La ética del conflicto como herramienta política

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Manifestantes afuera del Congreso el pasado jueves (Reuters)

El conflicto político puede definirse como un desacuerdo profundo entre grupos, partidos o naciones que involucra tanto diferencias ideológicas como intereses opuestos. Según Carl Schmitt, en su obra El Concepto de lo Político, la política misma se fundamenta en la distinción entre amigo y enemigo, siendo el conflicto una característica esencial de la interacción política. Schmitt argumenta que la política requiere la posibilidad de enfrentamiento con un enemigo externo o interno, subrayando la inevitabilidad del conflicto en dichas arenas. El conflicto en política no es un fenómeno aislado, sino parte integral de la interacción humana en la búsqueda de poder, recursos y justicia. Y si bien esta concepción ha sido criticada, es la que más ha influido en penseadores contemporáneos no sólo definiendo la propia política, sino como medio para mantener la cohesión interna mediante la externalización de un enemigo.

Ahora bien, el conflicto puede ser una fuerza motora del cambio social. Históricamente, los movimientos que han buscado justicia, como aquellos por los derechos civiles en Estados Unidos, anticoloniales en América, África y Asia, o las luchas obreras en Europa, han utilizado el conflicto (pacífico o violento) como una forma de visibilizar la injusticia y presionar por reformas políticas desafiando el statu quo. Michael Walzer, en su obra Guerras Justas e Injustas, sostiene que ciertos conflictos son justificados si tienen como fin corregir graves injusticias. Acorde a Walzer, el conflicto no sólo puede ser ético sino necesario cuando los mecanismos pacíficos de resolución no ofrecen soluciones justas. En este sentido, la resistencia de Gandhi frente al colonialismo británico, aunque en esencia fue no violenta, ejemplifica la creación de tensiones y conflictos para visibilizar la opresión.

En términos teóricos, los conflictos pueden abrir oportunidades para un pacto social renovado. Ralf Dahrendorf, en Class and Class Conflict in Industrial Society, señala que los conflictos estructurales dentro de las sociedades industriales son esenciales para la adaptación y evolución de las estructuras sociales. El conflicto permite la renegociación de derechos y deberes entre clases o grupos políticos. Puede servir, por ejemplo, como una herramienta para evitar la tiranía. Para Hannah Arendt, en Sobre la Revolución, el conflicto político, cuando está basado en principios democráticos y enmarcado en un sistema institucional, puede ser un mecanismo que impide a una mayoría o élite dominante que imponga su voluntad sin resistencia, limitando el poder y garantizando la pluralidad de voces. Un sistema sin conflicto tiende a degenerar en autoritarismo, ya que hay autocomplacencia en lugar de oposición o disenso sin poder desafiar al poder dominante. Por ejemplo, el concepto de separación de poderes, proveniente de Montesquieu en El Espíritu de las Leyes, podría concebirse como una estructuración del conflicto institucionalizado entre el poder legislativo, ejecutivo y judicial, que están en conflicto constante, limitando así el poder absoluto o la suma del poder público.

Otro aspecto positivo del conflicto es su función dialéctica, clarificando posiciones y valores dentro de un debate político, por ejemplo, sobre qué es justo y qué no, llevando a una mejor comprensión de los principios fundamentales de una sociedad y exponiendo las visiones de unos y otros ante la ciudadanía. Para el caso, según John Rawls, en su Teoría de la Justicia, el conflicto entre diferentes concepciones de la justicia es un elemento necesario para la evolución de una sociedad más equitativa. Al enfrentar diferentes ideas, los grupos políticos y las sociedades no sólo revelan sus posicionamientos ideológicos ante el soberano, sino también, y gestionando institucionalmente el conflicto, pueden llegar a una mejor comprensión y síntesis entre sus respectivos valores y objetivos. A través de la confrontación de ideas, las sociedades pueden afinar sus concepciones de justicia, libertad y derechos, generando este tipo de clarificación un espacio para la deliberación pública, donde se confrontan y examinan las diversas posiciones ideológicas. Como subraya Jürgen Habermas en su teoría del discurso, el conflicto en el debate político puede conducir a una mayor racionalización y legitimación de las decisiones políticas cuando se gestionan adecuadamente.

No obstante, una de las principales desventajas del uso del conflicto como herramienta política es que puede escalar fácilmente en violencia y desestabilización. Como sostiene James Fearon en su Rationalist Explanations for War, aunque los actores políticos puedan calcular racionalmente sus acciones en el contexto de un conflicto, la incertidumbre y la información imperfecta a menudo conducen a consecuencias o enfrentamientos violentos no deseados y contraproducentes. En términos éticos, este tipo de escalada plantea serias preocupaciones, especialmente cuando las medidas de fuerza o los medios violentos utilizados sobrepasan cualquier posible justificación moral. Chantal Mouffe, en su The Democratic Paradox, advierte que el conflicto, si no está bien gestionado, puede crear divisiones irreconciliables dentro de una sociedad, conllevando una fragmentación social en la que el debate constructivo desaparece y es reemplazado por antagonismos políticos y sociales irreductibles, cuyas consecuencias son devastadoras.

Dentro de esta gestión del conflicto en la política, hay que evitar el riesgo de transformarlo en una constante sin solución de continuidad, dado que puede erosionar la confianza pública en las instituciones democráticas. El estudio de Marc Hetherington y Thomas Rudolph, Why Washington Won’t Work: Polarization, Political Trust, and the Governing Crisis, demuestra cómo el conflicto prolongado entre partidos políticos en los Estados Unidos ha reducido drásticamente la confianza pública en el gobierno, lo que en última instancia socava la legitimidad política y luego la institucionalidad.

Desde una perspectiva teológico-política, desde el Deuteronomio 19-25, Reyes I:12, pasando por el Talmud y pensadores como Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Maimónides, Nahmánides y Abravanel, los conflictos e incluso los bélicos son legítimos o justos, no sólo en base a sus motivos, sino también si son el último recurso y si el daño causado es proporcional o a fortiori menor al beneficio esperado.

Con esto en mente, la utilización del conflicto en la política debe estar guiada por una ética que privilegie la justicia, el respeto por los derechos humanos y el bien común. En el contexto moderno, esto implica que las acciones políticas basadas en el conflicto deben ser cuidadosamente medidas y constantemente sopesadas en el transcurso de su implementación, para evitar una escalada innecesaria de violencia que perjudique a la sociedad, a los ciudadanos, a las instituciones y al sistema democrático republicano. De violar estas restricciones, los conflictos pierden las bases morales o éticas que los justifican, transformándose en odio, polarización extrema, demonización y deshumanización, desestabilizando sociedades y deslegitimando sistemas democráticos. Por ende, provocando la destrucción del contrato social, de toda capacidad por parte de los actores políticos para neutralizar estos fenómenos, e imposibilitando negociar y reconstruir consensos bajo una responsabilidad compartida como solución integradora y superadora.