La decana del diseño de vestuario en la Argentina que vota en los premios Oscar: “Mi carrera fue un taller, siempre acción y reacción”

0
24

La calle principal de Tres Arroyos fue su primer escenario. Sin saberlo, ahí mismo comenzó a registrar a las personas que la rodeaban y que el tiempo transformó en personajes. Y si, por un lado, se quedaba obnubilada por el paso del corso frente a su casa y, por el otro, hacía lo propio en el cine que estaba cruzando la calle, adonde los domingos solía ir con su abuela.

La gran pantalla con los films de Vittorio De Sica o Luchino Visconti, las revistas de moda de la época y la exploración cotidiana en la sastrería de su abuelo fueron la fuente de inspiración más inmediata para Beatriz Di Benedetto, diseñadora de vestuario con más de cuarenta títulos en su haber, además de una decena de series para televisión y streaming.

Formada en plástica e historia del arte en su ciudad natal, luego de ingresar a la carrera de Escenografía en la Universidad Nacional de la Plata, se inició como asistente de arte para después meterse de lleno en el universo de los atuendos.

Carlos López Puccio: “Era un doble juego: yo aportaba y Les Luthiers me sostenía”

Así, desplegó sus ilusiones en la vestimenta, creando su propio método que se corre del gesto perezoso que consiste en calcar a los personajes o hacerlos exageradamente parecidos a los que se ven en la calle. Por el contrario, insiste en componer roles memorables durante más de cinco décadas de trayectoria.

Entre otras ficciones, estuvo a cargo de la vestimenta de Contragolpe, Tango, El faro, Esa maldita costilla y Diarios de motocicleta, además puede jactarse de ser la que más roles de Eva Perón vistió en ficciones, comenzando por la de Eduardo Mignogna interpretada por Flavia Palmiero y hasta la última, que encarnó Natalia Oreiro en 2022.

Para El jockey, Di Benedetto iba al Hipódromo a ver carreras los sábados

Ahora, la película en cuestión es El jockey, dirigida por Luis Ortega con quien ya trabajó en la seriada Lo que el tiempo nos dejó y en el largometraje Lulú. “Fue amor a primera vista”, recuerda de ese primer encuentro con el realizador del film galardonado en el Festival de San Sebastián, que pronto asistirá a los Goya y que ya fue preseleccionado por la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de la Argentina para representar al país en los Oscar, donde Di Benedetto se ocupa de vestir a Nahuel Pérez Biscayart y Úrsula Corberó, más el elenco en el que se destacan el actor mexicano Daniel Giménez Cacho, Roberto Carnaghi y el recientemente fallecido Daniel Fanego.

Y si al glamour le va la acepción de hechizo, ese es el calificativo que cuadra para la labor que realizó en esta película donde el glam, justamente, no solo está en el derroche de los personajes centrales del jockey y jocketa, Pérez Biscayart y Corberó, respectivamente, sino también en las derivas de Remo Manfredini como el hombre “cabeza de sandía” que deambula con andar de flâneur por la city porteña, ataviado con un anacrónico tapado de piel y unas botas acharoladas deluxe, extrapoladas de la pista de carreras. También en la primorosa chica trans, Dolores, “Lola”, que se vuelve una estilista intramuros, cuyo atuendo es una oda retro que seguramente despertaría envidia de la italiana Miu Miu.

“Para mí cada película es un viaje”, enfatiza Di Benedetto, quien reconoce que sigue aprendiendo en cada trabajo y, algo nada menor para estos tiempos, pone en valor la creación colectiva como si fuese una inspiración que se comparte.

Le cabe, claro, el rango de la decana del diseño de vestuario en la Argentina y, además de haber sido reconocida en distintas oportunidades por los galardones Sur, Cóndor de Plata y Konex, es de las pocas profesionales que fue elegida para votar en los premios de la Academia de Arte y Ciencias Cinematográficas de Hollywood.

–¿Cómo fue la llegada a la ciudad de La Plata?

