“Los dispositivos de ‘guerra contra las drogas’ aumentaron el número de mujeres en las cárceles”

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Susana Draper traza un hilo conductor entre la autodefensa, los feminismos populares y el movimiento abolicionista carcelario. En su libro, Libres y sin miedo, editado por Tinta Limón, la autora se mueve por distintas geografías. Desde la irrupción del #MeToo en Estados Unidos, pasando por la narco violencia, hasta la absolución de Higui en Argentina. Draper construye genealogías de lucha, como las denuncias de abuso sexual de las mujeres privadas de su libertad en New York, la experiencia de Occupy Wall Street en 2011, de la cual participó, y la resistencia de las comunidades indígenas latinoamericanas que defienden la vida y los territorios contra el extractivismo de empresas multinacionales.

«Cuando llegué a Estados Unidos me conecté con la lucha por la abolición del sistema carcelario, que implica pensar cómo lidiar con el daño y la conflictividad sin tomar la cárcel como eso que se ve como solución para una cantidad de problemas que el propio sistema genera. Para mí que venía de Uruguay, habiendo crecido en dictadura eso enseguida me atrapó porque se trata justamente de pensar alternativas, tener creatividad política, abrir la imaginación y dar cuenta que la cárcel no resuelve nada. Cuando empezó Occupy Wall Street formé parte de grupos en los que intentábamos darle forma a las preguntas por lo común, por cómo hacer común en una ciudad como Nueva York. Eso conectó con una cantidad de temas que los feminismos populares ponen en el centro.»

En su libro la autora construye, además, un entramado donde las vidas de lesbianas, mujeres cis y trans, atravesadas por el dolor y las violencias, abandonan el lugar pasivo e individual de víctima para pasar a formar parte de procesos colectivos de lucha. Repasa casos de mujeres que sobrevivieron a la violencia machista al protegerse a sí mismas y a sus hijxs y otras que terminaron presas por no dejarse matar, convirtiéndose en “malas víctimas”, criminalizadas por sobrevivir. En su escritura retoma las militancias y narrativas poéticas de las activistas afro, lesbianas Audre Lorde y Pat Parker.

uPortada del libro de Draper, de editorial Tinta Limón

¿Qué fue el #MeeTooTrasLasRejas?

–Sucedió en California donde comenzó a producirse más encarcelamiento social, donde hay grupos muy fuertes de mujeres que están presas y donde hay una memoria de formas de organizarse que vienen de las presas políticas de los años 70. El #Metoo detrás de las rejas se dio cuando un grupo de personas no binarias empezaron a denunciar el abuso sexual dentro del sistema carcelario y también la denigración y la homofobia que viven en una cárcel. Se planteó una demanda usando el marco que posibilitó el #MeeToo hollywoodense – que fue el que más prensa tuvo – pero sin seguir la deriva punitivista que tenía su versión más mainstream. Por el contrario, se habilitó un modo de apuntar al carácter sistémico del abuso y la violencia y se planteó qué significa para una persona que está en la cárcel terminar con el abuso de modos que no sean la propia cárcel, poniendo en la mesa la situación de abuso constante, de heterosexismo y de homofobia que la cárcel como institución encarna y transformar las denuncias en la posibilidad de lidiar con ese problema fuera de la cárcel. Eso generó el cierre de algunas cárceles, pero también mucha venganza hacia quienes se animaron a denunciar en situación de encarcelamiento. Las denuncias se empezaron a propagar a otros estados de Estados Unidos, dónde la meta era postular demandas colectivas y cerrar la cárcel sin que eso implique trasladar a las personas a otra cárcel, algo que es muy difícil de lograr, es decir, buscar otro tipo de medida por todos los daños que sufrieron.

El encarcelamiento que no resuelve nada

Las denuncias colectivas fueron hacia personas pero también hacia la institución carcelaria, quienes denunciaban son grupos que vienen de la lucha abolicionista del sistema carcelario, que muestran que la cárcel es el lugar de violencia institucional al desnudo. Pedían suspensiones de quienes ejercían violencia, terminar con la humillación a personas trans y no binarias y el confinamiento solitario, algo que es una práctica usual como forma de castigo donde se las deja sin luz y sin baño durante 24 horas. Es importante pensar el encarcelamiento no como el lugar que resuelve problemas, sino que es el lugar que engarza con un sistema violento y abusivo.

