El 4 de junio de 2011, una nube densa y gris cubrió Bariloche. El volcán Puyehue, ubicado a unos 90 kilómetros al noroeste de la ciudad, había entrado en erupción, expulsando cenizas que, en cuestión de horas, oscurecieron el cielo y alteraron la vida cotidiana de los habitantes de la región. “Fue un evento bastante traumático, tanto a nivel familiar como laboral. Estábamos todos encerrados y sin saber cuántos días iba a durar”, recuerdan Rocío Giralt (41) y Herman Meder (41) —pareja desde hace más de dos décadas, y padres de Valter, Günter (14) y Bruno (10)— sobre una experiencia que, con el tiempo, resultaría similar a lo vivido durante la pandemia.

Por aquellos días tenían 27 años y un par de mellizos de apenas seis meses. Como consecuencia de la erupción del volcán, la casa que habían construido no solo perdió valor, sino que también dejó de ser un refugio. “La ceniza se filtraba por todos lados y respirábamos vidrio molido, cuentan. Así, lo que hasta entonces había sido una fantasía —vivir en el mar— empezó a parecer una opción cada vez más concreta.

Años después, ya con su tercer hijo, lograron vender su propiedad y compraron el velero Kira-Kira. Desde entonces, hace casi diez años, no volvieron a tierra firme: navegan por Sudamérica. “Vivimos en un yate, pero no de la forma en que todos imaginan: tomando mojitos y caipiriñas en una isla. Esto es muchísimo trabajo. Sería mucho más simple estar en una casa”, aseguran.

Para saber cómo es vivir flotando, Infobae se contactó con ellos y reconstruyó su historia. ¿Se puede tener una rutina en el mar? ¿De qué viven? ¿Cuáles son los principales miedos a la hora de educar a sus hijos? ¿Con qué obstáculos y aprendizajes se cruzaron en el camino? Aquí responden esas y otras preguntas.

La familia Meder a bordo del Kira-Kira. Desde la izquierda. Herman, Rocío y sus tres hijos: Bruno de 10 y los mellizos Valter y Günter de 14

Dejar todo

Para los Meder, la idea de vivir en el agua no fue improvisada. Oriundo de la localidad bonaerense de Olivos, Herman es marino mercante y creció en el velero de su padre, también aficionado a los barcos. Rocío, en cambio, no tenía ningún vínculo previo con la navegación, pero el plan la entusiasmaba. “No llegué ni a tomar un curso: aprendí a timonear en el camino”, cuenta entre risas.

La adaptación a bordo fue drástica, sobre todo para ella. “Tuvimos que dejar todo y aprender a vivir con lo justo. En la cocina, en vez de un montón de vajilla, tenemos dos cacerolas y cinco platos. Con la ropa pasa lo mismo: solo conservamos lo necesario”. A su lado, Herman asiente y agrega: “Achicamos nuestro estilo de vida a niveles muy básicos por una cuestión de espacio. Antes de comprar algo, lo pensamos dos veces, porque puede quitarle lugar a lo más vital, que son la comida y el agua”.

El velero lo adquirieron en 2017 y se llama Kira-Kira, nombre elegido por su constructor original, en homenaje a una isla del Pacífico donde soñaba con llegar. “Por una cosa u otra no pudo hacerlo, así que en algún momento nos gustaría llevarlo a ese destino”, cuentan a dúo.

Se trata de un Van de Stadt 36 de acero, diseñado para las aguas duras del Norte, lo cual representa una ventaja en navegación expuesta, pero también algunas incomodidades. “Es un barco más cerrado, sin tanta ventana, y con poca iluminación”, explica Herman. A diferencia de otros veleros, el timón no está a la intemperie, sino dentro del cockpit o cabina de mando. “Lo bueno de eso es que cuando llueve no nos mojamos. Además, cuenta con paneles solares y un molino de viento que le permite generar su propia energía”, agrega y, junto a Rocío, se preparan para compartir algunos pros y contras del estilo de vida que llevan.

En 2017, cuando recién embarcaron.

“Nuestra rutina depende del clima”

En el Kira-Kira, los días se planifican a base de pronósticos meteorológicos. “Nuestra rutina está supeditada al clima. Por lo general, durante la mañana los chicos hacen la tarea o estudian, todo a distancia. La luz solar, de la que se alimentan los paneles del barco, es nuestra fuente de energía. Mientras haya batería —porque los días feos no se carga mucho— hacen sus deberes. Este año están cursando en la escuela del Ejército”, cuenta Rocío.

