Resumen: Ante el cambio climático y otras fuentes de peligro medioambiental, los seres humanos favorecemos instintivamente la moderación social frente a la ambición tecnológica. Nuestra psicología evolutiva, nuestros prejuicios cognitivos y nuestra estructura moral nos han llevado a desconfiar de las herramientas que con mayor probabilidad garantizarían un futuro sostenible y próspero.

La historia del florecimiento humano es una historia de progreso tecnológico. Desde la domesticación del fuego hasta la Revolución Industrial, nuestra especie ha encontrado formas de remodelar el mundo, convirtiendo la escasez en abundancia y las penurias en comodidad. Sin embargo, cuando se trata de algunas de las preocupaciones actuales –cambio climáticoseguridad alimentariadeforestación– la respuesta instintiva rara vez es el optimismo tecnológico. En su lugar, la narrativa predominante hace hincapié en el cambio social: reducir el consumo, modificar el comportamiento humano y aplicar la moderación colectiva.

¿Por qué tanta gente se inclina reflexivamente por las soluciones sociales –impuestos sobre el carbono, normativas, cambios en el estilo de vida- mientras descarta la promesa de los avances tecnológicos? La respuesta está en nuestro pasado evolutivo y en la forma en que nuestras mentes han sido moldeadas para resolver problemas. Como ha señalado el psicólogo William von Hippel, los humanos evolucionamos hacia soluciones sociales más que tecnológicas. Ese legado cognitivo sigue influyendo en nuestra forma de abordar los retos modernos, lo que a menudo nos lleva a descartar las innovaciones que podrían aportar soluciones escalables y duraderas.

Durante la mayor parte de nuestra historia, la supervivencia humana dependió menos delingenio tecnológico y más de la cooperación y la cohesión social. Nuestros antepasados no inventaban la forma de resolver los problemas, sino que los resolvían mediante alianzas, negociaciones y normas colectivas. La escasez de alimentos, por ejemplo, no se resolvía desarrollando técnicas agrícolas avanzadas -que llegaron mucho más tarde-, sino racionando los recursos, redistribuyendo la riqueza dentro de la tribu y reforzando las normas contra el acaparamiento.

Esta estrategia de supervivencia moldeó nuestra psicología. Con el paso de las generaciones, los humanos se acostumbraron a los arreglos sociales como principal forma de superar las crisis. Evolucionamos para buscar el consenso, imponer normas y recompensar la conformidad, rasgos que ayudaban a los grupos pequeños a funcionar eficazmente en un entorno impredecible. Por eso, cuando nos enfrentamos a retos modernos, instintivamente preferimos la regulación social a la adaptación tecnológica.

Hoy en día, este sesgo se manifiesta en la forma en que hablamos, por ejemplo, del cambio climático. El discurso dominante no hace hincapié en la fusión nuclear, la captura de carbono o la geoingeniería, a pesar de su potencial para reducir drásticamente las emisiones. En su lugar, se pide a la gente que consuma menos, que vuele menos, que conduzca menos, que coma de otra manera… como si la mejor forma de abordar un problema global fuera el sacrificio personal. No se trata de un planteamiento económico racional, sino de un reflejo cognitivo profundamente arraigado.

Más allá de la psicología evolutiva, varios sesgos cognitivos bien documentados refuerzan nuestro escepticismo hacia las soluciones tecnológicas. Uno de los más poderosos es el sesgo de negatividad, la tendencia a centrarse más en los posibles inconvenientes que en los posibles beneficios. Las innovaciones -especialmente las de gran escala, como la energía nuclear o la geoingeniería- suelen ir acompañadas de incertidumbres. La fusión de una central nuclear es una catástrofe vívida; los beneficios lentos y acumulativos de una energía limpia abundante son mucho menos emotivos.

Del mismo modo, la heurística de la disponibilidad sesga nuestra percepción del riesgo. Cuando pensamos en catástrofes medioambientales, nos imaginamos fácilmente huracanes, incendios forestales y el deshielo de los casquetes polares porque dominan el ciclo de noticias. Pero pocos pueden imaginar con la misma facilidad la mejora gradual de la eficiencia solar, el almacenamiento de las baterías o las tecnologías de captura directa del aire, a pesar de que estos desarrollos avanzan cada año. Cuanto más disponible esté una imagen mental, más probable es que la consideremos relevante. Como las catástrofes climáticas reciben mucha publicidad, mientras que los avances tecnológicos se producen en silencio, desarrollamos un sentido distorsionado de la urgencia y la inevitabilidad.