La pregunta que instaló la posibilidad de pensar el #MeToo desde las cárceles mostró la continuidad que hay entre el sistema patriarcal y la cárcel, es decir, cómo la cárcel continúa también el abuso de diferentes formas, por ejemplo, las mujeres que no se dejan matar son encarceladas y el Estado es el que continúa el trabajo del abusador. También empezó a hacer visible la lucha contra la detención juvenil donde la juventud pobre se vuelve un target de ese sistema. Hay una continuidad a veces muy fuerte entre personas, por ejemplo, que viven violencia o abuso en sus hogares, se van de ahí o pasan a situación de calle por contextos de precariedad, de violencia y luego la forma de sobrevivir en la calle son las tareas más criminalizadas como el trabajo sexual o la venta de esquina. Eso te lleva a la cárcel y con la baja la imputabilidad, se da algo que acá llamamos el túnel del abuso a la cárcel. Muchas personas entran por eso a la cárcel juvenil y su vida continúa en sentencias en cárceles de adultos. ¿Cómo cortar ese túnel? pensar eso también fue posible en ese marco de denuncia desde las cárceles donde muchas mujeres y personas no binarias son sobrevivientes de abuso. ¿Por qué el sistema responde de esa forma frente al abuso? porque obviamente es un sistema abusivo.

¿Qué es la narcoviolencia?

–Si bien el libro tiene otra temporalidad, tu pregunta me hace pensar mucho en lo que ha estado pasando en Rosario. Pero, para ir más atrás, algo que me interesa problematizar es cómo, desde los medios dominantes que van regulando la percepción que tenemos de muchos temas y problemas, se empieza a naturalizar una ecuación semántica entre luchar contra el narco y reforzar las políticas de seguridad. Es una fórmula que se ha ido implantando como “sentido común” que, sin embargo, necesitamos problematizar a fondo. Si bien en países como Argentina y Uruguay, así como en Ecuador, estamos en un momento de gran intensificación de esa violencia, necesitamos insistir en materializar una historia más larga de este presente porque no es algo “nuevo” que sale de la nada sino que se trata de un entrelazado de marcos y políticas que tienen una historia tanto del problema, como de las supuestas “soluciones” que de inmediato se sugiere implantar como respuesta desde arriba (soluciones que no han servido en lo más mínimo para terminar con esas violencias). Entonces, venimos de décadas ya de las llamadas políticas de “guerra contra las drogas” que va entrelazada a nivel a la llamada lucha “contra el terrorismo,” y donde, en vez de notar un freno y disminución del problema, vemos que esas “soluciones” no han resuelto nada sino más bien, han ido intensificando y expandiendo las formas de control territorial, despojo y violencias múltiples. Más seguridad en el sentido de más presencia policial y más cárceles, es algo que se viene aplicando hace décadas en diferentes regiones, empezando por Estados Unidos que es una suerte de “modelo” en este tema, sin embargo ¿de qué forma esto ayuda a que a largo plazo vivamos con más seguridad? ¿Qué seguridad y para quiénes? ¿Desde dónde operan estas narrativas? Necesitamos poder trazar relaciones y conexiones más grandes que las que nos imponen a través de un miedo que es sospechosamente funcional al sistema de violencia que se despliega. Tras décadas de imposición de lógicas de “más seguridad” en el contexto de más refuerzo policial y militar, la historización nos permite ver que estos mecanismos han fracasado. Nos proponen reforzar y expandir fórmulas que no han resuelto sino más bien intensificado las violencias.

El estigma que va derecho al encierro

Desde que comenzaron los dispositivos internacionales de “guerra contra las drogas», el número de mujeres en las cárceles se disparó, hasta llegar a niveles nunca vistos antes en la historia. Este es otro punto importante que necesitamos incluir en una historia larga y corta de los procesos de criminalización de la disidencias políticas y sexo-genéricas que fueron continuados por la criminalización de la pobreza en el neoliberalismo dentro del marco de esa “guerra.” La conciencia histórica múltiple nos permite poder mirar hacia procesos largos y evaluar también desde ahí qué es lo que han producido y qué es lo que han limitado y marginalizado.

¿Cómo analizás la guerra contra las drogas en Argentina?

