Ese mediodía de 1949, el general Eduardo Lonardi llegó a su casa visiblemente fastidiado. Al sentarse a la mesa del almuerzo, se desahogó. Que venía de una reunión de altos mandos militares que el presidente Juan Domingo Perón había convocado para hablar de justicia social y que lo que había escuchado era lo mismo de siempre. Contó que era notorio que quería usar su política social para mantener el poder y no para elevar la calidad de vida del ciudadano. Lo que más le chocó era que mientras el presidente relataba que a veces le quitaba algo a los patrones para dárselos a los obreros y así mantenerlos contentos, les guiñaba un ojo en señal de complicidad.
Durante el gobierno peronista, Lonardi había llegado al generalato. Había nacido en Buenos Aires el 15 de septiembre de 1896 y en diciembre de 1916 egresaba como subteniente del arma de artillería. Fue profesor de táctica y había hecho el curso en la Escuela Superior de Guerra. Cuando tenía todo arreglado para iniciar un viaje a Alemania donde permanecería un año en plan de estudios, otro se le adelantó, y como premio consuelo lo nombraron en enero de 1938 agregado militar en Chile. Debía reemplazar al teniente coronel Perón.
Lonardi y el escándalo de Chile
Lonardi no imaginó lo que le esperaba. Perón había urdido una operación de espionaje a fin de hacerse de documentos chilenos secretos y al joven capitán tendría la responsabilidad de terminarla, porque Perón había regresado a Buenos Aires.
Lo que Perón ignoraba que hacía tiempo los chilenos habían infiltrado sus frágiles redes de complicidad y sabían cuándo dar el golpe de gracia, lo que ocurrió el 2 de abril de 1938. Lonardi terminó expulsado del país, cuando llegó a Argentina fue arrestado porque Perón se desligó de todo, y una úlcera estomacal lo tuvo a maltraer. Salvado milagrosamente de la baja, fue enviado a una unidad militar en Paraná. En 1947 fue destinado en Washington como delegado a la Junta Latinoamericana de Defensa; al año siguiente estuvo al frente de la Dirección General de Administración de Ejército y en 1951 asumió la comandancia del I Cuerpo de Ejército.
Cuando el 22 de agosto de 1951 se esperaba el acto donde Eva Perón sería proclamada candidata a vicepresidente, dijo basta. Que los acontecimientos políticos habían creado un estado espiritual incompatible con la adhesión a los actos de gobierno, solicitaba dejar el mando del poderoso comando y anunciaba su intención de pasar a retiro efectivo. Tenía 55 años.
El perfil de Aramburu
Pedro Eugenio Aramburu nació en Río Cuarto el 21 de mayo de 1903. En diciembre de 1922 egresó como subteniente de infantería. Su primer destino fue Mendoza, luego Santiago del Estero y Tucumán. Fue alumno en la Escuela Superior de Guerra. El entonces mayor Perón, como inspector de los cursos, incluyó conceptos elogiosos en uno de los informes de sus calificaciones. Luego estuvo en Salta y durante tres años fue auxiliar del secretario ayudante del ministro de Guerra.
En 1946 fue nombrado subdirector de Gendarmería Nacional. Era general de brigada cuando estalló el golpe de 1951, pero estaba como agregado militar en Brasil. En agosto de 1955 asumió como director en la Escuela de Guerra.
Aramburu desconfiaba de Lonardi, por su relación con los sectores nacionalistas, a los que quería lejos. “Se que hay una conspiración”, le dijo en una oportunidad Lonardi. “Que yo sepa no hay ninguna conspiración”, respondió lacónico Aramburu.
Pero a mediados de agosto el coronel retirado Arturo Ossorio Arana le había confirmado a Lonardi que había un plan, encabezado por el propio Aramburu y con el coronel Eduardo Señorans como jefe del estado mayor revolucionario.
Los dos serían protagonistas en la caída del gobierno de Juan Domingo Perón, que había asumido en 1946 y que en 1952 había iniciado su segundo período que debía finalizar en 1958.
La conspiración
Todo había empezado un lluvioso viernes 16 de septiembre, cuando estalló una revolución, cuyos autores llamaron “Libertadora”, cuya suerte navegaba en indefiniciones, ya que entre los militares completados no existía un criterio uniforme. En el Ejército sus principales jefes eran leales al gobierno, y solo un puñado estaba comprometido. La Marina era la fuerza más opositora, mientras que la Aeronáutica mantuvo una conducta un tanto dubitativa.
Ante las dudas de Aramburu, el general retirado Lonardi, que sabía que estaba muy enfermo, decidió ponerse al frente del movimiento.
