La tecnología ha transformado profundamente la manera en que interactuamos con el mundo y desempeñamos nuestras actividades cotidianas. Sin embargo, estos avances también pueden tener consecuencias indeseadas sobre el funcionamiento de nuestro cerebro.

Comprender cómo estas herramientas tecnológicas afectan nuestras capacidades cognitivas requiere analizar las complejas redes y circuitos que gobiernan el sistema nervioso central.

El cerebro humano funciona mediante redes de circuitos interconectados, compuestos por sinapsis y neurotransmisores que conectan diversas regiones. Los estímulos visuales, auditivos, táctiles -y de otros tipos- ingresan por áreas específicas del cerebro y establecen conexiones con otras regiones para integrar la información.

Este proceso permite que el sistema nervioso central proporcione el marco relacional necesario para nuestra interacción con el entorno y nuestra vida social. Las conexiones entre las distintas áreas cerebrales no solo son responsables de esta integración, sino que también se fortalecen y desarrollan a través del aprendizaje y la estimulación constante.

El desarrollo de estas conexiones es dinámico. Al recibir más información y, sobre todo, al utilizarla de manera activa, el “cableado” cerebral se vuelve más complejo y eficiente. Esta capacidad de adaptación y crecimiento del cerebro es una de las bases del aprendizaje humano. Sin embargo, cuando ciertas habilidades no se ejercitan, los circuitos responsables de ellas pueden debilitarse, lo que lleva a una menor eficiencia en esas áreas específicas.

Un ejemplo específico de esta problemática se observa en el uso de dispositivos de navegación, como el GPS, por parte de los conductores de vehículos. La orientación espacial, una función predominantemente visuo-espacial, es procesada inicialmente en el lóbulo occipital del cerebro, en una región conocida como corteza visual primaria.

Desde allí, la información se expande a través de dos grandes vías: una dorsal, que se dirige hacia la región frontal encargada de la atención y la localización espacial, y otra inferior hacia la corteza temporal basal, responsable del reconocimiento de formas, rostros, profundidad y movimiento. Estas vías también se conectan con estructuras como el lóbulo límbico, que procesa emociones, y el hipocampo, crucial para el almacenamiento de la memoria.

Cuando un conductor utiliza un GPS de manera habitual, estos circuitos pueden experimentar un deterioro. Por ejemplo, si un conductor había desarrollado la habilidad de orientarse espacialmente mediante un “mapa mental” del trazado de calles y rutas, esa capacidad se ve reemplazada por la dependencia de indicaciones gráficas o auditivas proporcionadas por el dispositivo. Al no ejercitarse, los circuitos relacionados con la orientación espacial se debilitan, reduciendo la habilidad previamente adquirida.

Este fenómeno pone de manifiesto una de las principales paradojas de la tecnología moderna: mientras nos facilita innumerables tareas, también puede limitar el desarrollo o el mantenimiento de ciertas capacidades cognitivas si no se utiliza de manera equilibrada. No se trata de demonizar estas herramientas, sino de reflexionar sobre cómo afectan nuestras habilidades naturales y encontrar formas de utilizarlas que complementen, en lugar de reemplazar, nuestras capacidades innatas.

El cerebro humano es extraordinariamente plástico y capaz de adaptarse a los cambios del entorno. Sin embargo, esta adaptabilidad también implica que, al dejar de practicar ciertas habilidades, estas pueden debilitarse con el tiempo.

Por ello, es fundamental promover un uso consciente y equilibrado de la tecnología, que fomente el desarrollo continuo de nuestras capacidades y evite la dependencia excesiva de dispositivos externos. En este equilibrio radica el verdadero potencial de la tecnología como aliada del desarrollo humano.