También está el pensamiento lineal, la suposición de que las tendencias actuales continuarán indefinidamente. Si las emisiones aumentan y las temperaturas suben, muchos suponen que la trayectoria continuará sin freno, a menos que el comportamiento humano cambie radicalmente. Lo que esto ignora es el poder de los avances tecnológicos no lineales para alterar por completo las tendencias. Pocos predijeron en 1970 que la innovación agrícola nos permitiría alimentar a 4.000 millones de personas más de lo que entonces parecía posible. Del mismo modo, pocos pueden concebir hoy cómo las revoluciones energéticas podrían dejar obsoletas las preocupaciones actuales sobre las emisiones.

Otra razón por la que las soluciones tecnológicas tienen dificultades para ser aceptadas por la mayoría es que los marcos morales dominan el debate sobre el clima. La retórica imperante pinta el consumo de combustibles fósiles como un pecado, enmarcando la acción climática como una obligación ética más que como un reto de ingeniería. El supuesto subyacente es que el sufrimiento es virtuoso, que el cambio real requiere sacrificio, moderación y un retorno a una forma de vida más sencilla.

Este marco moral privilegia naturalmente las soluciones sociales sobre las tecnológicas. Reducir las emisiones mediante el sacrificio parece justo; resolver el problema mediante la innovación parece un engaño. Pero la historia demuestra que el progreso siempre se ha logrado superando las limitaciones, no sometiéndose a ellas. Todavía hoy son menos los que sostienen que la solución a la inseguridad alimentaria es simplemente comer menos; sin embargo, muchos defienden que la mejor forma de combatir el cambio climático es consumir menos energía en lugar de producirla de forma más limpia.

Este punto de vista no sólo es erróneo, sino activamente perjudicial. Al demonizar la industria y la tecnología, corremos el riesgo de ahogar las mismas innovaciones que podrían garantizar la prosperidad reduciendo al mismo tiempo el impacto medioambiental. No deberíamos preguntarnos: “¿Cómo podemos conseguir que la gente consuma menos energía?”, sino: “¿Cómo podemos producir energía abundante y limpia?”. No deberíamos centrarnos en frenar la ambición humana, sino en dirigirla hacia mejores resultados.
La tendencia a descartar la innovación no es nueva. Una y otra vez, la humanidad ha juzgado mal su propia capacidad para resolver problemas. En el siglo XIX, los urbanistas temían que las ciudades se colapsaran bajo el peso del estiércol de caballo, sin anticiparse al automóvil. En los años sesenta, los expertos predijeron la hambruna masiva debida a la superpoblación, sin prever la Revolución Verde, que aumentó enormemente el rendimiento de los cultivos.

Incluso en el sector de la energía, las preocupaciones medioambientales del pasado se han vuelto irrelevantes gracias a la tecnología. La crisis de la deforestación del siglo XIX -causada por la necesidad de madera como combustible- no se resolvió con la conservación, sino con el descubrimiento del carbón y el petróleo. El temor actual a que las energías renovables nunca puedan ampliarse ignora el potencial de las baterías de nueva generación, la energía nuclear avanzada y los combustibles sintéticos para transformar el paisaje.

Si algo nos enseña la historia es que el ingenio humano siempre supera las predicciones catastrofistas. Eso no significa que debamos ignorar los retos medioambientales. Significa que debemos abordarlos con la mentalidad que mejor nos ha servido: la resolución de problemas mediante la innovación, no la retirada.

El cambio climático y otros problemas medioambientales pueden suponer un reto, pero no son insuperables. La solución no es limitar la prosperidad, sino desvincularla de los daños medioambientales mediante mejores tecnologías. La abundancia energética, la industria limpiay los nuevos materiales son el futuro, no la austeridad, la restricción y la regresión económica.

Reconocer las raíces psicológicas de nuestro prejuicio contra las soluciones tecnológicas es el primer paso para superarlo. El siguiente paso es abrazar un optimismo racional, que reconozca el riesgo pero invierta en las soluciones que la historia demuestra que prevalecerán. El mundo nunca se ha salvado gracias al miedo, pero sí se ha salvado, una y otra vez, gracias al ingenio humano.