–Me acuerdo de todo, como de la calle Colón en mi pueblo. Fue entrar en una intensidad de conocimiento urbanístico. Aunque, ojo, mi formación fue en Tres Arroyos. Gracias a mi madre que me preguntó si quería inscribirme en el taller de arte de un egresado de “La Cárcova”.

–Qué lucidez la de tus padres, porque en ese momento era más usual que digitaran la vida de los hijos.

–El problema vino después con mi viejo. Me preguntaba qué iba a estudiar y, cuando le decía que me iba a inscribir en Bellas Artes o Antropología, quería saber de qué iba a vivir. Yo le respondía que, si estudiaba lo que me gustaba, de algo iba a vivir.

–¿Te llegó a ver exitosa?

–Sí, me avisaba cuando pasaban una película en la que había trabajado. Estaban felices los dos. Fue una formación muy intensa. Tuve que rendir ingreso en dibujo, anatomía artística y en historia del arte. Me preparó Pepe, el profesor de Tres Arroyos. Éramos cuatro los fanáticos que íbamos. Estábamos fascinados. Entré a la facultad ya conociendo, el examen no me costó. Me sentí como un pez en el agua. Empecé en pintura y escenografía y tuve a Saulo Benavente como maestro. Nos tomaba como runners, meritorios pagados, en sus obras en Buenos Aires.

–¿Entonces empezaste en teatro?

–Sí, hasta que me fueron a buscar. Antes solamente había hecho algún corto con los compañeros de cine. Fue una formación no tan puntual, sino totalmente integral. Vivíamos en Bellas Artes, íbamos a la mañana, tomábamos el primer mate ahí, después cursábamos Visión y volvíamos al taller, luego Historia del Arte y otra vez a la facultad. Era como la Bauhaus, estábamos todo el tiempo juntos haciendo algo.

–Además, esa fue una época clave para el movimiento estudiantil y para la emancipación de la vestimenta.

–Me daba vergüenza cuando me subía tanto la falda, pero la usaba. Además, estábamos en todos los grupos con la gente de cine que armaba proyecciones de películas.

–¿Qué veían?

–Eran muy divertidas las proyecciones que armaban. Los sábados, por ejemplo, era cine de terror. Y yo vendía tortas negras y recitaba. Estaba siempre vestida de la época que era la película. Era como una cigarrera del Cotton Club, y quien tocaba el pianito era mi compañero Pipo Pescador, que en esa época era conocido como Pipo Fischer. Él hacía escenografía y yo el vestuario.

–¿Siguen en relación?

–Quedó un grupo en el que somos como hermanos, con Graciela Galán, que es escenógrafa. Ella después se fue a vivir a París y cuando venía a Buenos Aires nos encontrábamos en su casa y nos veíamos. Fue muy intensa esa época.

–Qué producción la de esa facultad. ¿A qué atribuís la vigencia que tiene hoy la generación de los que fueron jóvenes de los 60?

–A la cátedra que doy en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (Enerc) de diseño y caracterización de personajes le pongo muchos condimentos míos, porque para aprender esto uno no necesita aprender a dibujar. Es otra cosa. Me piden que les dé historia de la moda y los estudiantes quedan fascinados con lo que fue el Swinging London, pero yo les digo que también estuvo el Swinging Buenos Aires, fue exactamente lo mismo. Toda esa gente que no dejó de ser contemporánea. Habrán envejecido, pero con una cabeza totalmente actualizada.

–Sostienen además la constancia en el hacer, pensando que hoy a veces son más retóricos

–Eso es lo que me interesa. Cuando veo a alguien que quiere ser asistente, yo lo separo en esa categoría: los constructores de los no constructores. Los que quieren hacer es porque se imaginan y lo quieren plasmar, y ese es un don diferente. Lo demás es todo teoría con mucho prejuicio, porque cuando ven que la prenda no era lo que se imaginaban, entonces no pueden llevar la guía al realizador. Hay gente que es constructora y la de los 60 era así.