Las comidas se mantienen ordenadas —desayuno, almuerzo, merienda, cena— aun navegando. Pero todo puede cambiar si alguno se marea o si el mar se agita. “Por las tardes, salimos a pasear, a hacer compras o a nadar. La actividad depende del lugar que estemos conociendo. Hoy, por ejemplo, fueron a pescar con un chico de 14 años que está en la misma situación que ellos. Para nosotros es fundamental que estén en contacto con pares”, agrega.

Los mellizos Valter y Günter listos para nadar en el mar

“Sería más simple vivir en una casa”

Lo dicen sin queja, pero con convicción. Vivir en un velero requiere de una logística constante y una planificación que, en tierra firme, tiende a estar resuelta. “Como solemos tirar ancla, todo lleva mucho más tiempo”, explica Rocío.

Ir al supermercado, por ejemplo, implica remar hasta la costa en bote o kayak, bajar en algún muelle, caminar hasta encontrar precios razonables y luego volver remando con las bolsas. “Nos dedicamos a hacer tours de compras para encontrar buenos precios”, ironiza. “Vos en tu barrio sabés dónde está lo más barato. Nosotros tenemos que descubrirlo en cada puerto. Encima tenemos unas caras bárbaras de turistas”, suma Herman.

Conseguir agua potable también es una preocupación diaria: el barco tiene un tanque de 250 litros —para cocinar, bañarse y limpiar— y varios bidones de 20 litros —para consumo— que recargan donde pueden. “Extraño la comodidad de abrir la canilla y que salga agua sin tener que ir a buscarla; o prender la luz y decir: ‘No importa si este mes viene un poquito más cara’. A veces pienso: si estuviera en una casa, me dormiría una siesta”, lanza Rocío.

“Por lo general, esas comodidades las experimentamos en forma de vacaciones, cuando visitamos a nuestros familiares”, agrega Herman.

Los cinco en una tarde de compras y paseo

“Buscamos trabajo todos los días”

La economía de los Meder se sostiene con lo justo. Herman, maquinista y mecánico naval, se las ingenia entre reparaciones de motores y traslados a turistas, según lo que aparezca en cada destino. Rocío, en tanto, se ocupa de cocinar, abastecer y organizar los recursos. Pero nada es fijo. “Cada vez que llegás a un lugar, tenés que presentarte y buscar oportunidades. Si no las encontramos, nos vamos”, dice él.

Días atrás, cuando estuvieron en la Ilha Grande, en Brasil, ofrecieron paseos en velero a locales y turistas. “Ahí nos fue bien. Ahora estamos en Bahía de Todos los Santos y nada que ver: acá es invierno y están en temporada baja. Es un desierto”, agrega. Mientras tanto, aprovechan para conocer y hacer el mantenimiento del barco. “La vamos llevando, como el 90% de los argentinos: remándola”, resumen.

Si bien tienen algunos ahorros, no quieren financiarse con eso. “Los miramos con miedo”, admite Herman. Y como todo depende del contexto, muchas veces deben moverse no solo por trabajo, sino por necesidad: ya sea para conseguir agua potable, encontrar un muelle de cortesía, renovar papeles o evitar un frente climático complicado. “Estoy permanentemente planificando hacia dónde ir y atajando el clima”, dice él.

Aunque suene agotador, hay algo en esa incertidumbre que también los sostiene. “A mí me das estabilidad económica y, a la semana, dejo de estar contento. Convivir con cierta inestabilidad te entrena. Y ver que todo, de alguna manera, se termina acomodando, es buenísimo”, reflexiona Herman. “Si todos los meses sabés que vas a cobrar una determinada cantidad de plata, eso te lleva a hacer un gasto innecesario. Nosotros, cuando nos va bien, vamos y nos compramos una cervecita. No nos tomamos una todos los días”.

“La capacidad de adaptación es clave”

Valter, Günter y Bruno crecieron en el barco, pero no viven desconectados de sus pares. “Como mamá, ese es un tema que me cuestiono un montón. Por eso, siempre buscamos el equilibrio entre la vida en el agua y el contacto con otros chicos. Por ejemplo, en Mar del Plata fueron un año al colegio presencial. Lo mismo cuando estuvimos en Para Ti, en Brasil. En Uruguay, directamente, los asocié al Club Náutico y se hicieron un montón de amigos”, cuenta Rocío.