Los conspiradores tuvieron a su favor la desorientación del peronismo, que no encontraba señales claras y concretas de su líder. El conflicto con la Iglesia, la marcha del Corpus Christi de junio, la quema de la bandera, la ola de violencia parecía ser el caldo de cultivo en el que mejor se movían los antiperonistas, alarmados cuando se enteraron que la CGT le había solicitado al ministro de Guerra armas para que pueblo pudiese defender al gobierno. Tanto los generales Franklin Lucero como Humberto Sosa Molina se opusieron.
Nafta al fuego
En la tarde del 31 de agosto, el presidente lanzó una violenta diatriba, indignado por el incomprensible bombardeo a la Plaza de Mayo que causó centenares de víctima el 16 de junio. “Hemos de restablecer la tranquilidad entre el gobierno, sus instituciones y el pueblo, por la acción del gobierno, las instituciones y el pueblo mismo. La consigna para todo peronista, esté aislado o dentro de una organización ¡es contestar a una acción violenta con otra más violenta! ¡Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos!”.
Fue la última vez que habló desde los balcones de la Casa Rosada, y el 7 de septiembre, en una reunión con sindicatos donde explicó que había hecho todo lo posible para lograr la pacificación del país, fue la última que lo hiciera públicamente.
Los hechos parecieron precipitarse cuando, en Córdoba, el general Dalmiro Videla Balaguer, comprometido en el movimiento, creyó haber sido descubierto. Dejó su puesto en Río Cuarto y fue a ocultarse a la ciudad de Córdoba, lo que alertó a los servicios de inteligencia de que algo grave estaba por ocurrir. El 15 Lonardi, confundido entre los pasajeros de un micro, llegó a la ciudad de Córdoba. Al día siguiente, acompañado por el coronel Arturo Ossorio Arana y otros oficiales, y bajo el lema “Cristo Vence” -que le daba al movimiento insurreccional el tinte de una cruzada religiosa- desató un movimiento revolucionario que, primero, tomó la Escuela de Artillería, luego, la de Infantería y la de Tropas Aerotransportadas. Y sus pares de la Marina hicieron oír su grito de guerra bombardeando la destilería Eva Perón de Mar del Plata.
Los insurrectos habían impresionado con la iniciativa tomada, pero su situación era por demás endeble, debido a la gran cantidad de efectivos que se mantenían leales al gobierno, a tal punto que hasta tres días después, nadie arriesgaba qué bando saldría ganador.
“Ponga distancia cuanto antes”
Inexplicablemente desde la Casa Rosada no se emitían señales sobre qué hacer ni los medios de comunicación, monopolizados por el gobierno, daban una pista al respecto, algo de lo que Perón se arrepentiría años después. Hasta que al mediodía del 19, luego de conferenciar con el general Franklin Lucero, ministro de Ejército y leal al presidente, el primer mandatario envió una nota con su renuncia: “Si mi espíritu de luchador me impulsa a la pelea, mi patriotismo y mi amor al pueblo me inducen a todo renunciamiento personal”.
Sin embargo, a las 21 horas de ese mismo día, Perón citó a Olivos a los principales generales. Les explicó que la suya no era una renuncia porque no estaba dirigida al Congreso, sino al ejército y al pueblo, y que si este no la aceptaba, continuaría en la presidencia. Y los amenazó con abrir los arsenales para armar a la gente. Fue el general Angel Manni el que le comunicó que su renuncia ya había sido aceptada y que no había más que pudiera hacer. “Ponga distancia cuando antes”, le aconsejó.
A las 2 de la mañana del martes 20 de septiembre, Perón supo que ya nada más había para hacer y tomó la decisión de dejar el país. Le indicó a su mayordomo Atilio Renzi que le alistase un bolso con ropa y un maletín con dinero en efectivo. Renzi era un suboficial del Ejército que había sido secretario privado de Eva Perón, quien luego lo nombró a cargo de la residencia presidencial. El fiel secretario le preparó dos millones de pesos y 70 mil dólares. A las 8 de la mañana, en medio de una lluvia torrencial, en un auto acompañado por los mayores Alfredo Renner e Ignacio Cialceta y el comisario Zambrino, se dirigió a la embajada paraguaya, ubicada en Viamonte al 1800.
Perón había armado un operativo distracción. En Aeroparque había hecho preparar un avión adornado con banderas argentinas y paraguayas y lo hizo despegar para que se creyese que él iba en el vuelo. Minutos después, cuando el avión aterrizó en El Palomar, descubrieron el ardid.
¿Fue realmente cierto que desde una ventana del edificio de Viamonte y Callao había una persona apostada en los pisos superiores esperando la orden de dispararle a Perón antes de su ingreso a la legación extranjera? Nada ocurrió y Perón pudo formalizar su pedido de asilo. El embajador paraguayo Juan Chávez, que en ese momento estaba en su domicilio en el barrio de Belgrano, resolvió alojarlo, para su seguridad, en la cañonera Paraguay, anclada a una distancia prudencial de la costa, cercana a la dársena D de Puerto Nuevo. Hacía días que esa embarcación esperaba ingresar a dique seco, para su reparación.
