El 30 de junio de 1980, un suceso insólito sacudió la aviación comercial argentina. Roberto “Palito” Di Prinzio, un joven residente de la ciudad bonaerense de Junín, secuestró un vuelo de Aerolíneas Argentinas que cubría la ruta entre Mar del Plata y la ciudad de Buenos Aires. Armado con una pistola Beretta calibre 6.35, exigió a los pilotos 100.000 dólares y combustible para desviar el avión hacia México. Durante más de doce horas, mantuvo como rehenes a la tripulación y a siete pasajeros. Luego de intensas negociaciones, se rindió sin causar heridos.
El operativo para terminar con el secuestro del Boeing 732 de Aerolíneas Argentinas, matrícula LV-JND, mantuvo en vilo a las autoridades aeronáuticas, a los servicios de seguridad y a los medios de comunicación. La tensión crecía a medida que pasaban las horas y el joven aeropirata alternaba entre momentos de calma, amenazas de muerte y súplicas desesperadas. La Fuerza Aérea se desplegó alrededor del avión, y la pista del Aeroparque Metropolitano Jorge Newbery fue cercada mientras los especialistas intentaban contener la situación sin recurrir a la violencia.
Pese a la magnitud del hecho, el secuestro del vuelo 601 pasó a formar parte de una historia poco recordada. Este caso fue una mezcla de el circunstancias que cruzaron el drama humano con la logística de un secuestro aéreo en un país que atravesaba, por entonces, una dictadura militar. Con pocos antecedentes de piratería aérea en el país, la historia de Roberto Di Prinzio se volvió un episodio singular de desesperación, soledad y encierro a 10.000 metros de altura.
Amenaza y encierro
El vuelo 601 de Aerolíneas Argentinas despegó desde el aeropuerto de Mar del Plata con más de cuarenta pasajeros, la tripulación completa y María Alejandra Nicolás Mouzo, la azafata que tomó un protagonismo que nunca había imaginado. En pleno trayecto, Roberto Di Prinzio sacó una pistola de entre sus ropas, caminó hasta la cabina y le dijo al comandante que acababa de secuestrar la aeronave. Disparó un tiro intimidatorio hacia el piso. El proyectil quedó alojado entre la alfombra y el piso técnico. Aunque no hubo heridos, con ese gesto intimidante dio a entender que el control del vuelo había cambiado de manos.
“Un hombre joven, bien vestido y en apariencia culto, asaltó hoy a punta de pistola en pleno vuelo un avión de pasajeros de Aerolíneas Argentinas y se entregó trece horas después, sin lograr su propósito de obtener un rescate de U$S100.000 ni combustible suficiente para continuar viaje a México”, informó la agencia Noticias Argentinas el martes 1 de julio de 1980, en una crónica que replicaron todos los diarios del país.
Según las fuentes aeronáuticas consultadas por ese medio, Di Prinzio logró aislarse con el comandante y lo amenazó mientras exigía desviar la ruta hacia el extranjero. La operación fue frustrada antes de que la aeronave abandonara el espacio aéreo argentino. Hubo conversaciones con el joven para que entendiera que el vuelo no podía desviarse. Su amenaza era directa: si no cumplían sus demandas, comenzaría a disparar contra los pasajeros. El comandante mantuvo la calma. Aprovechó un momento de distracción, cuando el secuestrador se desplazó hacia la parte trasera del avión, para activar la comunicación interna y alertar a la torre de control.
Mientras tanto, en tierra se activaba el operativo de emergencia. Según describió NA, “diez personas, vestidas con buzos verdes y camperas naranjas, portando armas, se instalaron debajo del fuselaje del avión y desinflaron la rueda delantera para impedir que pudiera despegar. Otras dos personas, con igual vestimenta, presumiblemente pertenecientes a fuerzas especiales de lucha contra la guerrilla, ascendieron a la máquina y se instalaron en la cabina de mandos”.
Tras una serie de conversaciones con el joven, el vuelo aterrizó a las 10:09 en el Aeroparque Metropolitano sin incidentes. Pero el secuestro estaba lejos de concluir. La aeronave fue derivada a una pista lateral y un Boeing 727 fue colocado frente a ella para impedir cualquier intento de despegue. Durante las doce horas siguientes, Di Prinzio retuvo a siete pasajeros y a la tripulación mientras negociaba comida, dinero y una supuesta salida a otro país.
