Gisela tiene 32 años y vive en el barrio porteño de Liniers

Fue en el año 2021. Gisela Zeballos rescató a una perra callejera sin saber que estaba embarazada. Poco tiempo después, nacieron ocho cachorros. Uno de ellos se llamó “Choco”. A diferencia de los otros siete, vivió apenas dos días. Un sábado comenzó con síntomas y el lunes murió por parvovirus. Tras su partida, Gisela sintió que el mundo se le venía abajo: “Fue muy fuerte. En ese momento yo estaba trabajando como instrumentadora quirúrgica —profesión que ejercí durante una década—, veníamos de la pandemia y se me juntó todo. Terminé con el síndrome del burnout”, le cuenta a Infobae.

Mientras transitaba el duelo por la muerte repentina del cachorro, Gisela se sintió incomprendida. “No quería contar lo que me pasaba porque cada vez que lo hacía me lo minimizaban: ‘Bueno, pero tenés un montón de otros perros’; ‘Los animales se van antes que los seres humanos’, me decían. A mí me dolía muchísimo lo que había pasado y recibir ese tipo de comentarios no me ayudaba”, recuerda.

En medio de esa tristeza silenciosa, un día se puso a buscar en internet si ese dolor tan grande que sentía era normal. Así descubrió Animal Death Café, una página web española que ofrece un refugio emocional para quienes atraviesan el duelo por la muerte de un animal. “Ahí me di cuenta de que no estaba sola, que otras personas también transitaban el duelo de esta manera y que incluso había espacios para compartirlo”, explica.

Pero ese fue solo el comienzo. En uno de esos encuentros virtuales, conoció a Olga Porqueras: una reconocida terapeuta animal oriunda de Portugal, que hablaba de algo que, hasta entonces, Gisela ni siquiera sabía que existía: la comunicación interespecies. Fascinada por ese enfoque, decidió formarse directamente con ella. Al completar la capacitación terminó de hacer un “clic”. Un año después, en 2022, dejó su trabajo como instrumentadora quirúrgica y empezó a acompañar a personas y familias en uno de los momentos más delicados del vínculo humano-animal: el final de la vida de las mascotas.

En un país donde el 75 % de las personas considera a su perro o gato como un hijo, y donde 8 de cada 10 hogares tienen al menos un animal de compañía, propuestas como la de Gisela comienzan a encontrar un lugar. Su tarea —profunda, emocional y amorosamente disruptiva— invita a repensar no solo cómo convivimos con los animales, sino también cómo nos despedimos de ellos.

En 2019 en el Sanatorio Anchorena de Recoleta. Tres años después, Gisela dejó su trabajo como instrumentadora quirúrgica para dedicarse a ser comunicadora interespecies

—¿Cómo les explicarías tu trabajo a alguien que nunca escuchó hablar de la comunicación interespecies?

—Lo que hago es comunicación animal. Es una conexión de corazón a corazón. ¿En qué consiste? En sentir lo que el otro siente a la distancia. Es lo que también se conoce como comunicación telepática. Yo sintonizo con la frecuencia energética del animal y traduzco en palabras humanas lo que él está sintiendo. Es muy parecido a lo que hace una madre cuando escucha llorar a su bebé y sabe si tiene hambre, frío o dolor. A veces la información llega en forma de palabras, como si tu mente te hablara. Pero después te das cuenta de que eso no podría haber salido de vos, porque son cosas muy puntuales que no sabías. También podés recibir imágenes, olores o sensaciones físicas. Yo, por ejemplo, suelo recibir muchas sensaciones en el cuerpo. Una vez hice un acompañamiento de una perra que había dejado de comer y sentí una bola en el estómago. Les dije a sus tutores y al veterinario: “No siento que no tenga hambre, siento una bola en el estómago”. Le hicieron una ecografía y tenía un tumor en el bazo que no la dejaba alimentarse.

—¿Cuáles son los principales motivos por los que te contactan?

—A veces me buscan porque el animal tiene una enfermedad terminal y necesitan que los acompañe en ese proceso; otras porque ya trascendieron y buscan procesar el duelo; y otras porque se perdió y quieren encontrarlo. También me escriben cuando hay comportamientos que no logran entender. En todos los casos trabajo de manera diferente.

—¿Podrías describir una sesión típica?