Lonardi presidente
El jueves 22 Lonardi, el día anterior a que jurase como presidente de facto, emitió una proclama y explicó por qué se habían levantado contra el gobierno: “Lo hacemos impulsados por el imperativo del amor a la libertad y al honor de un pueblo sojuzgado que quiere vivir de acuerdo con sus tradiciones y que no se resigna a seguir indefinidamente los caprichos de un dictador que abusa de la fuerza del gobierno para humillar a sus conciudadanos”.
El viernes 23 Lonardi juró como presidente provisional, declaró a Córdoba sede del gobierno nacional hasta que pudiera trasladarse a la ciudad de Buenos Aires y nombró a su gabinete.
Los días siguientes fueron de incontables reuniones con Lonardi y otros jefes para lograr un salvoconducto del ex presidente. Algunos no deseaban tenerlo exiliado en América Latina y habrían tratado de persuadir al Paraguay en ese sentido. Hasta se había barajado mandarlo a Suiza. Pero, finalmente, el gobierno paraguayo le abrió las puertas.
Perón se alojaba en el camarote del capitán César Cortese y comía habitualmente con la tripulación. La embarcación era custodiada, a una distancia prudencial, por buques de guerra argentinos.
A bordo de la cañonera, pasaba parte de su tiempo en la redacción de un borrador de sus memorias acerca de los hechos que habían llevado al fin de su gobierno. Y aparentemente escribía cartas. En 1953, con 58 años, había iniciado un romance con Nélida Haydee Rivas, una adolescente de 14 años que militaba en la Unión de Estudiantes Secundarios. Comenzó cuidándole los perritos para luego pasar a ocupar una de las habitaciones de Evita. La mañana que partió hacia la embajada paraguaya le dejó a la chica —ella ignoraba que recién lo volvería a ver fugazmente en diciembre de 1973— algunas joyas y dinero.
Remontar el río Paraná para llegar a Asunción era peligroso, no para Perón sino para las nuevas autoridades que temían posibles insurrecciones de fuertes enclaves peronistas, como era el caso de la ciudad de Rosario. Para su desgracia -no le gustaba volar- quedaba el avión como la posibilidad más segura. Sin embargo, el presidente derrocado asentía a todo lo que le indicaban.
El traslado de Perón
Stroessner había enviado a un DC 3, aunque la idea de trasladarlo hasta un aeropuerto no entusiasmaba a nadie. Hasta que la solución llegó: el dictador paraguayo envió un hidroavión, al mando de Leo Novak, su piloto personal. La máquina acuatizaría cerca de la cañonera.
El 3 de octubre Perón, cansado y taciturno, fue trasladado en una lancha a motor hacia el hidroavión, que se bamboleaba a raíz del fuerte oleaje. Estuvo a punto de caer al agua cuando subía por la escalerilla del avión, pero fue sujetado a tiempo por Mario Amadeo, el nuevo canciller argentino.
No sin dificultad el hidroavión pudo despegar, luego de luchar con fuertes vientos en contra. Hasta estuvo por rozar la punta de un mástil de una embarcación. Mientras voló sobre territorio argentino, lo hizo escoltado por dos aviones de la Fuerza Aérea Argentina y, después, por dos naves paraguayas. En una de ellas viajaba como piloto el propio Stroessner. A las 16.45 horas Perón aterrizaba en Asunción. Comenzaba un exilio de 17 años.
En 1972, regresó al país. Como presidente visitaría el Paraguay el 6 de junio de 1974 y en el puerto de Asunción, esa vieja cañonera le rindió homenaje.
En diciembre de 1973 mantendría un corto encuentro con Nelly, por entonces una señora casada con dos hijos. El anciano líder le preguntó si necesitaba algo, “porque, como comprendes, que ésta es la última vez que nos vemos”. El General moriría el 1º de julio de 1974 y Nelly, el 28 de agosto de 2012.
Habían pasado algo más de diez años de su derrocamiento, cuando manifestó que había cometido un grave error por no movilizar a las fuerzas leales y ejecutar a los jefes y oficiales conspiradores. Aunque también aseguró que se había ido para evitar una guerra civil y que ocurriera algo similar a lo que se había vivido en España.
Cuando Lonardi declaró que “venimos a restaurar el imperio del derecho, sin vencedores ni vencidos”, no imaginaba que sus compañeros de armas Pedro Aramburu e Isaac Rojas tenían otros planes. El 13 de noviembre de ese año debió dejar el poder. Moriría cuatro meses después. Y habría vencedores y vencidos.