–En ese tiempo también te pasó algo formidable, que fue la beca que te ganaste para ir a estudiar a Italia. Estuviste en el momento en el que surgía el estudio de los signos.

–Tuve la suerte de que en Bellas Artes nuestro profesor Manuel López Blanco nos hablaba de semiología, era impresionante. Él nos ponía ejemplos y teníamos que traducirlos. Me presenté a la beca y la gané. No podía creerlo. Cursamos en la RAI de Firenze, había varios argentinos y muchos latinoamericanos. Primero vivía sola y después nos fuimos a vivir todos juntos a una pensión del Ejército de Salvación. Era maravilloso, nos salía dos mangos con cincuenta. Yo compartía habitación con una amiga que se fue a vivir a Austria, hoy somos íntimas. También había periodistas y estaba Emilio Basaldúa. Nos divertíamos un montón. Estuve un año. Todavía tengo mis apuntes, me ayudaron y me ayudan muchísimo.

–Tenés formación académica y de alguna manera sos una intelectual del cine, pero después en el hacer seguramente no te ponés a teorizar.

–No, es una vacuna que te ponen. Un pinchazo que ni cuenta te das, que hace que aportes a lo que hacés. Me pasa mucho cuando doy clases. Estoy desde que se fundó la especialidad de Dirección de Arte en la Enerc. Empecé a formar un programa conciso con mi profesión en el sentido de la experiencia que fui sumando. Ahí descubrí que me interesa mucho trabajar sobre los géneros dramáticos y los estilos cinematográficos. Es lo concreto para transmitir algo de la praxis. Siento de esta manera y puedo adecuarlo a mis ideas. Cuando me piden un trabajo tan lindo como, por ejemplo, este último (El jockey), pienso en qué género lo tengo que ubicar, sé que es una ficción y no es naturalismo. Hay personajes que entran y otros que no. Necesito encuadrarlo.

–Ese método, ¿lo transmitís?

–Con mi equipo no es necesario porque tienen mucho capital artístico y técnico. Con mis alumnos sí porque pretendo que sepan instalar la propia metodología del vestuario en una película. Igual estudian su especialidad en diseño de arte, pero necesitan comunicarse después con el personaje. Trabajo en esos aspectos.

–En distintas oportunidades aclaraste que no haces moda, pero te criaste en una sastrería, tu abuela cosía y estaba suscripta a una revista fashion. Al verlo en retrospectiva, la vestimenta estuvo todo el tiempo alrededor tuyo.

–Era muy hermoso. Desde chica dibujaba lo que quería. Me acuerdo de que a los 10 años ya me diseñaba la ropa: de los saquitos, de la manga, de los botones que quería. Los puedo volver a dibujar ahora. Mi mamá me llevaba a la modista, porque era una época donde la ropa se construía a medida. Siempre le pegaba con la tela que elegía. Tenía mucho apoyo en ese sentido. Después, les dibujaba vestidos a mi abuela y a otra tía. Ellas estaban felices.

–Era como un juego, pero ¿fue el germen de lo que vino después?

–Sí, cuando encontré que había algo que tenía que ver con la historia de la moda. Hubo una película que para mí fue un bombazo, por todo lo que me pasó. Era de (Luchino) Visconti. Se llamaba Senso, vi ese vestuario y no entendía un pomo. Ahí algo me tocó. Eso después lo supo el diseñador Piero Tosi antes de morir. Le mandé un libro de regalo y él me envió uno autografiado a través de un compañero que había ido a hacer los cursos de cine a Cinecittà. Algo de ese film me impactó en el sentimiento, en la emoción. Veía películas norteamericanas y no me pasaba.

–¿Qué específicamente?

–El color, los trajes. Me acuerdo que me escapé de un evento familiar para ir a verla yo sola. Tendría 11 o 12 años.

–Hablás de una realidad cinematográfica propia de la construcción de la película, ¿cómo lo explicás?

–Yo no creo que haya que calcar al personaje, aunque algunas películas lo necesitan porque el heladero en Buenos Aires se viste así. Esos son los personajes públicos, pero los del guion creo que hay que recrearlos.

