RÍO GRANDE.— “Esta es la verdadera red social, en vivo y en directo”, dice Esteban Kovasic, desde la mesa que está a un costado del mostrador de la icónica confitería El Roca, en Río Grande, en la isla de Tierra del Fuego. Desde 1969, año de su fundación, no ha faltado ni un solo día, junto a sus amigos se sientan dos veces al día para alimentar una tradición que toda esta remota localidad fueguina venera: “Venir a comer el mejor lomito del país”, dice.
“Todo nos encontramos acá, es el único lugar que siempre está lleno”, afirma Marcelo Camard, miembro de “La Mesa de la Discordia”, como la han llamado este grupo inquebrantable de amigos que concurren a diario. Tradicional, pulcro, divertido y siempre activo, El Roca abre todos los días a las 8 de la mañana y cierra a la medianoche.
El movimiento es incesante, y ni siquiera en la época de la guerra de Malvinas cerró, tampoco en el conflicto con Chile de 1978.
Decorado con docenas de cuadros que referencian visitas ilustres, personajes notables y momentos memorables, sus paredes y sus mesas cuentan la historia de Río Grande. Un mostrador encumbrado oficia de altar, una cafetera brillante a un costado, los pocillos, la caja registradora, las bandejas de los mozos, impolutas, calcomanías de viajeros y en el centro, la estantería con las bebidas espirituosas. Pócimas que completan la magia.
“Es un templo de la amistad”, define Sergio Mascareño, en la mesa y dentro de este territorio de risas y anécdotas, no hay discusiones. “No hablamos de política”, advierte José Martínez. Al mediodía quiebran la jornada con un café, pero a las 19 horas, llega el turno del vermut y el lomito. “No hay en el país ninguno que lo iguale: hace 56 años que tiene el mismo sabor”, defiende Kovasic.
Alrededor de las 21.30 horas las esposas comienzan a reclamar a sus maridos para la cena y en lenta procesión, van partiendo.
Las mesas son encantadoras, sobrias y clásicas. De cerámica y madera, los platos, pocillos y vasos, producen un sonido armonioso cuando se mueven dentro de este perímetro sentimental. El piso y las mesas tienen el mismo tono.
En 2023 le legislatura provincial lo declaró sitio de interés cultural y provincial. El texto que lo fundamenta lo resume de manera incomparable. “Es un espacio emblemático de la vida social y cultural de la ciudad, siendo un símbolo de identidad para los habitantes de Río Grande y un referente para las generaciones pasadas, presentes y futuras”.
“Es nuestra segunda casa”, asegura Kovasic. ¿En el fin del mundo se come el mejor sándwich de lomito? Según el historiador local, y asiduo habitué, Oscar Gutiérrez, las razones “son misteriosas y secretas y se generan en la cocina”. El aroma es envolvente. La carne que se sella en la plancha, el café, la convención de humanidad que genera su propia paleta de colores.
Carne de vaca en la isla
“Hasta 1979 no entraba carne de vaca a la isla”, dice Kovasic y comienza a desentrañar historias que son el mejor condimento del ritual de continuar con la tradición de la charla.
En aquel año se regularizaron los vuelos aerocomerciales y por primera vez pudieron verla y comerla. “Dependemos de los aviones, sino aterrizan, estamos en problemas”, dice Walter Mariani.
Dentro de los frágiles soportes que conectan la realidad insular con el continente, en Río Grande, como en toda la isla, gran parte de los alimentos llegan por vía aérea, y por tierra, a través de territorio chileno, luego de cruzar en ferry el tormentoso Estrecho de Magallanes. “Si hay viento o mucha nieve, no sale el ferry y no aterrizan aviones”, aclara Kovasic.
Es decir: no hay carne, tomate, lechuga, papas, frutas y todos los insumos que necesita la confitería. S.lo queda la cerveza local “Coirón”.
El secreto del lomito es un arcano, pero todos ceden antes la sencillez de su receta. Pan francés tostado, mayonesa, tomate, lechuga y la carne. La pizarra en la pared es telegráfica, pero sirve al caso, no se necesita más porque todos conocen la razón por la que están en “El Roca”. El lomito se presenta en su versión solitaria, con queso, completo y uno “especial” con huevo frito.
“Existen otras variantes”, dice Camard. Se refiere a los sándwiches de milanesa, suprema, papas fritas a caballo, bife y una alternativa delicada: el de crudo y queso en pan tostado. El pizarrón incluye una categoría de “Copetín”: maní, jamón y queso. En la simpleza, está la felicidad.
Hasta entrado los 80, los helados llegaban por avión desde Río Gallegos. La coordinación en la recepción en el aeropuerto y el traslado hasta la confitería requería una logística emocional por parte del chofer de lealtad absoluta con su tarea: de él dependía que el postre de toda una sociedad.
Todo comenzó en 1946 cuando la familia Fernández, provenientes de España, decidieron hacer algo increíble y épico que cambiaría la vida para siempre de Rio Grande: un cine. El cine Roca, cerrado en 1990, es recordado por varias generaciones. Estaba a un costado de la actual confitería y los recuerdos hacen brillan los ojos de todos. ¿Qué puede emocionar más que un cine, y también causar tanta tristeza, que su cierre?