Aunque estudian a distancia, con docentes que los acompañan virtualmente, cuando hace falta Rocío también oficia de maestra. “Me gusta que experimenten la posibilidad de salir del sistema, de no ir todos los días a la escuela a las seis de la mañana en colectivo, y que vean que hay otras formas de estudiar”, dice.

Herman se suma: “Para mí es fundamental que desarrollen capacidad de adaptación. Es clave. Después, cuando sean más grandes, tomarán el camino que quieran. Pero esta experiencia les queda”. A su lado, Rocío se ríe y remata: “Capaz que optan por estudiar, trabajar en una oficina y dicen: ‘¡Dios mío! Mis padres me hicieron viajar por todos lados’. como sea, lo importante es que sepan que pueden elegir”.

Valter, Günter y Bruno crecieron en el barco,

“Siempre va haber una sorpresa”

No hay navegación sin imprevistos. De hecho, algunas de las peores experiencias de los Meder ocurrieron en los primeros años, cuando todavía estaban familiarizándose con la vida en altamar. Una vez, en Santa Marta, Brasil, un rayo impactó el mástil y quemó las antenas de comunicación. Horas más tarde, casi chocan con un objeto que flotaba a la deriva justo antes de que se largara una tormenta. “Todo sucedió el mismo día. Fue como: ‘¡Ahhhh! ¿Por qué?’. La pasamos un poco mal. Los chicos además eran muy chiquitos”, recuerda Rocío.

Con los años, la experiencia les dio otra perspectiva. “Cada vez que salimos pasa algo. Sabemos que siempre va haber una sorpresa. En esta última subida a Brasil tuvimos situaciones complicadas y, la verdad, las pasamos con alegría. Confiábamos en el barco y sabíamos lo que teníamos que hacer. Recuerdo que cuando llegamos a tierra, nos preguntaron: ‘¿Ustedes estaban afuera?’. Ya son diez años de conocer el barco…”, dice Herman.

También están las travesías inolvidables. En la más reciente, navegaron durante nueve días sin necesidad ni ganas de entrar a puerto. “Fue lo mejor que nos pasó. Hasta los chicos decían que les daba pena llegar”, cuentan.

Pero incluso en esa experiencia, hubo sobresaltos: el primer día se rompió la vela mayor. Fue después de que salieron de la Ilha Grande. Herman se desesperó: “Entremos a Río de Janeiro, porque hay mucha ola y necesitamos coserla”, propuso. Pero Rocío lo convenció de buscar otra solución. “Al final bajamos la vela —que da mucho trabajo— y ella la cosió durante la navegación. Lo que podría haber sido un viaje frustrado de un solo día, terminó siendo una experiencia perfecta: nueve días seguidos, pescando peces enormes”, dice él.

Los niños Meder, tripulantes de lujo

“No hay que quedarse con la duda de: ‘¿Qué hubiera pasado si…?’”

“El plan se va haciendo en el camino”, aseguran. Hoy están en Bahía de Todos los Santos, pero la idea es seguir explorando Brasil. “Nos gustaría meternos en el Amazonas pero, para variar, dependemos del clima”, dice Rocío. Por ahora no pueden avanzar más al norte porque es temporada de huracanes. “Mientras tanto vamos a aprovechar para hacer algunas reparaciones, juntar dinero y seguir conociendo”, agrega.

Desde sus cuenta de Instagram (@familiameder) Herman y Rocío comparten sus días. “Lo mostramos porque es un proyecto que nos llevó tiempo concretar. Desde ese lado, aconsejamos que no posterguen sus sueños, sino que construyan su vida en función de ellos”, dice Herman. Rocío se suma: “A lo largo de estos años, conocimos muchas personas que nos dijeron: ‘Yo siempre quise hacer lo mismo que ustedes, pero no me animé’. Está perfecto si eligieron otro camino, pero muchas veces sentís que eso les pesa”.

“Por eso, el mensaje que queremos transmitir es que no hay que quedarse con la duda de: ‘¿Qué hubiera pasado si..?’. En nuestro caso, vendimos todo, compramos un velero y acá estamos”, se despiden.