–¿Cómo dialogan los personajes de la pantalla con los que están fuera de campo?, ¿hay referencias de lo cotidiano?

–En una película siempre están, lo que pasa que uno tiene que recrear esa realidad también, porque si no vive calcando. Trabajo para el público, yo misma soy público. Lo fui desde muy pequeña. A la película Los piratas del mar Caribe la quiero ver como esa fantasía. No podés copiar una realidad. Se arma un personaje y después de que hizo una escena o dos, ya está instalado y lo seguís construyendo de esa manera. Hay que ser consecuente con lo que estás haciendo. Por ejemplo, a Giménez Cacho (en El jockey) no podría haberlo vestido de denim, porque ya lo había instalado en un lugar donde no era naturalismo lo que estaba haciendo. Era mi imaginación, y correspondía a esa forma de contar la película que era diferente a una película naturalista. Tenía que acercarme al surrealismo y a todos los “ismos” que hay en ese film, pero hay otros personajes que son totalmente reales.

–¿Sos de mirar tus trabajos?

–Sí, me gusta mucho. Me reconozco y me respeto. Tanto en Juan que reía, como en Asesinato en el Senado de la Nación y en Contragolpe. Siempre tuve respeto por el realizador. Tiene que ser un par mío, estar dentro de mi alma y yo de la suya. No puedo poner un señor que me va a decir que la hombrera va así o asá. Un realizador es un sastre, pero no uno de calle. Tiene que traducir, hay ciertas cosas que arman al personaje. Eso se ve más en teatro. La gente es mucho más dúctil. Felicitas, por ejemplo, la hice con la gente que trabaja en el Colón. Fue una película del siglo XIX con la suerte que no había sastrería teatral que tuviera algo de esa ropa, así que tuve que hacer todo, hasta para la boda. Fue un placer.

–Cuando hacés vestuario contemporáneo, ¿tenés en cuenta referencias de época en cuanto a los cambios que se dan o te circunscribís al personaje?

–Me circunscribo al personaje, a su oficio, a su profesión. Jamás uso la última moda.

–Pero, ¿tenés en cuenta los cambios en los hábitos del vestir?

–Si amerita, por supuesto que sí, pero trato de alejarme de la última moda. No me gusta nada. Me acuerdo que en la película El amor y la ciudad, también de Teresa Constantini, la actriz Vera Carnevale estaba pelada y tuvimos que armar el personaje. Le hice un saquito en una tela que tenía cuerpo pero no trama, todo calado con un motivo especial. Ella se subía a la moto y le pasaba el aire. Era bellísima la prenda, contemporánea y de moda actual. La puedo hacer hoy y es súper moderna. No está reproducida.

–Antes decías que querías ser antropóloga, ¿tu método puede ser pensado como el de alguien que se camufla para hacerse pasar por otro?

–Yo me camuflo mucho, pero no con la ropa, con la seguridad de que nadie me pregunte nada. Lo hago con mucha normalidad.

–¿Para El jockey cómo hiciste?

–Íbamos los sábados al Hipódromo a ver carreras. Hablábamos con los que estaban con los jockeys. Hay mucha cosa en el medio que uno tiene que conocer. Y yo fui con la fantasía de que los studs nos prestaran la ropa, pero no. Cada uno tiene su color. Fue genial, porque tuve que hacer todo lo que aparece en la película. Se visten con un raso brillante. Me dieron el lugar de los proveedores para comprarlo. Los saben hacer modistas que trabajan con la costura francesa y el doble pespunte. También las botas de hule las mandamos a hacer.

–Después de hacer todo ese rastreo, de observadora participante, ¿cómo empieza esa tarea?

–Me acuerdo de todo lo que hablamos. Cuando fuimos a ver las carreras vimos que había unas chicas atrás y les preguntamos qué pensaban que se ponían las jocketas ¡Y ellas eran jocketas! Fue una bendición que estuvieran ahí. Me contaron un montón de detalles que eran súper importantes, tienen ropa interior especial. Las proveímos de todo. Montones de detalles que uno por ahí no toma en la primera mirada. Después hay hábitos. Mi asistente tomaba nota y números de teléfono porque había gente que quería colaborar.