—La mayoría de las sesiones las hago online, porque me contactan personas de muchas provincias. Lo primero que pido es una foto actual del animal donde se le vea bien la cara y la mirada, su nombre y algunas preguntas que el tutor quiera hacerle. Con eso hago la comunicación en diferido y, después, coordinamos una videollamada para realizar la devolución. A mí me gusta mucho esa instancia porque ahí puedo incorporar otras herramientas además de la comunicación animal (NdR.: Gisela también se formó en Reeducación Canina). Para quienes vivimos de esto, existe un código ético que nos guía: dice que debemos formarnos de manera constante y ofrecer un servicio lo más completo posible, tanto para el animal como para el tutor. Por eso, si una persona me consulta porque su perro se queda solo y rompe cosas, no alcanza con que yo me comunique con el animal y le diga lo que siente. Si tengo herramientas para ayudarlo, las comparto. Yo soy terapeuta floral, trabajo mucho con Flores de Bach, tanto en animales como en personas. También trabajo con la liberación de emociones atrapadas en el cuerpo. Muchas veces ocurre que el animal y el tutor están atravesando lo mismo, como si las emociones fueran compartidas. En esos casos, entonces, hacemos una liberación. Las sesiones pueden durar entre media hora y una hora y media, según lo que se trabaje.

Trabajando en su casa en compañía de su perro Inti

—¿De qué manera realizás el acompañamiento a un animal y su familia en el final de su vida?

—Primero veo en qué situación está el animal. Si hay una indicación de eutanasia, le explico a la familia que eso también se le puede preguntar al animal: si quiere o no quiere una eutanasia. Ellos lo entienden y tienen su propio concepto de lo que eso significa. Muchas veces se dice que el animal está sufriendo, pero yo siempre explico lo mismo: los animales no sufren como los seres humanos. Pueden sentir dolor, angustia o tristeza, pero no se resisten a lo que les pasa. Viven en el presente. Cuando el tutor comprende esto, se produce un cambio de percepción muy profundo. Aun así, hay que estar preparado para acompañar el proceso, porque puede durar varios días y eso angustia mucho. Surgen preguntas como: “¿Qué le está pasando? ¿Por qué no se va?”. Pero ellos lo viven con naturalidad. Muchas veces se entregan al proceso y simplemente dicen: “Estoy tranquilo. Lo único que quiero es que me ayuden con el dolor”. Por eso es fundamental que estén acompañados, que reciban analgesia si la necesitan, pero sin intervenir de más. Además, suelo indicar cosas prácticas para ese momento: que el animal esté en un lugar tranquilo, con luz tenue, sonidos suaves, incluso una cuevita si lo necesita. Que no se le esté todo el tiempo encima, tocándolo o mirándolo. Y, por supuesto, que haya un veterinario dispuesto a acompañar desde esa mirada, sin intentar prolongar la vida a toda costa. Morir dignamente es algo que nos merecemos todos, incluso los animales.

—¿Qué hacés cuando te contacta una familia en la cual hay niños que se criaron con esa mascota que ahora está en una situación terminal?

—Por lo general, la persona que se contacta conmigo —muchas veces la mujer de la casa— es quien está en mayor conexión con el animal y también quien más necesita trabajar la pérdida para poder aceptarla y acompañar desde el amor. En esas sesiones aparece de todo: llanto, duelos anteriores, miedos. Es muy movilizante. Una vez que esa persona logra estar más preparada, recién ahí lo transmite al resto de la familia para que puedan hacer el acompañamiento todos juntos. Y cuando en esa familia hay niños, lo que suele pasar es que ellos entienden todo con una claridad y una sensibilidad que conmueve. Tienen una capacidad de conexión con los animales que es innata. Acompañan se una forma superamorosa, con mucha presencia y embelleciendo lo que sucede: hacen dibujos, ponen florcitas alrededor del animal.

Con Kira, una de sus perras que falleció en mayo de este año

—¿Qué consejo le darías a quienes están atravesando la pérdida o el final de vida de su mascota?

