Nadie amó el azul como él. Ni los poetas ni los marinos ni los artistas que intentaron atrapar el mar en un verso, un óleo o una canción. Jacques-Yves Cousteau lo habitó. Lo recorrió como un continente secreto, lo filmó como un cineasta enamorado, lo defendió como un guerrero de neopreno. Para millones de personas, Cousteau fue la primera ventana al mundo submarino. Y también la primera alarma: los océanos no eran eternos.
El 11 de junio de 1910, en Saint-André-de-Cubzac, un pequeño pueblo vitivinícola del suroeste de Francia, nació el hombre que se convertiría en el rostro más conocido del mar. Fue marino, cineasta, explorador, inventor, escritor, ambientalista. Pero sobre todo, fue un soñador con aletas.
El accidente que lo cambió todo
Jacques era hijo de Daniel Cousteau, un abogado que trabajaba para una empresa ferroviaria y cuya carrera lo obligaba a mudarse constantemente. De niño, vivió en Marsella, en París y hasta en Nueva York, donde pasó parte de su adolescencia. En Estados Unidos aprendió inglés y se fascinó con las máquinas y la mecánica. Era un chico curioso, que prefería desarmar relojes antes que jugar al fútbol. Su paso por internados franceses forjó un carácter algo solitario, pero muy observador.
Quería ser aviador, volar como los pájaros, conquistar el cielo. Ingresó a la Academia Naval Francesa en 1930 y se formó como oficial. El futuro parecía llevarlo por los aires, hasta que un accidente de auto en 1936 le fracturó ambos brazos y lo dejó en cama durante meses. Ese hecho cambiaría su vida para siempre.
Fue durante su recuperación que un amigo le prestó unas rudimentarias gafas para nadar. Cousteau probó sumergirse en el mar de la costa mediterránea y el descubrimiento fue revelador. “Desde la primera vez que abrí los ojos bajo el agua me sentí hechizado”, diría después. Encontró en la inmersión algo más profundo que un pasatiempo: era una forma de volar, pero en otro elemento. La flotación le ofrecía la libertad que le habían quitado los huesos rotos.
El Calypso, su barco y su símbolo
En 1950, Cousteau recibió en préstamo un viejo dragaminas británico, el Calypso, al que transformó en su laboratorio flotante. El barco fue testigo de sus mayores hazañas: exploraciones en los arrecifes de coral, inmersiones en la Antártida, investigaciones en el Amazonas. Equipado con cámaras, tanques de oxígeno, laboratorios móviles y hasta un pequeño submarino, el Calypso era un personaje más de sus películas.
El barco fue también su hogar. Allí convivía con su tripulación como en una familia nómade, con códigos propios, jornadas extenuantes y cenas bajo las estrellas. El Calypso se convirtió en ícono de su legado. En 1996, un accidente en el puerto de Singapur lo hundió parcialmente. Desde entonces, se hicieron numerosos intentos por restaurarlo y devolverlo al mar.
Tres expediciones inolvidables
El Mar Rojo (1951): fue su primer gran experimento con el Aqua-Lung, el sistema de buceo autónomo que había co-inventado junto a Émile Gagnan. Las aguas cristalinas y la biodiversidad deslumbrante permitieron registrar especies hasta entonces desconocidas.
La Antártida (1972): en condiciones extremas, con temperaturas bajo cero y riesgo constante de choques con témpanos, Cousteau logró filmar colonias de pingüinos, focas y ballenas en su hábitat más inhóspito.
El Amazonas (1982): internarse en la selva fue un acto político; Cousteau denunció la deforestación y alertó sobre cómo la destrucción del agua dulce ponía en riesgo los océanos. Fue uno de sus documentales más comprometidos.
Cousteau y la televisión: educar al mundo
En 1968 se lanzó la serie El mundo submarino de Jacques Cousteau, que se emitió hasta 1976 y fue vista por millones de personas. Producida con el apoyo de la cadena estadounidense ABC, la serie combinaba imágenes impactantes, música envolvente y la narración pausada y elegante de Cousteau.
En Latinoamérica fue doblada y retransmitida durante años. En Argentina, por ejemplo, fue un clásico de los fines de semana. Muchos científicos y buzos reconocen hoy que su vocación nació viendo esos programas. Barack Obama, en su autobiografía, menciona que Cousteau fue una de sus primeras inspiraciones ecológicas.