El jockey está seleccionada para los Oscar, y vos sos una de las pocas que votás desde la Argentina. ¿Alguna vez imaginaste tanto?

–No ¡qué va! Me pasa lo mismo cuando veo los premios.

–Y más allá del trofeo, ¿en qué fuiste premiada?

–En trabajar con los directores que quería y que ellos querían conmigo. Una vez rechacé una película que me parecía horrible, no terminé de hacerlo y apareció Carlos Saura.

–¿Y quién fue el que más te sorprendió que te llamara?

–Saura fue uno. Fue muy vertiginosa la carrera y no hablamos de algo muy importante que es que trabajé mucho en publicidad. Me dio ojo y me educó. Me dio aprendizaje permanente en la realización de vestuario. Fue en la época de gloria de la publicidad.

–¿Cuáles hiciste?

–Hice la de los gladiadores romanos de Merthiolate. Después hice una divina de unos quesos con los trajes típicos de los holandeses. Las agarraba porque me daba buen ingreso y mis hijos eran chicos. Esa época la disfruté porque todo lo que me aparecía era fantasía. No me aparecían amas de casa, sino unas diosas de Lux que se bañaban. Nos divertíamos un montón. Ganábamos buena guita. Tenía un realizador que hacía todo eso. Mi carrera fue un taller, siempre acción y reacción. Pensar, dibujar y hacer.

–Más allá que trabajaste con bronces del cine, ¿no tuviste prejuicio para hacer publicidades?

–Me llamaron para hacer una con la modelo Patricia Fraccione, que además era de mi pueblo. Le había diseñado algo que era muy comedia musical de Hollywood, y después todo el mundo me llamaba para que hiciera eso o algo parecido. Era famosa por eso.

–Vestiste a los roles del Che Guevara, del último Papa y el actual, y en varias oportunidades a Eva Perón. Esos personajes que son tan caros al público, ¿cómo los trabajaste?

–Con el Che traté con el estilo de él, de sus camisas, muy simple. En las fotos aparece con una remera rayada arriba de la balsa, pero yo no quería hacer eso. Era una caricatura, algo que termina siendo un disfraz. Un poco lo que pasó con Eva, que busqué el alma.

–¿Cuál es la que más te quedó?

–La de Flavia Palmiero (Evita, quien quiera oír que oiga) me quedó en el corazón porque lo hicimos sin toda la información que tenemos ahora. Fue aventurar un personaje de 16 años, fue una cosa doméstica. No era la figurita que ella se armó después. La llamo la Eva corporativa, la del traje sastre y Dior.

–¿Cómo era trabajar en cine siendo mujer cuando empezaste?

–No me costó nada. Al contrario, fue maravilloso. Lo fundamental es cómo hice para seguir firme, habiéndome separado y cuidado dos hijos.

–¿Cómo hiciste?

–Me costó muchísimo, porque además hacía lo que salía. Me acuerdo que cuando mi hijo Octavio iba al jardín, trabajaba con el grupo del mimo que seguía el legado de Marcel Marceau. Ahí conocí a los chicos del Clú del Claun, también estaban las Gambas al Ajillo.

–Hacés hincapié en la documentación, en el trabajo de archivo. Por estos días se conoció la derogación del Museo del Traje mediante el Boletín Oficial, ¿qué podés decir al respecto?

–Esos museos son la cultura de un país, además del Museo Histórico Nacional. Es un ataque brutal, es ignorancia. Creen que eso no sirve. No se entiende el nivel de valoración que tienen. Me duele mucho que se hayan metido con un lugar donde la gente cobra sueldos mínimos y no pudieron hacer arreglos en el edificio porque no tienen presupuesto. ¿Por qué se la agarran con los lugares más vulnerables que mantienen la cultura? La cultura es eso, es el día a día, como vivimos nosotros.