–Yendo a Argentina, lo que aconteció en Rosario en marzo, que dio pie a la polémica intervención de Patricia Bullrich en las redes, donde decía que Argentina iba a tomar la fórmula de Bukele como inspiración, se hace clara una veta de este problema. La fórmula cierra perfectamente para los intereses de las coyunturas que incrementan más violencias sistémicas. La cárcel de “máxima seguridad” de Bukele es una mega inversión en la que política “antidroga” y política “antiterrorista” se pegotean. Con una inversión de alrededor de cien millones de dólares, se plantea como una forma de enjaular a personas que son etiquetadas como “terroristas” y “pandilleras.” Pensemos en esa secuencia: el aumento de violencia vinculada al “narco” confirma la fórmula que se quiere implementar a nivel general, que es la de la implementación de todavía “más” medidas y políticas de seguridad en las regiones. Se invierte así millones para ir contra las vidas que son más precarizadas por el sistema – hasta donde tengo entendido, la mayoría de las personas encarceladas en El Salvador no pertenecen a las cúpulas de millo o billonarios enriquecidos por las operaciones del narco – entonces, ¿a quiénes se lleva a esas nuevas cárceles “modelo” que inauguran este siglo? ¿quiénes son las vidas que van a terminar presas en ese sistema que naturaliza la tortura y entremezcla la narrativa llamada “antiterrorista” y la narrativa llamada “narco”? Son seguramente muchas de las mismas personas que van a ser también el objetivo de la baja a la imputabilidad. Y dentro de ese marco, necesitamos insistir en pensar en tantas luchas y comunidades que han ido quedando de inmediato pegoteadas dentro de esas narrativas “anti” terrorista, que terminan aplicándose a quienes defienden el territorio, como las comunidades Mapuche, y que pasan a ser también objetivo de despliegues de “seguridad.” ¿Por qué hay más interés en invertir millones en estos sistemas de control en lugar de usarlos para reforzar políticas que hagan posible vivir en condiciones materiales dignas? ¿Qué corporaciones e intereses de las elites nacionales y de las corporaciones transnacionales se benefician de estas violencias y despojos? Cómo analiza minuciosamente Dawn Paley en su libro Capitalismo antidrogasla llamada guerra contra las drogas debería nombrarse guerra contra las comunidades que son empobrecidas por el propio sistema neoliberal porque hay una cantidad de intereses detrás del tipo de vaciamiento y control que genera la llamada narcoviolencia, que es generalmente vinculada a un despojo territorial que está en juego donde las personas de turno en el Estado responden con más seguridad, más policía, más represión selectiva, a ciertos grupos y lo que de ahí sale es un dejar el territorio libre para que se instalen otros intereses corporativos, políticos, bancarios, extractivismo, turismo, mercadeo de armas, etc. Y a la vez, lo que llamamos “narco” toma como objetivo también a las juventudes pobres, las mismas que las políticas de la baja de imputabilidad tomará para ingresar a las políticas carcelarias, que son también las vidas que la política económica precariza. Entonces, frente a esa situación, una posible salida del embudo de violencias del estado y del narco, para mucha gente es tener que desplazarse forzosamente, pero muchas veces eso también implica endeudarse para terminar después en una cárcel de migración. Me parece que es clave insistir en generar más miradas relacionales que nos permitan “ver” un sistema múltiple de violencias y despojos. Historizar los procesos como algo que no es solo esa “excepción” de parte de las políticas ultraconservadoras de este presente, sino que son también fórmulas que vienen pasando desde el despojo territorial y precarización de la vida en una re-estructuración del capital internacional que lleva décadas. A veces la forma de luchar contra esa narcoviolencia puede venir de otro lugar, de la lucha por el territorio, por la alimentación, por terminar con las formas de exacerbación de masculinidades tóxicas que comienzan en la infancia, en los barrios.

¿Qué sentidos de justicia se construyen desde los feminismos populares y cómo se relacionan con las luchas del abolicionismo penal?

–En EEUU la lucha por el abolicionismo penal es muy larga. Cuando explotó de varias formas el #MeToo y las luchas contra la violencia feminicida, enseguida surgió la pregunta sobre qué significa luchar contra esta violencia y abuso permanente desde quienes luchamos también por la violencia del sistema carcelario y, por tanto, desde quienes no vemos ahí “soluciones” que nos ayuden a generar un horizonte más amplio de justicias a largo plazo. La lucha abolicionista de la sociedad carcelaria se vincula a diferentes luchas por la liberación negra, la lucha contra la guerra, la lucha contra la violencia contra las mujeres y lesbianas de los años 70s y 80s que toman un carácter generalmente comunitario, sin el énfasis totalmente puesto en lo judicial y policial. La pregunta por una sociedad antipunitivista tiene que ver con un cambio muy hondo en la forma en que construimos comunidad y nos pensamos como tal. Por eso, no se trata tanto de dar una “fórmula” sobre qué es otra “justicia” o “solución” en singular sino más bien en cómo hacemos para que haya un horizonte que podemos llamar de justicia social y condiciones materiales que hagan posible vivir vidas dignas en total heterogeneidad pero que nos permita tener a todas las personas vidas vivibles dentro de una manera de cohabitar territorios. La lucha por la abolición del sistema carcelario toca la lucha por la reproducción social porque tiene que ver también con las condiciones materiales de posibilidad de reproducción de la vida, con vivienda y alimentación dignas, con el derecho a criar en dignidad y a maternar en una sociedad abusiva y punitivista que implica que a los 12 años una persona sea tomada por un sistema para reproducir violencia y eso tiene que ver también con cómo cortamos circuitos de violencias patriarcales y machistas desde la infancia. La lucha por la vivienda y alimentación digna son luchas que están totalmente vinculadas a la lucha por la abolición del sistema carcelario.