El operativo para evitar cualquier tipo de movimiento del avión fue extremo: colocaron clavos metálicos en la pista y desinflaron los neumáticos del tren de aterrizaje. La Policía Aeronáutica, junto a tiradores expertos, rodeó la nave. Todas las operaciones en Aeroparque se suspendieron casi dos horas y los vuelos que debían llegar fueron desviados al aeropuerto de Ezeiza.
La Fuerza Aérea declaró públicamente que no negociaría con el secuestrador, aunque desde la torre de control se mantuvieron contactos radiales constantes. En paralelo, el jefe de la Policía Militar Aeronáutica Nacional, comodoro Ataliva Fernández, y otras autoridades de la Fuerza Aérea, llegaron al aeroparque según detalló NA.
Como un acto de buena voluntad, el asustado secuestrador permitió descender a los pasajeros y mantuvo como principal rehén a la azafata, María Alejandra Nicolás Mousso. Cerca de las 19, quienes estaban detrás de la pista siguiendo todo de cerca, oyeron detonaciones y alcanzaron cómo personal de seguridad con máscaras antigas corría debajo del avión y el movimiento de camillas alrededor del avión.
“Su rendición se logró luego de una dramática alternativa librada al anochecer por fuerzas especiales, que tomaron por asalto el avión disparando gases lacrimógenos al interior de la aeronave”, consignó NA. A las 22:15, tras esa irrupción, Di Prinzio se rindió. Fue reducido sin ofrecer resistencia, aún con el arma en la mano, mientras afirmaba que su intención nunca fue matar. Así concluyó una odisea aérea que se extendió por trece horas.
Según contaron los medios de la época, uno de los pasajeros liberados fue Rubén Gagliano, quien declaró que el joven “parecía completamente alterado, nervioso y sin rumbo”. Otro pasajero, Alfredo Gerisoli, miembro de la Armada, asumió un rol activo: ayudó a una pasajera descompensada y colaboró en calmar al secuestrador.
Los testigos coincidieron en algo: Di Prinzio no parecía un criminal experimentado. Hablaba de suicidarse, decía estar solo, sin familia ni esperanza. Algunos llegaron a sentir compasión por él. Su insistencia en volar a México sin pasaporte ni nociones básicas de navegación demostraba una desconexión con la realidad que atravesó todo el episodio.
El secuestrador que no pudo ocultar su tristeza
Roberto Atilio Di Prinzio tenía 25 años y había nacido de Mar del Plata, aunque durante su adolescencia había vivido en Junín. De pelo negro, corto y ojos celestes, era conocido por el apodo de “Palito” y había perdido a su padre en la infancia y a su madre pocos años antes del secuestro. Desde entonces —según la información de diario juninense La Verdad— comenzó a frecuentar ambientes nocturnos, se alejó de su círculo más cercano y mostró signos evidentes de aislamiento.
Al momento de secuestrar el avión, vivía solo, en condiciones precarias, y no tenía pasaporte para salir del país. Durante el vuelo, llegó a contar que había vendido su casa y, según relataron varios pasajeros, mientras “ingería grandes cantidades de pastillas con agua mineral” durante el vuelo. También alternaba entre amenazas de muerte, confesiones personales y promesas de no hacer daño. Su comportamiento era errático. En uno de sus arrebatos, criticó la situación política y económica del país, arrasado por la dictadura militar y el poder concentrado en Jorge Rafael Videla y las decisiones económicas de José Alfredo Martínez de Hoz. Incluso mencionó reiteradamente a Juan Domingo Perón durante sus monólogos, pero no emitió ninguna proclama clara ni exigencia política concreta. Sus referencias ideológicas parecían desordenadas, más como “desahogos personales” que como parte de una reivindicación estructurada, según los testigos.