No era fácil la jugada, nunca la fue. Los estrenos nacionales tardaban cuatro meses en llegar a Río Grande, los internacionales, hasta un año.
Si el avión no podía aterrizar, no había estreno y se proyectaba la misma película que la semana anterior. En invierno, la situación podría complicarse. Con tormentas de nieve frecuentes y temperaturas extremas, el cine no tenía calefacción, la solución fue patagónica: quemar leña en tanques de metal. “Cine todos los días, sábados y domingos matiné, vermú, y noche”, así resume Gutiérrez la consagración de la felicidad en el Río Grande de antaño.
Al principio no había butacas y cada espectador traía la suya, también se presentaban orquestas y peleas de boxeo. Luego, el séptimo arte ganó y solo se proyectaban películas. Tenía lugar para 542 espectadores, y estaba la opción de alquilar una butaca mensual. Si no, hacer cola y tener suerte de elegir un buen lugar.
“El intervalo era más interesante que la película”, recuerda Kovasic. La función se cortaba a la mitad para que los espectadores pudieran ir a la confitería. Aún no tenía mesas, solo el mostrador. En 15 minutos se tenía que resolver todo: tomar un whisky, un vermut o gaseosa, comer un lomito, y hacer las pertinentes críticas a la película, y la folclórica circulación de chismes. En 1969 se resolvió que lo mejor era agrandar la confitería y separarla del cine. El aroma del lomito era una competencia desleal contra la mejor película del director más talentoso.
“Eran tiempos donde había códigos entre todos los actores comunitarios”, dice Gutiérrez, y agrega: “Cómo suele ocurrir en todo pueblo que está tranquilo el diablo interviene instalando la competencia” Los 90 trajeron los videoclubes y las copias piratas. También, frente a la confitería se inauguró “Los Inmortales”, con una especialidad tentadora: las pizzas.
Tiempos de guerra
La guerra de Malvinas fue un antes y después en Río Grande, a solo 700 kilómetros de las islas, aquí se vivió con mucha intensidad. En “La Mesa de la Discordia” aquello aún está fresco. Un periodista es recordado, por su cobertura de la contienda, pero también por asistir religiosamente todos los días a la confitería: Mario Markic. “Estaba acá y fue de los pocos que vivió lo que vivimos”, dice Kovasic.
“El oasis era El Roca”, afirma Markic. Solo había dos periodistas argentinos, él por la revista Gente y un colega de Somos. Compartían fotógrafo. “Fue el único lugar donde hubo toque de queda en el país”, dice el periodista. Y recuerda aquellos días: a las 18 horas nadie podía circular, no había electricidad, las casas debían cerrar puertas y ventanas, los comercios, persianas. Los vehículos autorizados circulaban con sus ópticas tapadas, apenas dejaban una ranura como un ojo de gato.
“Qué prefiere: qué llevamos periodistas o bombas, esto es una guerra”, dice Markic, aquello le respondían cuando durante toda la guerra iba todos los días al aeropuerto para gestionar un viaje a las islas. Inglaterra temía esa pista, desde allí salían los Mirage pero también los Súper Étendard con un misil que causó terror al imperio británico: los franceses Exocet. “De los seis que habían, cinco dieron en el blanco”, cuenta el corresponsal de guerra.
“Vi cómo algunos vecinos hacían bunkers”, dice Markic. Todo aquello lo escribía en sus notas, pero muchas fueron censuradas por lo militares. Los ingleses hicieron un intento de sabotaje contra el aeropuerto en un helicóptero Sea King, incursionando a Río Grande, pero las defensas nacionales advirtieron la presencia inglesa y se fueron a Chile, apoyados por la dictadura pinochetista. “Veíamos que salían cuatro Mirage y regresaban tres”, recuerdo Markic.
Por las noches, los aviones eran trasladados a las calles de la localidad para protegerlos ante un bombardeo.
En todo el conflicto, “El Roca” nunca cerró las puertas. En las cinco alertas de bombardeo que tuvo Río Grande, todos los días cumplía con su otra misión: “Comerme dos lomitos por día”, dice. En las mesas de la confitería se cuecen las mejores historias de Río Grande. Una simpática resistencia de soñadores de todas las edades.
“Es un clásico lugar a donde se encuentra el pueblo sin prisa, a velocidad de pueblo. Río Grande creció y se desarrolló mucho, y en el Roca uno puede encontrar una porción del pueblo de antes”, describe Manuel Fernández Arroyo, cineasta nacido en la isla. Como todo lugar capitular de una sociedad: sus mesas son un refugio para el solitario. “Mucha gente va sola”, dice, pero por una razón: para charlar con el que está en la mesa de al lado. “Los lomitos no tienen comparación con ninguno”, afirma.
¿Qué los vuelve especiales? “Son simples y sabrosos, para mí es el lomito superior de la Argentina”, concluye Markic.