Mikal Mahdi, 41 años, tenía tres opciones: ejecución, inyección letal o silla eléctrica. No quiere morir carbonizado y tampoco agonizar más de veinte minutos. Eligió el fusilamiento. Tres empleados de la prisión de Broad River, en Columbia, Carolina del Sur, voluntarios, le dispararán este viernes desde 4,6 metros de distancia. Apuntarán a la diana roja en el pecho. Los rifles cargarán munición que destrozará su caja torácica. Fue el método que también eligió el mes pasado, Brad Sigmon, 67 años. Sentado, encapuchado y sujetado en tobillos, muñecas, regazo y cintura, Sigmon murió en tres minutos, mucho menos que la agonía de la inyección letal, que además puede incluir síntomas de ahogamiento y asfixia.
Mejor no padecer como Marion Bowman, ejecutada en enero, o como Richard Moore (en noviembre), a quien tuvieron que darle una segunda dosis once minutos después. Los condenados a muerte en 2024 fueron 26. Si la barbarie fuera en Qatar (escenario del Mundial 2022) o Arabia Saudí (sede para 2034), países que también ejecutan la pena de muerte, habría alertas de la FIFA y condenas de la prensa occidental. Pero no. Se trata de Estados Unidos.
Hoy, de todos modos, no es ese exactamente el punto que pone bajo debate a Estados Unidos como sede de los Mundiales de Clubes (2025) y de selecciones (2026) y también de los próximos Juegos Olímpicos (Los Angeles 2028). Habitual centro del mundo por su rol histórico de superpotencia, Estados Unidos está hoy más que nunca bajo el foco por la guerra comercial iniciada por el presidente Donald Trump. Por sus deportaciones masivas (por delitos o por simple portación de tatuajes “sospechosos”). Docentes o académicos retenidos hasta dos semanas en puestos fronterizos por sus visas. Amenazas a Groenlandia. Al Canal de Panamá. A los vecinos Canadá y México, socios, además, para la Copa 2026. A Irán, “el diablo”, que precisará visados porque su selección ya se clasificó al Mundial, como también podría suceder con Venezuela y hasta con Palestina (aún imposibilitada de jugar en la Gaza devastada).
La pelota, sin embargo, vive su mundo paralelo. En marzo pasado, Trump creó un Grupo de Trabajo para el Mundial 2026. “Será el evento deportivo más grande de la historia”, destacó la Casa Blanca y que, además, coincidirá con el “250 aniversario” de la nación, la Declaración de la Independencia en 1776, que enfrentó justamente planes de ajuste, impuestos y aranceles de la arrogante Corona británica, “el absurdo de un continente manejado por una isla”. Eran tiempos de colonia, puritanismo religioso que inhibía la diversión y la práctica deportiva.
Pero, tras la Revolución, comenzaron a llegar The Sportsman’s Companion (primer libro de deportes en 1783), la revista The Spirit of the Times. Carreras, caballos, caza, bicicleta, boxeo, el remo de Yale vs. Harvard en 1852, el béisbol en Knickerbockers (club pionero en 1842), el nuevo tiempo libre, el profesionalismo, la página deportiva de Randolph Hearst, los grandes estadios (“cráteres lunares”). El deporte como entretenimiento, industria y pasión. Y el “soccer” tardío. Y el FIFAGate. El FBI que ayudó a controlar un negocio que le era ajeno.
Los Mundiales de Clubes y de selecciones, dijo la propia FIFA en un informe publicado apenas cuatro días atrás, ofrecerán “un rendimiento de 47.000 millones de dólares, aportarán 62.000 al producto interior bruto mundial y generarán 290.000 puestos de trabajo” y una asistencia de más de 10 millones de personas. Es un estudio conjunto entre la FIFA y la Organización Mundial de Comercio (OMC).
“La FIFA que duplicará ingresos”, Estados Unidos como “tierra de oportunidades”, afirmó el propio Gianni Infantino una semana atrás. “Todavía no entiendo”, agregó Infantino en esa misma entrevista con Fox News, “por qué el fútbol no se ha convertido en el deporte número 1 aquí”. El presidente de la FIFA pidió entonces mayor inversión para que la MLS se convierta en “la liga número uno del mundo”. Esa, justamente, es la gran contradicción.
Capitales de Estados Unidos compran Mundiales, clubes principales de Europa, pretemporadas de esos grandes equipos, derechos de TV y patrocinios. Pero la MLS, aún con Leo Messi, sigue sin explotar. Es un escenario fortalecido por la propia FIFA, advierte el especialista Leander Schaerlaeckens, luego del okey a que también Ligas de otros países puedan jugar sus partidos en territorio de Estados Unidos, nuevo golpe para la MLS, que ya sufre fuerte competencia con ligas históricas como la NBA, NFL (fútbol americano), MLB (béisbol) y NHL (hockey sobre hielo). La misma NHL que hoy ovaciona a su nuevo jugador récord histórico de goles, el crack ruso Alex Ochevkin, amigo de Vladimir Putin. Sucedió el domingo pasado en Nueva York. Ochevkin es héroe de Washington Capitals, el equipo que juega a solo dos millas de la Casa Blanca.
Y un dato más. La FIFA no se guarda una carta, sino tres. Las envió el propio Trump en 2018, cuando pedía la sede del Mundial. En una de ellas, Trump garantizó a la FIFA el ingreso a Estados Unidos de todas las selecciones visitantes, respeto a sus banderas, sus himnos y respeto también a los derechos humanos. Era el Trump de la primera presidencia. El de la segunda, como el mundo, parece algo más complejo. Solo la FIFA (y Javier Milei, claro) siguen confiando plenamente en El Emperador.