Quienes declararon también coincidieron en la evidente falta de planificación del secuestro: exigía ser llevado a México sin tener en cuenta la autonomía del avión. Cuando los pilotos le explicaron que el Boeing 737 no podía realizar ese trayecto sin escalas, Di Prinzio propuso destinos como Porto Alegre, Lima o Santiago de Chile, sin ningún criterio logístico. La improvisación marcó cada una de sus decisiones, como si lo hubiera empujado un impulso desesperado más que un plan trazado. Esa desconexión con la realidad también se reflejaba en su escaso conocimiento sobre navegación aérea, rutas o protocolos internacionales.
Uno de los pasajeros, Pedro Izcué —piloto civil—, también tuvo protagonismo al intentar contener la situación. Estableció un diálogo con el secuestrador, intentó calmarlo y le propuso una salida alternativa: liberar a los pasajeros y abordar otra aeronave, más pequeña, que lo llevaría a destino. Al declarar ante la Policía Aeronáutica, el pasajero reconoció que Di Prinzio “parecía estar drogado”, que decía cosas contradictorias porque afirmaba no querer hacer daño, pero dejó claro que “si lo acorralaban, usaría su arma y guardaría la última bala para él mismo”. La falta de coherencia en sus mensajes y su vulnerabilidad emocional lo hacían impredecible. “Nadie con criterio objetivo podía vaticinar cómo terminaría todo”, declaró también Izcué.
Luego de detenerlo, se ordenó una pericia psiquiátrica para evaluar su imputabilidad. La frecuencia con la que ingería psicofármacos y su estado de alteración permanente reforzaban la hipótesis de un cuadro clínico no diagnosticado o sin tratamiento. A pesar de ello, en sede judicial se mostró articulado y consciente, lo que planteó dudas sobre el alcance de su discernimiento durante el secuestro.
Fue esa lógica frágil que mostraba la que aprovechó las fuerzas de seguridad para avanzar con una estrategia de distracción: unos cuatro agentes ingresaron al avión disfrazados de tripulantes, simularon que preparaban el vuelo y le hicieron creer que estaban listos para despegar. Convencido de que así sería, Di Prinzio accedió a liberar al último pasajero. Minutos después, ya solo en la cabina, fue reducido sin resistencia. Habían pasado más de trece horas desde que empuñó el arma por primera vez.
Cierre judicial y olvido
La causa recayó en el Juzgado Federal a cargo de Fernando María Zavalía, quien ordenó la inmediata indagatoria, realizada el 8 de julio de ese año. La audiencia se llevó a cabo en el Palacio de Justicia y se extendió hasta las 18 horas. Roberto Atilio Di Prinzio reconoció la autoría del hecho y afirmó haber actuado en soledad. Se dispuso una pericia psiquiátrica para evaluar su imputabilidad.
El Código Penal preveía penas de 3 a 15 años de prisión para delitos vinculados a la piratería aérea. El joven fue acusado por privación ilegítima de la libertad, portación de arma de fuego y amenazas coactivas. Fue trasladado a la recién inaugurada cárcel de Caseros, donde quedó detenido con prisión preventiva.
En los días posteriores, surgieron versiones sobre el origen del arma: se especuló con que pudo haber sido entregada por una hermana que residía en Mar del Plata, aunque esa hipótesis nunca fue confirmada. También trascendió que el joven había viajado poco antes a Brasil, donde intentó sin éxito vender artesanías de manera ambulante.
El secuestro del vuelo 601 se convirtió en un episodio singular en la historia argentina. En plena dictadura, bajo un contexto de censura y represión, el caso fue cubierto con cierto hermetismo. Las crónicas lo definieron como “pirata aéreo”, un término tomado del léxico internacional pero poco habitual en la prensa local.
Cuarenta y cinco años después, el caso Di Prinzio permanece prácticamente olvidado. No existen (o nunca fueron digitalizados) registros públicos de su condena ni datos certeros sobre su destino posterior. Aquel joven desesperado, que paralizó al país y mantuvo en vilo a una tripulación, se desvaneció en el archivo de los hechos extraordinarios que nunca encontraron lugar en la memoria colectiva. La investigación judicial concluyó que actuó solo, sin cómplices ni apoyo externo. No hubo logística, ni planificación: fue un acto individual, impulsivo, más cercano al colapso personal que a una operación criminal organizada.