de luchas sociales, institucionales y culturales. Una forma de Estado neoliberal autoritaria, un Estado de excepción, hace más difícil resolver nuevas crisis, contradicciones y canalizar descontentos mediante ajustes de rutina y recalibración política estableciendo un nuevo equilibrio de compromiso. La supuesta fuerza del Estado de excepción esconde su verdadera fragilidad, y es más vulnerable al colapso repentino a medida que las contradicciones y las presiones se acumulan. El neofascismo no es un destino inevitable sino una construcción histórica en disputa, que puede ser frenada y revertida por la acción colectiva, la organización popular y los proyectos de democracia radical alternativos.