Inventor, espía y héroe de guerra
En 1943, junto a Émile Gagnan, Cousteau creó el Aqua-Lung, el primer regulador de buceo autónomo. Hasta ese momento, los buzos dependían de mangueras conectadas a la superficie. Este invento cambió para siempre la exploración submarina y democratizó el buceo. También desarrolló cámaras acuáticas, cápsulas de observación y sistemas de iluminación para las profundidades.
En los años 60 diseñó un barco revolucionario llamado Alcyone, que se movía impulsado por una “turbovela”, una estructura cilíndrica que aprovechaba el viento con eficiencia extrema. Siempre quiso que la tecnología estuviera al servicio de la naturaleza.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Cousteau usó sus habilidades submarinas al servicio de la resistencia francesa. Realizó misiones de reconocimiento, probó cámaras subacuáticas para inteligencia y ayudó a sabotear instalaciones nazis. Fue condecorado con la Legión de Honor por sus servicios. Esa faceta, menos conocida, demuestra que su compromiso con el mar y con la libertad estaban entrelazados.
Como todo pionero, Cousteau también tuvo controversias. En sus primeros años, realizaba experimentos con animales marinos que hoy serían impensables. Algunas organizaciones lo criticaron por aceptar financiamiento de corporaciones que no respetaban el medio ambiente. También tuvo una relación conflictiva con su hijo Jean-Michel, que se distanció de la Fundación Cousteau y creó su propia organización.
Su esposa Simone Melchior, la dama del mar, fue la gran compañera de su vida. Se embarcó en el Calypso desde el inicio, y pasó más tiempo a bordo que nadie. La llamaban “la pastora de tiburones” porque no temía nadar entre ellos. Su presencia fue fundamental para la logística de las expediciones. Tuvieron dos hijos, Philippe y Jean-Michel. Simone murió en 1990 y su ausencia fue un golpe durísimo para Jacques.
Cousteau recorrió las costas del Caribe, el Golfo de México, Brasil y hasta visitó la Patagonia argentina. En 1992, realizó un documental sobre la situación ambiental en la cuenca del río Paraná. Fue recibido por presidentes, universidades y pueblos pesqueros. Su mensaje era claro: sin océanos sanos, no hay futuro posible.
En México, los pescadores de Baja California aún recuerdan su paso como un antes y un después. Inspiró la creación de reservas marinas y generó conciencia sobre la sobrepesca. En Brasil, sus estudios ayudaron a delimitar áreas de conservación.
Legado vivo: nietos al timón
Cousteau creía que la educación era la clave. Repetía: “La gente protege lo que ama. Y no se puede amar lo que no se conoce”. Otra de sus máximas fue: “El mar, una vez que lanza su hechizo, te atrapa para siempre”. Nunca quiso que sus documentales fueran catastrofistas. Prefería mostrar la belleza para inspirar cuidado. Su ética era simple: explorar, enseñar, preservar.
Después de su muerte, en 1997, sus nietos Philippe Jr. y Alexandra Cousteau continuaron su misión. Crearon la organización EarthEcho y producen documentales para nuevas audiencias. Alexandra se volvió una activista destacada por la protección de los océanos. Philippe diseñó campañas para limpiar plásticos del mar y educar sobre la acidificación del agua.
En Mónaco, el Museo Oceanográfico alberga parte de su legado. Y el Calypso, aún en restauración, espera volver a navegar. Su imagen —gorro rojo, traje de neopreno, mirada intensa— sigue siendo símbolo de un tiempo en que explorar era también proteger.
Desde los días de Cousteau hasta hoy, el mar perdió más del 30% de sus arrecifes de coral. Cada año se arrojan más de 11 millones de toneladas de plástico a los océanos. La pesca indiscriminada amenaza con extinguir especies enteras. El calentamiento global eleva la temperatura del agua y el deshielo altera las corrientes marinas.
Organizaciones como Ocean Conservancy, Sea Legacy y Mission Blue luchan por revertir el daño. Muchas de ellas reconocen en Cousteau al pionero que les abrió el camino. A 28 años de su muerte, su legado sigue más vigente que nunca.
Jacques-Yves Cousteau no fue sólo un explorador; fue un narrador de lo invisible. Convirtió al mar en protagonista de la cultura popular, lo sacó del misterio y lo puso en nuestras pantallas, en nuestros sueños, en nuestras conciencias.
Hoy, en un mundo que ve colapsar sus ecosistemas, su voz suena más urgente que nunca. Tal vez lo imaginamos flotando entre peces, con su cámara en mano, buscando nuevas formas de mostrarnos lo que estamos a punto de perder. Tal vez no se haya ido del todo. Porque, como el mar, su legado es profundo, inabarcable y lleno de vida.