¿Qué significa pensar en formas comunitarias de justicia?

–Muchas personas y comunidades cuyas vidas han sido totalmente precarizadas por el neoliberalismo tienen como parte de su destino entrar a la cárcel o tener que irse del territorio o entrar a jugar las reglas de los distintos sistemas de violencia, para esas personas la vivienda es clave y también las múltiples formas en que tenemos que desplegar otro sentidos de justicia para pensar en formas de responsabilización frente al daño. Hay grupos que para mí son muy inspiradores y que vienen del momento en que muchas feministas que empiezan a jugar las reglas del sistema pactaron para ir limitando la lucha contra la violencia contra las mujeres a una lucha por criminalizar con penas más grandes, lo que no es solo esta fórmula sino que implica el despliegue que toda una cantidad de presupuestos que empiezan a destinarse a la colaboración entre formas de denuncia, refugios y la policía. Muchas personas que venían de la lucha contra la violencia policial, la violencia sistémica, la violencia del sistema sobre las comunidades más precarizadas, que acá son las comunidades más racializadas, empezaron a pensar que era necesario desarrollar otras estrategias de responsabilización desde las comunidades que no pueden ver en esas legislaciones o en llamar a la policía un modo de entender la seguridad. Luchar por otros sentidos de justicia implica redefinir qué entendemos por responsabilizar y qué es lo que nos mueve cuando luchamos contra las violencias interpersonales y sistémicas. En un horizonte más amplio y a largo plazo la pregunta de base es ¿En qué sentido la cárcel sirve para responsabilizar? ¿En qué horizonte postulamos nuestra lucha feminista? ¿Es una lucha en la que queremos terminar con las diferentes violencias o solamente gestionar nuestras maneras de responder a ellas? Por eso, la clave de partida es pensar cómo la violencia sistémica se expresa en nuestras relaciones interpersonales en diferentes formas. Nos hacen pensar que sin cárcel hay solo impunidad. Con esto nos entretienen haciendo “como si” la cárcel responsabilizara y también “como si” el sistema realmente funcionara “haciendo” justicia. Por eso, más que hablar de “justicia” en singular, la pregunta por los procesos de responsabilización desde la comunidad tiene que ver con distintas maneras de responsabilizar para lidiar con la violencia y el daño interpersonal. No son fórmulas mágicas sino procesos, por ejemplo, una persona en cuestión de minutos, puede recibir una sentencia y a eso le llamamos justicia. Sin embargo, no sabemos cuánto, en un sistema como la cárcel que implica una cantidad de violencia explícita y desnuda, esa “sentencia” va a poder ayudar a lidiar con las violencias que ha reproducido probablemente una persona. Más bien, parece más intuitivo pensar que se van a intensificar las formas de violencia. Lo que se llaman justicias transformativas o justicias transformadoras implica ir a las condiciones materiales de (re)producción de violencias. Un punto complejo y clave es también romper el binario víctima-abusador desde una pregunta que tiene que ver con cómo muchas veces el abuso se reproduce desde no poder sanar también las situaciones de abuso que hemos vivido y cómo reproducimos ese tipo de poder y ese tipo de relación. Entonces plantean la pregunta ¿qué significa cuando quién hace daño es sobreviviente de daño? Nadie nace generando una cantidad de violencia, sino que habitamos y nos criamos en mundos en donde está totalmente naturalizado un tipo de poder que se reproduce a través del abuso, a través de dañar a quienes concebimos como más vulnerables, a través de las personas que el sistema precariza y racializa más, a través de los que nos enseñan a demonizar, etc. En una charla escuché a activistas militantes trans hablar sobre formas de justicia transformadora, decían que en sociedades tan individualistas, llenas de lo que acá llamamos procesos de gentrificación que implican constantes desplazamientos por los precios, es decir, que no estamos en los barrios donde crecimos, ni conocemos a la gente, hablar de “comunidad” se vuelve complejo. Entonces, instaban a pensar: si te pasa algo, ¿con quién hablarías? ¿quiénes son las personas con las que vos sentirías una red? Si no existe, es importante poder tener conciencia de cómo salir de esa soledad, porque el sistema mismo nos va llevando a mucho aislamiento, a no confiar en las posibilidades que se abren cuando nos relacionamos. Pero esto también es trabajo, es tiempo; es decir: no son fórmulas, son procesos materiales que tienen que ver con volver a tener un sentido de intervención en nuestras vidas en lugar de solo “delegar” y “esperar.” Muchos de los procesos de responsabilización empiezan a reconstruir tramas en los que tengamos algo más que la individualidad de los dos lados, no tanto de la persona que hace daño como de la que lo recibe y de desde ahí, cómo generar procesos.