Lo principal es entender que los animales no perciben la muerte como nosotros, los occidentales. Para ellos es un proceso natural, parte del ciclo de la vida. Por eso muchas veces no se resisten. Y, cuando lo hacen, suele ser porque están muy arraigados a las emociones de su entorno humano. En esos casos, utilizamos un protocolo de despedida que ayuda a la familia a liberar al animal, para que sea él quien decida si quiere quedarse o partir. Otra cosa que siempre recomiendo es ritualizar el momento. En nuestra sociedad no estamos acostumbrados a marcar los cierres. La vida pasa y, de repente, no sabemos cuándo algo empezó o cuándo terminó. No importa qué tipo de ser es el que se va, sino el vínculo que teníamos con él. Y ese vínculo es lo que hace que el duelo sea más o menos doloroso. Uno de los primeros miedos que nos agarra cuando alguien se va es: “¿Qué hago con todo esto que le daba?”. Ritualizar permite reubicar ese amor. Puede ser armando un altarcito, prendiendo una vela o cocinando su comida favorita. Muchos me preguntan: “¿Qué hago con todas sus cosas? ¿Las saco rápido, las guardo?”. Y yo siempre les digo: “Si querés dejar todo intacto, hacelo. Y cuando sientas que estás preparado para guardar la camita o donarla, ahí lo vas a saber”. Lo importante es atravesar esos momentos. La muerte, para los animales, es algo muy sagrado. Para ellos y para nosotros. Solo que nosotros, muchas veces, no lo vemos.

Gisela con su gato Chamán

—¿Cómo es el trabajo con los animales que se pierden? ¿Qué suelen decirte en esas comunicaciones?

En el 99,9% de los casos, los animales no se pierden: se van por algo. Detrás de esa decisión, muchas veces se activan procesos muy profundos en la familia o en el tutor que está involucrado. Cuando me contactan, lo primero que pregunto es hace cuánto se fue y cómo. Después les pido una foto reciente y empiezo la comunicación para saber si está vivo y si quiere regresar. Hay animales que se van porque sienten que su misión en esa familia o con ese tutor ya terminó. Y si el animal no quiere volver, no lo van a encontrar. Hay casos en los que literalmente parece que se los tragó la tierra.

—¿Recordás algún caso que te haya marcado, de un animal desaparecido que lograste encontrar a través de la comunicación?

—Sí. Fue un gato que se había ido después de que su tutora, un poco saturada por los maullidos, le dijera en voz alta que se callara. Él se fue. Cuando me contactaron, inicié la comunicación y le pregunté si quería volver. Me dijo que sí, pero que no sabía cómo. Le pedí que me mostrara dónde estaba y me mostró una imagen muy clara: una vereda, un auto blanco estacionado, una enredadera. Me dijo que él estaba ahí arriba y que no podía bajar. Le dije: “Te van a ir a buscar. Mostrate. Maullá”. Cuando le marco la zona —porque además de la comunicación uso un péndulo— la tutora me dice: “Pasamos 300 veces por ahí, es a la vuelta de casa”. “Pasen 301”, le contesté. Fueron una vez más y lo escucharon. Estaba arriba de un techo. No podían bajarlo, así que le pidieron una escalera al vecino y lograron rescatarlo. Ese gato quedó para la historia porque, tiempo después, volvimos a hacer una comunicación y su tutora le preguntó cómo se sentiría respecto a la llegada de un compañerito humano. Y el gato me dijo: “Ese ser ya está en camino y estoy feliz por eso”. Su tutora estaba ya embarazada y no lo sabía. Se enteró por él.

Cuando murió su perra Kira, Gisela le hizo un ritual de despedida para honrarla

—¿Qué mensajes recibís de los animales que están con una enfermedad terminal o que ya fallecieron?

—Con los animales que están atravesando una enfermedad terminal, muchas veces los mensajes son muy hermosos, porque ellos no están enterados de la gravedad de lo que les pasa. Suelen transmitir presencia, calma, entrega. Me pasó con un perro que tenía metástasis y me decía: “No entiendo por qué mi humana está tan triste y me mira así, si yo me siento bien”. La enfermedad estaba muy avanzada, pero él no tenía síntomas. Le estaban haciendo un tratamiento paliativo y él se sentía bien. Con los animales que ya trascendieron, los mensajes suelen ser muy puntuales. A veces me muestran señales que solo el tutor puede reconocer. Una vez, un perro me dijo: “Quiero que él sepa que no alucinó, que siempre fui yo”. Yo no entendía a qué se refería, y cuando se lo conté, la tutora se largó a llorar. Me dijo: “Es que mi papá lo vio reflejado en un vidrio y pensó que se lo había imaginado”. Otra vez, una perrita me mostró un rosedal hermoso. Y su tutora me dijo: “La enterramos ahí y plantamos un rosedal para ella”. Yo no tenía forma de saber eso. También me ha pasado que me dicen: “Yo todavía lo visito, estoy a su lado”. Y la respuesta del tutor suele ser: “Lo sabía. Lo siento”.

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